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CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV


CAPÍTULO V


CAPÍTULO VI


CAPÍTULO VII


CAPÍTULO VIII


CAPÍTULO IX


CAPÍTULO X


CAPÍTULO XI


CAPÍTULO XII


CAPÍTULO XIII


CAPÍTULO XIV


CAPÍTULO XV


CAPÍTULO XVI


CAPÍTULO XVII


CAPÍTULO XVIII


CAPÍTULO XIX

CRONOLOGÍA

ÍNDICE ONOMÁSTICO

FOTOS DEL LIBRO

 


El hombre de Villa Tevere
Los años romanos de Josemaría Escrivá
Pilar Urbano
Editado por Plaza & Janés
CAPÍTULO XVII


Veranos sin hamaca. «Este hombre lleva dentro una bomba atómica.» «Padre, eso es trampa.» Castelletto del Trebbio. Forastero y de prestado. La «caza» del alacrán. Lo tan real, hoy lunes. «La perdiz, por la nariz.» Abrainville. Unas semanas en Gagliano Aterno.
«Così facciamo patria!» La privacy de los ingleses. «Tenetemelo da conto!» Sant’Ambrogio Olona. Una boquilla para don Álvaro. Media mesa de ping-pong. «Ni quiero, ni puedo, ni voy a escribirlo.» La Primavera de Praga. Escapada a Einsiedeln. Javier hace un puzzle. Un «correo» de Milán. Otra vez en Villa Gallabresi. La diffidenza. Caza de brujas. Il punto di vista ottimale. «Sólo descansaría si pudiera olvidarme de la Obra.» «Me río, porque tengo presencia de Dios.» ¡Clama, ne cesses! ¿Tabaco de contrabando? Caglio, 23 de agosto. El vendedor de sandías. Civenna. Unas botas de aldeano. ¡Qué solo se muere un Papa! «Álvaro, ¿nos invitas?» Escrivá consuela a Pablo VI.

Cuando el cardenal Pizzardo se encontraba con monseñor Escrivá, sin importarle ni poco ni mucho que hubiera o no gente delante, le cogía por la cabeza y le estampaba un sonoro beso en la nuca, al tiempo que exclamaba:

-¡Gracias, porque usted me ha enseñado a descansar!

Y, si veía ojos de asombro alrededor, hacía esta confesión:

-Yo era uno de los que pensaban que, en esta vida, sólo cabía o trabajar o perder el tiempo. Pero él me regaló una idea clara, maravillosa: que descansar no es no hacer nada, no es un ocioso dolce far niente, sino cambiar de ocupación, dedicarse a otra actividad útil y distraída durante un tiempo. (1)

Pizzardo, una personalidad de peso en el Vaticano, fue secretario del Santo Oficio y prefecto de la Congregación de Seminarios y Universidades. Sabía bien lo que era trabajar. Pero le faltaba aprender esa lección del descanso activo, del descanso enriquecedor, del descanso que no es pérdida de tiempo.

También Escrivá, durante muchos años, a quienes le insistían en que parase su frenética actividad, les respondía: «descansaré cuando me digan: requiescat in pace».

Con el paso del tiempo, comprendió que ese criterio era un error. Y así lo decía: «no se pueden mantener en tensión constante el cuerpo y la cabeza, porque acaban rompiéndose».

Sin embargo, hasta 1958 no pudo organizarse un tiempo de descanso. La razón más inmediata era la falta de un lugar adecuado, fuera de Roma. Esos lugares existían en el Opus Dei: casas de retiros y de convivencias, en el campo. Pero las utilizaban sus hijas y sus hijos, para ellos y para sus apostolados, en tandas sucesivas y sin solución de continuidad. Así que ahí no podía ir.

Desde 1958 Escrivá empieza a salir en verano, a Gran Bretaña, a Irlanda, a Francia y a España, alojándose en casas alquiladas o prestadas. Así, los años 1958, 1959 y 1960 pasa algunas semanas de julio y agosto en Woodlands, un chalé de alquiler en la zona norte de Hampstead Heath, al fondo de la Courtenay Avenue, en Londres. Los dueños de Woodlands son una pareja bien pintoresca: él se dedica a la industria del cine y ella a la quiromancia y al espiritismo. En 1961 y 1962 Escrivá vuelve a ese mismo barrio londinense, pero se aloja en otra casa, en el número 21 de West Heath Road, alquilada a mister Soskin, un juez de guerra de origen ruso-judío.

En todos esos veranos, combina el descanso, el estudio y el impulso a las personas y a las labores del Opus Dei, no sólo en Gran Bretaña e Irlanda, también en la Europa continental: se desplaza por carretera a diversas ciudades de Francia, España y Alemania, en 1960; y, en 1962, viaja a Austria, Suiza y Francia.

En el verano del 63 descansa algún tiempo en una casa llamada Reparacea, en Navarra, entre San Sebastián y Pamplona. Y en el de 1964, en Elorrio, un pueblo de Vizcaya.

A Álvaro del Portillo y a Javier Echevarría -que le acompañan siempre- les pide que le sugieran planes y programas para trabajar en otras materias, en otros asuntos, durante ese tiempo de vacación. Cuando sale de Roma, se hace un voluntario «lavado de cerebro», desconecta de su labor habitual y delega lo más posible las tareas de gobierno de la Obra. Pero su mente -una portentosa dinamo de ideas- no puede cruzarse de brazos.

El psiquiatra vienés Viktor Frankl -discípulo de Freud y judío como él, que supo desmitificar a tiempo a su maestro- conoció a Josemaría Escrivá. Después de visitarle un día en Villa Tevere, comentó: «Este hombre lleva en la cabeza una auténtica bomba atómica.» Pues bien, en esos veranos -además de leer, estudiar y escribir-, a Escrivá se le ocurren miles, cientos de iniciativas audaces, soluciones imaginativas, hallazgos insospechados, que él mismo irá anotando o indicará a quienes le acompañan, para «echarlos a andar» cuando regrese a Roma, cara al nuevo curso.

Quizá lo más llamativo en las vacaciones de monseñor Escrivá sea su escaso aparato, su sobria guarnición, su leve equipaje. Ciertamente, no son vacaciones bajo palio. Tampoco de playa y hamaca. Ni de balneario y chaise longue.

Entre los pocos bultos que transporta el Fiat 1100 color beige, no se ven artes de pesca, ni raquetas de tenis, ni palos de golf. Ni bicicletas, aunque se ha dicho bellamente que «las bicicletas son para el verano».

Escrivá no ha tenido tiempo en su vida para aprender otro deporte que andar. Sin duda, en eso habrá batido todas las marcas. Por necesidad -que no por afición- ha dejado muchos pares de suelas en el asfalto de las ciudades, pateándolas de punta a cabo, mientras desplegaba un apostolado a destajo, sin «perras» para autobuses o tranvías. Siendo ya un hombre entrado en años, podía caminar -si era necesario- tres horas por la mañana y otras tantas por la tarde: se había acostumbrado desde muy joven. En Zaragoza y en Madrid, su labor sacerdotal la hizo al golpe de sus pisadas. Cuando era un curita recién ordenado, en Perdiguera, a la hora en que el pueblo dormía la siesta, él salía a andar, a campo abierto, haciendo su oración o enseñando el catecismo al hijo del sacristán. Después, en sus viajes por Europa, roturando la tierra de los países a donde tenía que llegar el Opus Dei, procuraba recorrer las ciudades a pie. Era como auscultarlas, pero no sobre un mapa, sino en vivo. Y así las conocía. Y así las rezaba.

Tenía, por eso, las piernas musculosas y fuertes. Los brazos, en cambio, tan fláccidos y delgados que era difícil ponerle una inyección intramuscular sin dar con la aguja en hueso.

Cuando, desde 1965, monseñor Escrivá empiece a pasar el ferragosto fuera de Roma, pero en Italia, practicará otro deporte «barato», de los que no necesitan cancha ni pista especial: le bocce. Un juego de bolas cuya gracia consiste más en el tino que en la fuerza, y que exige agacharse, arrojar las bolas, levantarse… Como el «terreno de juego» es el puro campo, de tierra suelta, y se levanta mucho polvo con le bocce, para jugar las partidas se cambia cada día de arriba a abajo: se quita la sotana y se pone unos pantalones más viejos, una camisa usada y unas zapatillas negras de lona.

Le bocce no se le dan demasiado bien. Pero son partidas a cuatro, por parejas, y eso tiene su emoción de rivalidad. Escrivá suele jugar con el arquitecto Javier Cotelo -miembro de la Obra que, durante los viajes, conduce el coche-, frente a Álvaro del Portillo y Javier Echevarría. Este tándem gana, de todas todas. Es divertido ver cómo se las ingenia Escrivá para poner algún handicap a los vencedores natos. A veces, cuando les toca lanzar la bola, les empuja levemente para que desequilibren el tiro.

-¡Eso no vale, Padre! ¡Eso es trampa!

-¡Hombre, Álvaro, esto es parte del juego…! ¿No presumís de que lo hacéis tan bien? ¡Pues alguna dificultad teníais que tener…!

En otras ocasiones, si alguna bola de las de su equipo queda muy alejada del “premium” y no puntúa, Escrivá la coge y, fingiendo un «pase mágico», dice con pillería: «¿Os creíais que esta bola estaba aquí? Pues no. Está… ¡aquí!». Y, con todo descaro, la coloca mucho más cerca.

Son bromas para hacer más simpático el rato de deporte. Después continúan jugando los dos Javieres. Escrivá y Del Portillo siguen la partida sentados. El Padre, como si fuera un auténtico hincha, anima y jalea a Cotelo, precisamente porque el chico tiene menos habilidad y pierde casi siempre. Si alguna vez gana, Escrivá se mete con Echevarría:

-¡Qué mal lo haces, Javi! ¡Eres un «matao»!

Un día están jugando largo rato ya las dos parejas. Queda una bola por tirar: la de Escrivá. Con suerte podría llevarse la puntuación máxima, si lograra situarla de un golpe diestro junto a la bolita “premium”.

Escrivá lanza. Y, ante el asombro de todos, incluso de él mismo, la bola queda al lado de la bolita “premium”. Entonces, con expresión de chaval «convicto y confeso», declara allí, sobre el terreno:

-No lo vuelvo a hacer… Esto de ahora es peor que las trampas de siempre… ¿Os confieso lo que he hecho?

Los otros tres le miran expectantes. Escrivá baja la voz, como avergonzado por lo que va a decir:

-Antes de tirar la bola, me he encomendado con fuerza al ángel custodio, para que me saliera bien… Pero ahora me doy cuenta de que es una simpleza meter al custodio en un juego que no tiene la menor transcendencia.

En 1965, Scaretti, un amigo de Álvaro del Portillo, les cede la casa de una finca de labranza que tiene en Castelletto del Trebbio, a unos veinte kilómetros de Firenze (Florencia), con la condición de que la dejen libre a mediados de agosto, que es cuando piensa ir él con su familia.

La casa muestra las huellas del envejecimiento y el desuso y dista bastante de ser un sitio confortable. No tiene teléfono, ni televisión. Para acceder a ella hay que subir una alta colina por un camino pecuario, de tierra sin asfaltar. Los alrededores son campos de labor. Y la zona, como casi toda la Toscana, es de clima continental: muy frío en invierno y muy cálido en verano.

Escrivá, Del Portillo, Echevarría y Cotelo pasarán allí, en Il Trebbio, varias semanas de julio y agosto.

Por delante van cuatro mujeres de la Obra: Marga Barturen, Victoria Postigo, Dora del Hoyo y Rosalía López. Ellas se encargarán de la administración doméstica y de convertir esa desvencijada vivienda en un hogar alegre y acogedor.

Scaretti había advertido que en el comedor verían unas bellas porcelanas de Capodimonte valoradas en cuarenta millones de liras. Así que, nada más llegar, el Padre indica que se recojan con muchísimo cuidado, se guarden en un armario que no haya que utilizar, y así se evite el riesgo de romperlas y de tener que hacer un gasto innecesario.

Aquí, en Il Trebbio -y en cualquier otra casa donde pase el tiempo de vacaciones-, Escrivá mantiene una continua consciencia de que está usando un inmueble, unos muebles y un ajuar que no son suyos, y se esmera en evitar desperfectos. Si, por organizarse el trabajo y el estudio, deciden mover algunos muebles, encarga a Javier Cotelo que haga «un dibujo de la habitación, tal como está al llegar, para dejarla igual cuando nos marchemos». Procura también que los muebles no rocen las paredes; o que se reponga una bombilla fundida, aunque ello comporte tener que ir a comprarla hasta el pueblo.

No le incomoda sentirse así, forastero y de prestado. Más bien, le ayuda a vivir sin arrellanarse y sabiéndose pobre. Cuida lo ajeno como si fuera propio. Durante uno de los veranos, en Londres, se da cuenta de que hay un tránsito de hormigas perfectamente organizadas en fila india que, procedentes del jardín, entran por una puerta, cruzan el cuarto de estar y salen por otro balcón. Llama a Dora y a Rosalía y les pide la aspiradora. Después, con la ayuda de Javier Echevarría, procede al «exterminio por absorción» de toda aquella «tropa».

Años más tarde, cuando veranee en Premeno, en el norte de Italia, intervendrá también en otra operación similar, armado de un palo enorme, mientras Javier Echevarría y Javier Cotelo destruyen el hormiguero, quemándolo con gasolina… ¿Qué hombre -por famoso, sabio o santo que sea- no chavalea jugando a la guerra, con el utilísimo pretexto de «aniquilar» unos insectos?

Aquí mismo, en el Castelletto del Trebbio, el «enemigo a abatir» serán unos alacranes, que tienen su guarida cerca de la habitación de Javier Echevarría. Escrivá le gasta bromas:

-Javito, se ve que tienes el corazón como una piedra, porque esos alacranes van siempre a donde estás tú…

Y cuando un día Javier Echevarría cuenta que acaba de matar otro de esos arácnidos, Escrivá, fingiendo una seria preocupación, le dice:

-Mira, no sé si será cierto, pero yo he oído que los alacranes marchan siempre en pareja. Y esto es un dicho de la sabiduría popular. Así que, vamos un momento a tu cuarto para encontrar a su pareja. No vaya a ser que hayas matado a uno y luego te pique el otro; y no por venganza, sino porque los que venían eran dos…

Como, casualmente, encuentran vivo al alacrán desparejado, mientras dura la cacería, Escrivá comenta muy divertido:

-¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡Ya te lo dije! Lo que pasa es que tú eres hombre de piso y no conoces… las maravillosas aventuras de vivir en el campo.

En esas semanas, Escrivá se organiza un horario en el que haya tiempo para rezar, para trabajar y para hacer deporte, dar algunos paseos, salidas de excursión…

El trabajo lo centra en revisar un texto suyo -la Instrucción sobre la Obra de san Gabriel- que se refiere a los miembros supernumerarios del Opus Dei y al apostolado con personas casadas.

Escrivá empezó a redactar ese texto en mayo de 1935 y lo terminó definitivamente en septiembre de 1950. Pero en ese año no existían fotocopiadoras, el ciclostil era de muy baja calidad, y en Villa Tevere aún no funcionaba la imprenta. Así que, para distribuirlo por los distintos países donde trabajaba la Obra, se hicieron copias mecanografiadas. Algunos copistas, involuntariamente, habían vertido errores de sintaxis y de puntuación; incluso, se habían saltado palabras. Eso mismo ocurrió con las otras Instrucciones (la de la Obra de san Rafael, referente al apostolado con la gente joven; y la de la Obra de san Miguel, sobre los miembros del Opus Dei, numerarios y agregados, que permanecen célibes). Escrivá hizo retirar de la circulación todas las copias, para dar un texto único, impreso, que se editaría en la imprenta de Villa Tevere. Y, justo ahora, prepara esa edición.

A la vista de cómo puede alterarse todo el sentido de una frase por la colocación errónea de un punto o de una coma, o por la omisión de un adverbio -sobremanera, cuando se trata de textos que deben conservar íntegro su carácter «fundacional»-, Escrivá comenta a Álvaro y a Javier Echevarría la necesidad de «exigirnos todos, para acabar los trabajos materialmente bien, porque a Dios no podemos ofrecerle chapuzas». Esos días les insiste mucho en «la ascética de las cosas pequeñas».

Toma notas de sus lecturas, para un proyecto de libro -Diálogo- sobre la vida contemplativa, que lleva bastante avanzado, aunque no llegará a culminarlo.

Sigue los documentos del Concilio Vaticano II. Reza por los grandes temas que aún se han de debatir: el de los religiosos y el de los sacerdotes. Da gracias por el documento Lumen Gentium, en el que se percibe el eco de algunos puntos del espíritu del Opus Dei, que pasan así a ser doctrina de la Iglesia, solemnemente proclamada y recomendada. Escrivá gasta muchos ratos en el pequeño oratorio que han instalado allí, en Il Trebbio, agradeciendo ese resello de la Iglesia a lo que, durante tantos años, se juzgaba con reticencia, no se comprendía y no se aceptaba.

Como en la casa no hay televisión y el periódico llega muy tarde, cada día, al volver de caminar, Escrivá pide a Álvaro -así: «pide»- poner la radio para escuchar el boletín informativo de la una del mediodía. Le interesa estar al corriente de lo que ocurre en el mundo. Mientras oye las noticias, casi siempre hace algún comentario de calado sobrenatural y anima a los que están con él para que recen por tal país, por tal situación, por tal persona…

Cuando llevan casi una semana en Castelletto del Trebbio, Escrivá llama a Marga Barturen, la directora del pequeño equipo de administración. Javier Echevarría está delante en el momento en que Escrivá habla con ella. Después de recordarle la conveniencia de confesarse cada semana, le dice:

-Con entera libertad, podéis acudir al párroco del pueblecito más cercano o, si preferís, a una iglesia de Florencia.

Ese mismo día, Marga vuelve a hablar con Escrivá:

-Padre, lo hemos pensado despacio, y hemos llegado a la conclusión de que nosotras preferimos confesarnos con un sacerdote de la Obra.

-Pero, ¿con quién? Aquí estamos sólo don Álvaro, don Javier y yo. Y, como tú sabes, el Padre -fuera de necesidad urgente- no confiesa ni a sus hijas ni a sus hijos. (2) En cuanto a don Álvaro y a don Javier, porque forman parte del Consejo general, no quiero que ejerzan esa labor pastoral con personas de la Obra, teniendo cargos de gobierno. (3) Así que te repito que tenéis toda la libertad del mundo para ir a confesaros con quien queráis…

-Sí, Padre, ya sabemos que la gracia del sacramento nos llega a través de cualquier sacerdote. Pero, para atendernos en nuestra vida interior, preferimos abrir la conciencia a una persona que viva nuestra misma espiritualidad, sin tener que andarnos con largas explicaciones.

-Eso está muy bien. Pero yo te insisto en que podéis acudir libérrimamente a cualquier sacerdote del pueblo más cercano, o de Florencia. Y, sin que os pongáis orgullosas, os anticipo que con vuestra vida de piedad haréis mucho bien a quien reciba vuestras confesiones.

Marga no da su brazo a torcer:

-Padre, nosotras preferimos que nos atienda un sacerdote del Opus Dei.

-Bueno… Como por aquí cerca no hay ningún centro de la Obra, ya veremos el modo de arreglarlo.

En cuanto Marga Barturen sale de la habitación, Escrivá le dice a Javier Echevarría:

-Hay que organizar las cosas, para que puedas atender a tus hermanas en la confesión. Esta tarea tan importante es una de las pasiones dominantes que deben tener los sacerdotes del Opus Dei. Para cumplirla como Dios quiere, encomiéndate al Espíritu Santo, y procura servir ¡con abnegación! a cada alma, sabiendo que vale toda la sangre de Cristo.

Y ya, a lo largo de toda esa estancia estival, jamás le hará la más leve referencia al servicio sacerdotal que está prestando. Así remacha, una vez más, el cuidado extremoso con que se ha de guardar el sigilo sacramental y el sigilo de la dirección espiritual.

El calor aprieta. En ocasiones es más sofocante que en Roma. Pero Escrivá lo soporta bien, aun sin el refrigerio de una piscina, sin dormir siesta y sin quitarse la sotana. (4)

Una vez cada semana bajan a Florencia, la joya renacentista, patria de los Medici y de Savonarola, junto al río Arno. Sin embargo, aunque a Escrivá le apasiona el arte, no hacen turismo. No van a los museos, ni deambulan por la ciudad para contemplar al paso tantos y tan espléndidos monumentos.

Curiosamente, la mayor parte del tiempo la pasan rezando en el interior de la iglesia de Santa María Novella o en la de la Santa Croce, junto al monumento a Dante. ¿Por qué, teniendo la catedral y tantos otros templos bellísimos, Escrivá sólo visita estos dos? Es posible que la razón esté en que Santa María Novella es la sede más importante de la Orden de los Dominicos en Florencia, como Santa Croce lo es de los Franciscanos. Y, a estas alturas del Concilio, a monseñor Escrivá no se le van de la mente ni del corazón las necesidades espirituales de esas dos grandes y antiguas familias religiosas.

Después de esas semanas en Castelletto del Trebbio, van a Piancastagnaio, una finca cerca de Orte, que tampoco dispone de teléfono ni de televisión. El dueño quiere venderla y les cede el uso por unos días.

Escrivá tiene interés en adquirir una casa con terreno alrededor. Los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz necesitan un «pulmón» para los tiempos vacacionales. Durante años se ha usado la finca de Salto di Fondi cerca de Terracina, junto a la costa del Tirreno. Pero la que en un principio era una playa solitaria, invadida ahora por los turistas, es lo más parecido a la Quinta Avenida en hora punta, y lo menos adecuado para unos días de descanso y de formación.

Nada más llegar a Piancastagnaio, se percatan de que ese lugar está muy cerca de unos manantiales de aguas sulfurosas, lo cual hace el aire bastante irrespirable.

No se le oye a Escrivá la menor alusión a los malos olores. Pero, en cuanto se cumple el plazo fijado con el propietario, comunica que «después de haber estado allí, con esos pocos días de experiencia, comprendo que no es el lugar que estábamos buscando».

Ese verano de 1966 vuelven al Castelletto del Trebbio. Como el año anterior, Escrivá recuerda a sus hijas su absoluta libertad para confesarse con quien quieran. En lugar de Marga Barturen -que ha marchado a Estados Unidos-, es Blanca Fontán quien dirige el equipo de administración. La respuesta es unánime: prefieren que, espiritualmente, las atienda un sacerdote de la Obra. Javier Echevarría se encarga otra vez de ese menester.

-Sé puntual -le encarece el Padre- y estáte disponible, siempre que ellas te lo pidan. No les falles nunca.

Escrivá pasa largos ratos en el oratorio. Desea considerar y madurar el modo de convertir en vida las conclusiones allegadas en el Congreso general del Opus Dei, que acaba de celebrarse. Pero, sobremanera, le preocupa la Iglesia y la autoridad del Papa, en esa época posconciliar de tensiones, conflictos, lecturas sesgadas e interpretaciones abusivas.

En el Concilio ha quedado expedito el camino para que el Opus Dei pueda tener, al fin, su adecuada formulación jurídica como prelatura. El Vaticano II ha sancionado algo que, aun siendo una solución nueva, prolonga una figura ya conocida y utilizada en la Iglesia: las jurisdicciones personales.

Escrivá había visto ya, en 1929, que ésa era la clave. Así lo dejó escrito en sus Apuntes íntimos. Y así se lo dijo a Pedro Casciaro, un día de 1936. (5)

Ahora pide luces a Dios, para poder presentar ante la Santa Sede la solicitud bien fundamentada y bien documentada, que les haga «quitarse la piel de culebra»; dejar de ser de derecho lo que ya no son de hecho: pasar, de la figura del instituto secular, a la de la prelatura personal del Opus Dei. Pero entiende que, por prudencia, eso habrá de pedirlo en el tiempo oportuno, cuando las convulsiones posconciliares se apacigüen y las reformas se sedimenten.

En los paseos que da con Álvaro y con Javier, hablando de esta «intención especial», más de una vez les comenta:

-Ofrezco mi vida a Dios, para que lleguemos a la solución definitiva, aunque yo no la vea realizada en la tierra, si el Señor me pide ese sacrificio.

También en esas conversaciones por la finca de Castelletto del Trebbio, como en los ámbitos eclesiásticos y en los mass media se abusa de la palabra «posconciliar», presentándola como lo novedoso, lo moderno, lo progresista… y, sobre todo, lo opuesto a lo que había, Escrivá les dice:

-Estamos en «tiempo posconciliar» desde el siglo I: desde el Concilio de Jerusalén. Eso de «tiempo posconciliar» es un término impreciso e impropio, para referirse sólo al Vaticano II; porque este último concilio continúa los anteriores y ratifica todo lo de los anteriores: no puede haber solución de continuidad entre las otras asambleas ecuménicas de la Iglesia y la que terminó el año pasado.

Esto mismo lo dirá, años después, ante miles de personas. Pero, en el verano de 1966, esas frases son sus primeras reflexiones en voz alta: el respingo mental inconformista de quien no intenta adoptar el color de la moda imperante, no se acamaleoniza.

Escrivá recurre a todos los medios para pedir por la Iglesia, «desde la Jerarquía hasta el último de los bautizados». Y, para el día 4 de agosto, fiesta de santo Domingo de Guzmán, organiza un viaje a Bolonia, en la región Emilia-Romagna, porque desea celebrar la misa en el templo de San Domenico, donde se conserva el arca sepulcral del santo fundador de los dominicos.

Van en el Fiat 1100, que no tiene aire acondicionado. Están en plenos días de canícula. Por la autopista, el calor se deja sentir como plomo derretido. Durante el trayecto, a la ida y a la vuelta, Escrivá recomienda a sus tres acompañantes -y lo hace con insistente interés- que recen mucho por los religiosos. No necesita decirles que ésa no es la espiritualidad del Opus Dei; pero sí les subraya que «el estado religioso ha sido y sigue siendo absolutamente necesario en la Iglesia».

Javier Echevarría suele ayudar a Escrivá, cada día, en el momento más importante de su jornada: cuando celebra la misa. Sería lógico que se hubiese acostumbrado. Sin embargo, no es así. Y, en concreto, esa misa del Padre en San Domenico deja en él tal impresión, tal muesca, que, evocándolo veintiocho años después de aquel viaje, escribe: «Tengo muy viva en la memoria la devoción con que celebró aquella misa. Digo esto porque, si cada una de sus misas era ya una sacudida fuerte para quienes la presenciaban, en aquella de San Domenico, notamos, palpamos que nuestro Padre rezaba de un modo muy especial por el estado religioso: con amor, con gratitud. Yo diría que… con predilección.»

Un rasgo personalísimo, inconfundible, de Josemaría Escrivá de Balaguer es la naturalidad con que pasa de lo más sublime a lo más pedestre; y, al revés, de lo más común a lo más eminente. Sin cortes bruscos, sin necesidad de echar el telón o de abrir paréntesis. ¿Y eso por qué? Por su constante noción de saberse en presencia de Dios. Para él, es algo tan natural como respirar, o como sentirse alojado bajo la capa del cielo. Desde ese prisma, nada humano le es indiferente. Antes bien, está persuadido de que todo lo que tiene un bisel humano puede tener, debe tener, un bisel divino.

Si hubiese entomólogos de santos, a Escrivá deberían clasificarlo como un santo todoterreno: un santo de los que están en lo real. Como dijo el poeta, en «lo tan real, hoy lunes».

En ese correlato se entiende el siguiente suceso.

El 15 de agosto, fiesta de la Asunción de la Virgen, y día en el que todos los miembros del Opus Dei consagran sus personas, sus trabajos y sus apostolados al Corazón Dulcísimo de María, el Padre pasa a la zona de la administración, para estar un rato con Blanca, Begoña, Dora y Rosalía. Les habla de las resonancias históricas y familiares que esa fecha tiene para los de la Obra. Y estando así, en conversación de asunto tan elevado, de pronto se acuerda de… lo del pollo.

Lo del pollo es que, la víspera, mientras Escrivá, Álvaro y los Javieres trabajan entre libros y papeles, oyen durante varios minutos un estridente cacareo. Suena muy cerca. Se miran con caras de extrañeza, porque ese sonido no es habitual allí en el Castelletto. Pero no dicen nada.

Al día siguiente, 15, es la gran celebración. A la hora de comer, mesa de fiesta y, como gran festín, un pollo muy engalanado. Ya en el primer bocado notan que está duro y correoso. Disimulan. Nadie hace el menor comentario.

Cuando entra la doncella para retirar los platos y servir el postre, Escrivá le pregunta:

-Rosalía, hija mía, ¿de dónde habéis sacado este pollo?

-Fueron a comprarlo ayer, en el pueblo. Lo trajeron vivo. Lo matamos aquí, por la tarde.

Ah, eso explica los cacareos de la víspera. Y también, la agarrotada dureza de la vianda.

Ahora, de tertulia con sus hijas, Escrivá les sorprende, pasando de la Asunción a la gastronomía, sin más transición que una simpática sonrisa:

-Mirad, siendo yo un niño, oía comentar a mi padre, que era un buen cazador: «la perdiz, por la nariz». Con ese refrán quería decir que los animales, después de sacrificados, hay que dejarlos algún tiempo antes de comerlos. Los cazadores -según me explicaba mi padre- suelen colgar la caza por el cuello, hasta que las piezas caen al suelo por sí mismas, cuando se desprende el cuerpo de la cabeza. Entonces, la carne está ya a punto para ser comida. Pero no antes, porque el trauma de la muerte produce una rigidez muscular, y la carne se queda muy dura. De ahí que haya que esperar unos días. «La perdiz, por la nariz.» Son sabios los refranes… ¿No veis, hijas mías, que en las tiendas, en las pollerías, tienen las piezas colgadas, y pasa bastante tiempo desde que las sacrifican hasta que las venden? ¿No os habíais fijado? ¡Pues… debéis ser más «fijonas»!

No les menciona el pollo del mediodía. Ni falta que hace. Con la mayor amenidad, les ha enseñado algo útil que ellas no tenían por qué saber. Lecciones de cosas. «Lo tan real, hoy lunes.»

Pocos días después, dejan el Castelletto del Trebbio y se trasladan, por carretera, hasta Abrainville, un pueblo cercano a Etampes. Allí los del Opus Dei en Francia han buscado una casa. Un chalé en el campo. El Padre quiere ver a sus hijas y a sus hijos franceses.

A eso va: a dar alientos a sus apostolados y a pulsar el bordón de sus almas. Sí, sus almas. La otra vez que estuvo en Francia, Escrivá rehusó probar el vino. Bebió sólo agua mineral. Y como alguien, extrañado, le preguntase si es que no le gustaba el vino de Francia, respondió:

-Con ser buenos los vinos franceses, a mí, de Francia, me interesan más las almas.

Cada día, nada más terminar de comer, salen desde Abrainville hacia París. Allí, en Dufrenois, está un rato con sus hijos. No ha ido a otra cosa. Alguna escapada al mercado de anticuarios y ropavejeros, al popular marché du puces, y poco más. En sus desplazamientos utiliza un Citroën 4L de matrícula francesa, que le han prestado, para no llamar la atención con el vehículo de matrícula romana.

El 30 de agosto va a Couvrelles, en los alrededores de Soissons. Couvrelles es una noble casona, no muy grande pero armoniosa, con sus fachadas del xvii, rodeada de bosque y con un bello estanque. Es un centro internacional de encuentros donde, a lo largo del año y sin interrupción, van a desarrollarse coloquios culturales, conferencias, cursos intensivos de formación doctrinal, retiros, convivencias, etc. Al mismo tiempo, desde la administración, se atenderá la residencia, una escuela de hostelería y actividades para matrimonios.

Escrivá consagra los altares de Couvrelles. Y, ya con la puesta del sol, fuera de la casa, tiene una tertulia inolvidable con hijos suyos de Francia, Alemania, Bélgica, Holanda, Suiza, Italia y España que, sentados en los peldaños de piedra de la doble escalinata, se sienten interpelados por el brío y el calor de sus palabras:

-¡Nadie puede guardarse para uno mismo el tesoro de la fe, ni el tesoro de la vocación!

En 1967, encuentran unos terrenos en venta cerca de Roma, por la zona de la via Flaminia llamada Saxa Rubra, Piedras Rojas. Ahí se levantará la sede definitiva del Colegio Romano de la Santa Cruz, Cavabianca, capaz para alojar a más de doscientas personas, con instalaciones deportivas, zona ajardinada; y una vivienda anexa, del todo independiente, para la administración: Albarosa.

Acometer la financiación y construcción de estos edificios será para Escrivá de Balaguer una de sus «tres últimas locuras».

En realidad se trata de una locura muy cuerda. De una parte, la expansiva mundialización de la Obra y el aumento de vocaciones amplían, cada nuevo curso, el número de alumnos que pasan por el Colegio Romano. En Villa Tevere viven prácticamente hacinados, estirando demasiados años ya una situación de provisionalidad. De otra parte, esa misma acrecida y esa extensión del Opus Dei hacen cada vez más necesario que Villa Tevere se dedique al fin propio para el que se concibió: ser la sede central del gobierno de la Obra, con las oficinas y servicios administrativos de apoyo: los del Consejo general, de los varones; y los de la Asesoría central, de las mujeres.

Este año, en abril, Escrivá está en Lourdes. De ahí va a Pamplona. Después, Molinoviejo (Segovia), Pozoalbero (Jerez), Lisboa, Fátima… La crisis de la Iglesia se ha agudizado. El mismo Pablo VI lo denuncia durante su visita a Fátima.(6) Monseñor Escrivá acomete una ronda de oración y de predicación, una ronda itinerante, que le llevará por esos mundos de Dios, sin parar ya, hasta que muera.

No le gusta ser «figura estelar», ni que se hable de él en los periódicos; pero ahora acepta ser entrevistado para los grandes rotativos del mundo: Time, Figaro, New York Times, L’Osservatore della Domenica… Se sirve de la megafonía de esos medios de masas, de tiradas millonarias, para hablar de Dios a todo volumen.

A primeros de octubre, se preparan en Pamplona encuentros multitudinarios del Padre con los Amigos de la Universidad de Navarra. Tertulias en el campus, a la descubierta, con más de 35.000 personas. Tertulias sin guión, sin ensayo, sin trampa ni cartón: «preguntadme lo que queráis y yo os respondo…». Literalmente: tertulias, a la buena de Dios.

En el ínterin pasa tres semanas de agosto en Gagliano Aterno, en los Abruzzi. La casa es de la baronesa Lazzaroni, que se la ha ofrecido para que descanse. Un caserón antiguo, con algunos detalles arquitectónicos muy originales que Escrivá le irá señalando al arquitecto Javier Cotelo, para que los dibuje con cuatro trazos, «por si sirven en Cavabianca». Así, una columna baja y rechoncha, a la que bautiza como «la chaparrita». Y cuando, años más tarde, la vea reproducida en Cavabianca, alta y esbelta, la llamará castizamente «la bien plantá».

La casa dispone de un oratorio familiar. En una lápida se afirma de modo rotundo que san Francisco de Asís estuvo en este lugar. Al recorrer la vivienda, el primer día, Escrivá lee ese texto de la lápida, pero no dice nada.

Poco tiempo después, cita allí, en Gagliano Aterno, a dos hijos suyos, miembros del Consejo general, para que salgan por un día del ferragosto romano, dejen el trabajo y le acompañen, en esa ronda de oraciones que ha iniciado, a visitar un santuario de la Virgen.

Uno de los que vienen es Giuseppe Molteni, un lombardo, oriundo de la Brianza, doctor en química y en teología, seglar y administrador general del Opus Dei. El Padre, familiarmente, le llama Peppino.

Mientras se hacen los preparativos de última hora para la salida, le lleva al oratorio y le muestra la lápida. Después, bromeando comenta:

-Chico, Peppino, es difícil, ¡dificilísimo!, encontrar en Italia un sitio, aunque sea muy recóndito, donde no se diga que allí estuvo san Francisco de Asís, o que allí estuvo Garibaldi. No me lo negarás: ¡sois un poco triunfalistas en los recuerdos…!

-Certo, certo… Es una costumbre muy difundida por toda Italia, para dar realce a los distintos lugares: aquí estuvo Leonardo da Vinci, aquí Torcuato Tasso, aquí Il Dante, aquí Garibaldi… Così facciamo patria!

Escrivá ríe a carcajadas, divertido, por el desparpajo y el acento lombardo de Peppino.

Marchan todos, menos Javier Echevarría. La noche anterior le sentó mal la cena y tiene el estómago revuelto. No es nada importante; pero prefiere no meterse en carretera con mal cuerpo y el calor pegando duro. El Padre indica a las de la administración que, a su hora, le dejen la comida ya servida, en unas cazuelas térmicas que tienen; de modo que no sea preciso que pase nadie a atenderle durante el almuerzo.

Javier Echevarría se da cuenta, entonces, de cómo el Padre vive lo que predica. Y recuerda lo que tantas veces le ha oído decir:

-Yo me fío de cada una de mis hijas y de cada uno de mis hijos, al cien por cien. Pero pienso que es una norma de prudencia que jamás coincidan ninguno con ninguna, a solas, en una habitación. Y esto, no solamente para los seglares. También para los sacerdotes. Así lo he vivido yo desde los comienzos.

»Dando gracias a Dios, puedo decir que jamás he estado con una hija mía a solas, fuera del confesonario, para hablar con ella. Siempre me he hecho acompañar de otras personas. En los primeros tiempos, cuando no contaba con sacerdotes, a veces rogaba a mi madre o a mi hermana Carmen que me acompañaran, que estuvieran presentes en mi conversación con aquella o con aquellas hijas mías, mientras les iba dando la formación sobre el espíritu de la Obra.

»En ocasiones, mi madre o Carmen no estaban disponibles. Entonces pedía a alguno de vuestros hermanos -Álvaro del Portillo, Pedro Casciaro, Paco Botella- que vinieran conmigo. Al que fuera, le decía: «Tú no abres el pico. Te pones en un lugar discreto de la habitación, rezas, encomiendas la tarea apostólica de la Obra y no intervienes para nada. Pero es preferible que yo no vaya solo.»

»Doy muchas gracias a Dios, por esta prudencia que el Espíritu Santo puso en mi alma, desde que era muy joven: yo no he tenido otro maestro, para tantas y tantas cosas de la fundación del Opus Dei. Y no tenía a quien referirme: porque, como es lógico, las luces el Señor me las daba a mí, para que llevase a cabo este nuevo camino.

La vida en aquel caserón está muy limitada, porque hay poco espacio para pasear. De vez en cuando salen de la casa con el coche. Al llegar ante la cancela, junto a la vivienda de los guardeses, Escrivá encarece a alguno de los Javieres que se adelante a abrir y cerrar la puerta:

-Bastante quehacer les damos ya, con que tengan que estar atentos a la manutención de la casa. Por eso, como un acto de caridad, y para que vean que no queremos darles más trabajo, cada vez que salgamos, adelantaos uno de los dos… Así dejamos tranquilos a este matrimonio y a sus hijos.

Y siempre que salen o regresan, tiene para ellos unas palabricas de saludo afectuoso, con el coche en marcha, pero detenido, mientras abren o cierran la cancela:

-¿Cómo se encuentran? ¿Qué tal va el trabajo? Yo lamento darles más ocupación en estos días que nosotros estamos aquí… Pero les recuerdo, a diario, en la Santa Misa. Pido por esta familia. Pido por lo que tengan ustedes interés…

Al principio, los guardeses reaccionaban con reservas y timidez. Pero, al paso de los días, Escrivá se los gana con su trato inmediato y sencillo. Poco a poco, son ellos los que se acercan a dar y tomar ese ratito de conversación. Quizá no saben expresarlo, pero lo que les atrae es que aquel monsignore no les habla desde la condescendencia señorial, sino desde la cordialidad sacerdotal.

Hay por los Abruzzi, en el pueblo de San Felice d’Ocre, una casa de convivencias del Opus Dei, Tor d’Aveia, donde ese año pasan por vez primera sus vacaciones los del Colegio Romano. El Padre se desplazará hasta allí en varias ocasiones, para estar con esos chicos.

Al llegar, va en directo a saludar «al Señor de la casa». Comenta a quienes le acompañan que, en esa temporada, al hacer la genuflexión, suele decir: «Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo, gloria a santa María, y también a san José… ¡Jesús, te amo! Gracias a los ángeles que te hacen la corte.»

Luego está siempre un buen rato con sus hijas, que atienden la administración. Se interesa por todo: si están contentas, si rezan mucho, si hacen excursiones, si sacan tiempo para leer, si se alimentan bien, «pero sin poneros gordas, porque en estos pueblos acostumbran a tomar comidas con mucha grasa».

Otro día, pide ver las cocinas, el menaje, el material de electrodomésticos con que trabajan.

Otro, dirigiéndose a Blanca Nieto, y con un tono de voz vibrante, percutiente, dice algo muy sencillo pero que, a aquellas mujeres, afanadas de sol a sol en el quehacer de sacar adelante la residencia, va a abrirles un formidable horizonte de proyección: el prójimo más próximo. El mismísimo pueblo donde, hasta ese momento, han vivido aisladas en su propia cápsula:

-¡Directora… que tengáis todas mucho espíritu apostólico! En este pueblo, sí, en éste, tenéis que haceros muy amigas de todas las mujeres, de las hijas, de las niñas… Y procurad ir dándoles una formación cristiana profunda (…). Yo quiero que este centro sea un foco de apostolado para todo el pueblo. Y que luego se beneficie toda la comarca. Si sois apostólicas, lograréis que se superen esas rivalidades tan propias de los pueblos latinos más cercanos, que están siempre unos contra otros. Con vuestra caridad, con vuestro servicio, con vuestro interés por todas las personas de aquí, llegaréis a los pueblos vecinos, después de haber dejado una huella honda entre las mujeres que viven en este pueblo de San Felice d’Ocre.

No es un horizonte utópico. Está al alcance de la mano. ¿Almas? ¡Están ahí mismo, a la vuelta de la esquina! Una vez más, «lo tan real, hoy lunes».

Y después de estar con ellas, pasa a estar con ellos. Se le ve disfrutar con lo que unos y otros le cuentan. En esos años empiezan las indumentarias masculinas de colores y estampados agresivos: una moda rompedora de la monótona griseidad milrayas. Escrivá bromea con un joven estadounidense que lleva una llamativa camisa color naranja, con pantalones a cuadros verdes:

-¡Pero, hijo mío, ¿es que vas a una caseta de feria?!

Se preocupa porque hagan deporte. Y, aunque a él eso del fútbol le parece «un fabuloso desorden», les anima a que organicen partidos y se desfoguen «chutando fuerte». En los años cincuenta, ya se ocupó de que los alumnos del Colegio Romano, que en Villa Tevere no tenían donde dar dos pasos, jugasen al fútbol en las instalaciones públicas de Acquacetosa. Y él mismo se acercaba muchas mañanas, unos minutos, porque disfrutaba viéndoles jugar.

Pero, cuando vuelve otro día, ve que uno lleva un brazo entablillado y otro va con muletas y una pierna escayolada. Se lleva las dos manos a la cabeza, como para dar más viveza a su asombro:

-¡Hijos de mi alma! ¿Qué me hacéis? Os dije que hicierais deporte y ejercicio… ¡pero sin exageraciones! Yo no digo que no ocurran estas cosas, una dislocación, o algo así… y no me estoy metiendo con este hijo, que está muy majo con el brazo en cabestrillo. Pero sí digo que no arriesguéis más de lo que se debe, si veis que no podéis hacer ese esfuerzo, que no llegáis, que os supera… Sedme prudentes, también en esto. Si no, el Padre, que es padre y madre de cada uno de vosotros, se preocupa más de lo que podéis imaginar.

Después, aparte, con orgullo de padre, y riéndosele toda la cara dirá:

-¡Qué barbarotes son! ¡Me da una alegría verlos tan sanos y tan fuertes…!

Luego, con las guitarras y unas maracas, cantan alguna canción. Él les pide noticias apostólicas de los distintos países. A los sudamericanos les estimula, para que se esfuercen en su formación humanística:

-Lo que voy a decir no es crítica; pero por desgracia, hijos, en vuestros países…, a veces, el bachillerato no es muy fuerte y no todas las carreras se hacen con la debida profundidad… ¿me explico?

A los ingleses les espolea para que tengan «la audacia de meterse en el alma de los demás»:

-Habéis sido educados en un exquisito respeto a la privacy de los demás. Y eso es una virtud muy laudable; pero, hijos míos, el respeto no puede servir de excusa para desentenderse de una ayuda que, como cristianos, estamos obligados a prestar a los demás (…). Vosotros, sintiéndoos muy ingleses, tenéis que meteros sin miedo -si es necesario, haciéndoos un poco de violencia, eh…- en la vida de los demás. Es la manera de que esa nación vuestra, que ha prestado tan grandes servicios a la humanidad, continúe prestándolos con el verdadero sentido cristiano al que estáis llamados. No me olvidéis, hijos míos ingleses, que vuestra tierra es una encrucijada y, desde allí, se puede hacer mucho bien, o mucho mal. No podéis caer en la omisión de no interesaros por la gente de vuestra tierra. Si no os preocupáis de los que conviven con vosotros, con mucho más motivo os desentenderéis de quienes viven lejos, en lo que antes se llamaban las colonias. Y, a esas personas ¡tenéis el deber de seguir ayudándolas…!

Aquellos días de Gagliano Aterno terminaron pronto. Escrivá trabajó en lo que luego sería el Codex, el código, el Derecho del Opus Dei.

Al redactar ese Codex, Escrivá se anticipa. Piensa en un lejano «después». Quiere dejarlo hecho, porque sabe que la autoría le incumbe a él, como fundador. Pero en esos momentos lo que ni sabe ni sospecha es que, transcurridos apenas dos años, tendrá que convocar -con urgencia- un congreso extraordinario del Opus Dei, para debatir y aprobar precisamente ese Codex. Nadie puede intuir, ese verano de 1967, que el cerebro de un hombre está maquinando ya una amenaza grave, muy grave, para la Obra.

Un año después, a mediados de julio de 1968, Josemaría Escrivá, acompañado de Javier Echevarría, visita a su amigo el cardenal Angelo Dell’Acqua, vicario del Papa para la diócesis de Roma: va a despedirse de él. Al comentarle que se marcha por unas semanas al norte de Italia, porque le han prestado una casa cerca de Varese, junto a un pueblecito llamado Sant’Ambrogio Olona, al cardenal se le iluminan los ojos:

-¡Pues si vamos a estar al lado…! ¡Qué buena cosa! Yo soy de Sesto Calende, muy cerca de Sant’Ambrogio… y pienso estar allí unos días de vacaciones en agosto. Iré a verle, sin falta…

Al salir de la sala donde han estado hablando, Dell’Acqua se dirige a Echevarría, que ha esperado fuera. Cambia con él un par de frases amables. Después, aprovechando que Escrivá ya se aleja a paso ligero, le dice en tono de exhorto confidencial:

-Tenetemelo da conto! ¡Cuidádmelo mucho! Mi fa tanto bene parlare con lui! Es un verdadero servicio para mi alma, cada una de las conversaciones que tengo con monseñor Escrivá de Balaguer… Arrivederci!

La casa de Sant’Ambrogio Olona es una villa de tres pisos. Tiene un jardín francés, muy bien cultivado, con rosaledas y estrechos caminillos bordeando las orlas geométricas que forman los setos de boj. Un jardín para admirar de lejos; pero tan perfectamente cuidado que cohíbe andar por él. Frente a la casa hay una explanada. Muchas tardes, Escrivá pasará ahí un rato de tertulia con sus hijas que, como otros años, se encargan de la administración. Han venido también Begoña Múgica, Dora del Hoyo y Rosalía López. Se les ha incorporado una aragonesa, rubia y de ojos muy azules: María José Monterde.

El 18 de julio, nada más llegar, Escrivá les pregunta:

-¿Habéis pensado qué horario vamos a seguir?

-Si le parece bien, podríamos hacer, más o menos, como en Roma…

-Lo que a vosotras os venga mejor. Organizadlo y nos lo pasáis por escrito.

Al poco, María José le entrega una cuartilla donde -como acostumbran- han marcado las horas de desayuno, comida, merienda y cena; las que necesitarán para hacer la limpieza de la casa y que, por tanto, ellos deben dedicar a pasear por fuera de la finca, dejando libre la zona; y también unos tiempos en los que ellas puedan utilizar el oratorio, sin coincidir juntos.

Escrivá lo lee despacio. Hace ademán de devolver el papel, sin alterar ni una coma de lo que sus hijas proponen. Pero entonces pide una pluma. Se apoya sobre la mesa del comedor, donde están, y escribe con fuerza: «¡No os matéis limpiando!»

Más adelante, en distintos momentos, les dirá:

-Aprovechad estos días aquí, para cambiar de aires y de ambiente. No os compliquéis con el trabajo de la casa. No os metáis a dar cera y a hacer limpiezas extraordinarias. ¡Está todo muy limpio! A ver si sacáis algunos ratos, para que salgáis y os distraigáis un poco… ¡Me daríais una gran alegría!

El 19 de julio tienen ya la primera visita: Silvia Bianchi y Rita di Pasquale. Son dos mujeres jóvenes de la Obra. Se han acercado desde Milán, para traer algunas cosas que hacían falta en la casa. El Padre quiere verlas, y pasa un rato con ellas en el cuarto de estar. Con mucho brío les habla de apostolado. Las espolea a que en Italia «tiren del carro» las italianas, «y que las españolas puedan regresar a su país». Les sugiere embarcarse en tareas sociales, obras corporativas del Opus Dei, «que nazcan de modo espontáneo para servir a las gentes de este país en algo que de verdad necesiten: no debéis imitar, ni copiar lo que se hace en otros lugares; aquello va bien allí, pero aquí puede ser más adecuada o más necesaria otra labor».

Esa tarde les habla también, más que de «la virtud» como algo abstracto, de «las virtudes» en concreto: la caridad, la sinceridad, la laboriosidad, la alegría…

Durante estas conversaciones, breves pero casi diarias, en Sant’Ambrogio Olona, Escrivá trata temas muy diversos, pero hay dos en los que incide y reincide: el trabajo bien hecho y la fidelidad a la Iglesia. Aprovecha todos los encuentros para pedir a sus hijas que recen intensamente por el Papa y por la Iglesia. Se nota que es una preocupación que no le deja.

El día 22, Álvaro del Portillo, Javier Echevarría y Javier Cotelo han marchado a Varese, que es la ciudad más cercana, para hacer unas compras. Escrivá se ha quedado trabajando en la casa. Por la tarde, está unos pocos minutos con María José y con Begoña:

-Han ido a Varese, entre otras cosas, a comprarle una boquilla a don Álvaro. Este hijo mío, para vivir la pobreza, apura tanto y tanto las cosas, que la boquilla que usa está ya toda quemada, rayada… ¡hecha un asco! Así que, con ese pretexto, les he hecho salir a que se distraigan.

Comenta después que están en el día de Santa María Magdalena. A Escrivá le gusta la figura de esa mujer, «loca de amor» a Jesucristo. (7) Él la llama, con regusto popular, «la Magdalena».

-¡Quién sabe cómo sería aquella mujer! A lo mejor, comparada con algunas de hoy, hasta pasaría por una buena persona (…). Nosotros también tenemos miserias. Sí, las tenemos. Pero no deben abatirnos, porque acudimos enseguida a Dios Nuestro Señor. Le pedimos ayuda y Él nos perdona. ¡Siempre nos perdona!

Con esa «fácil facilidad» que le permite pasar, sin transición, de lo más espiritual a lo más material, les da las gracias por «la estupenda mesa que me habéis fabricado».

Esto fue que, a los dos días de llegar, les dijo:

-Hijas mías, yo voy a trabajar en el dormitorio que me habéis puesto. Pero, la verdad, la mesita que hay allí es muy pequeña, poco capaz de extender papeles. Por favor, mirad a ver si por algún rincón de esta casa encontráis otra mesa que nadie esté usando, y que sea más amplia…

Ellas buscaron arriba y abajo. Al fin, en el sótano vieron una mesa de ping-pong, dividida en dos mitades con ensambladura. Tomaron uno de los dos tableros, lo forraron con papel de embalar, y lo instalaron en el dormitorio del Padre, sobre los mismos trípodes del ping-pong.

Ahora que está con ellas, se le ve sinceramente agradecido:

-Trabajo muy bien ahí. ¡Que Dios os lo pague! (8)

En esa mesa improvisada, Escrivá redacta un importante documento doctrinal, en forma de carta, que toma el título de las primeras palabras con que arranca: Fortes in fide. Una carta fuerte, para alertar y poner en vigilancia al Opus Dei del mundo entero, en esta hora difícil de deserciones, de rebeldías frente a la autoridad, de teologías fraudulentas, de morales engañosas, dentro de la Iglesia. Hora triste. Hora amarga, en la que se palpa aquello de que corruptio optimi, pessima: la corrupción de lo mejor es lo peor.

Trabaja también en la lectura de sus viejos cuadernos de Apuntes íntimos: libretas escritas a modo de diario, que empiezan en 1930. Detrás de cada fecha, Escrivá anotaba reflexiones espirituales suyas, confidencias de su vida interior; incluso, vivencias sobrenaturales. En realidad, empezó a tomar esas notas en torno al año 1926. Pero el primer cuaderno lo destruyó más tarde: lo quemó. Abarcaba los tiempos inmediatamente antes y después al 2 de octubre de 1928, fecha en la que vio el Opus Dei.

Ahora, cuando Del Portillo o Echevarría le preguntan por qué, se refiere a aquella época como a una sucesión de episodios excepcionales, inenarrables. Para no entrar en detalles -se nota que no quiere hacerlo- llama a esos años «la historia de las misericordias de Dios». Y, como explicación de haber quemado el primer cuaderno, les dice que «Dios hizo, en su momento, cosas maravillosas a través de un pobre instrumento»; y que él está persuadido de que «con el correr de los tiempos, cualquiera que hubiese leído aquellos escritos, habría pensado que el sacerdote protagonista de tan inmensos favores era una persona muy santa y de muy alta espiritualidad».

Si hasta aquí ha hablado de modo impersonal, llegado a este punto Escrivá asume, rotundo, el sujeto de la oración, para declarar en primera persona del singular:

-Y yo, que me conozco muy bien, aunque no del todo, sé lo que soy: un pobre hombre, un pecador que ama con locura a Jesucristo; pero un pecador muy grande.

Pese a tales argumentos, Álvaro y Javier le insisten, durante todo el verano, en la conveniencia de rehacer ese cuaderno.

-Aunque escriba sólo lo que haya quedado más grabado en su memoria, Padre, eso supondría para después, para todos, algo de muchísimo valor…

-No, no. Si me niego a recomponerlo, no es porque tantos y tantos favores de Dios -que realmente los hubo- se hayan borrado de mi alma. No. Es que me daría miedo añadir un poquito de mi interpretación humana, y desviarme, siquiera mínimamente, de la verdad de cómo acaecieron los hechos.

Este forcejeo es como un ritornello de las conversaciones en Sant’Ambrogio Olona. Cada vez que Escrivá hace algún comentario sobre los Apuntes íntimos que anda leyendo, surge la «invitación» a que ponga por escrito aquellas vivencias, trazos de relieve en la historia de la Obra.

Con buenos modos, pero dando por zanjada la cuestión, el Padre responde:

-Es inútil que insistáis. Ya he dicho claramente que ni puedo, ni quiero, ni voy a escribirlo.

Y no se le ve dudar o vacilar acerca de si debe o no debe escribir lo que, entre Dios y él, ocurrió en aquellos años.

Cuando se habla del momento inicial, cero más uno, del Opus Dei, Escrivá es extremosamente parco. Como si las intimidades de Dios a las que él tuvo acceso ya no le pertenecieran. O como si un delicadísimo pudor le impidiera levantar el velo de ciertas comunicaciones, de ciertos carismas, de ciertas gracias… gratis datae.

En adelante, y ya para siempre, toda curiosidad, todo interés por saber cómo surgió, cómo nació, cómo se fundó la Obra, tendrá que conformarse con la más lacónica explicación. Una escueta sílaba: vio. El 2 de octubre de 1928, Escrivá de Balaguer vio el Opus Dei.

Ver , aquí, es un verbo que señala una acción física mucho más que una operación metafísica: un acto fisiológico, empírico, sensitivo, que requiere unos ojos vivos, sanos, abiertos, despiertos y ¡mirando!

Ver -incluso, más que tocar- es un modo de comprobación de la realidad que no admite vuelta de hoja. El resultado es la evidencia. Una evidencia que se clava en las retinas. Quien ha visto así, no necesita echar mano de la fe.

Cuando Escrivá utiliza esa expresión, vi, está queriendo decir exactamente lo que dice. No entendí: vi. No intuí: vi. No creí: vi.

Escrivá no tuvo una visión: Escrivá vio. Lo vio porque le fue puesto delante de los ojos. Sin estar buscándolo deliberadamente en ese instante. Lo vio, cabe decir, a pesar de estar mirando hacia otra parte, hacia otra cosa: en efecto, aquella mañana del 2 de octubre de 1928, Josemaría se había retirado a su habitación -en la calle García de Paredes, de Madrid- y estaba ordenando unas fichas de anotaciones de asunto espiritual, que venía escribiendo tiempo atrás. Pero, en un preciso momento, mirando los papeles, «no vio esas anotaciones que tenía delante de los ojos, sino que Dios quiso que viese la Obra, tal como había de ser al cabo de los siglos». (9)

Y allí, en Sant’Ambrogio Olona, sobre la media mesa de ping-pong, Josemaría Escrivá decide no rehacer aquel viejo cuaderno, no relatar al pormenor el instante cero más uno del Opus Dei. Quizá porque la plomada de la verdad no necesita dar muchas explicaciones.

En ese verano de 1968 se produce el aplastamiento de la Primavera de Praga. Un golpe de fuerza de los tanques soviéticos arrasa de cuajo el incipiente resurgir de las libertades públicas en Checoslovaquia.

Escrivá sigue la marcha de la situación, no ya día a día, sino hora a hora, atento a los boletines informativos de la radio. Se le ve sinceramente desolado por ese revés para la libertad del pueblo checoslovaco. Por las mañanas, después de celebrar la misa, aun antes de sentarse a la mesa para desayunar, se pregunta en voz alta:

-¿Qué habrá ocurrido… qué estará pasando en Checoslovaquia?

Tal vez esa noche, como otras tantas, se ha mantenido en vigilia de oración durante horas robadas al sueño, pidiendo al Señor «por ese pueblo, que padece el atropello brutal de la tiranía comunista (…) ¡que todo se resuelva sin víctimas!».

En el comedor, paseando por el campo, durante la tertulia en el cuarto de estar, o al ver en la pantalla del televisor las reiteradas imágenes de archivo con voz en off, los sucesos de Checoslovaquia golpean su conciencia de hombre cristiano y su espíritu de hombre liberal. Una vigorosa rebeldía se le alza por dentro. Tiene que morderse los labios y tragarse las palabras de protesta. Luego, con serenidad, pero con el alma incandescente, comentará:

-Da mucha pena que los demás países se encojan de hombros, y callen, ante este abuso de poder de la URSS. Yo no entiendo… No puedo entender esa pasividad de occidente cuando, en nombre de una ideología, se invade una nación soberana. Comprendo que estamos en una «guerra fría» y hay que mantener ciertos equilibrios estratégicos, cierto tira y afloja… Pero me parece una gran farsa esta tolerancia. Y más aún, que la potencia agresora se siente en el Consejo de Seguridad de la ONU, con derecho de veto y de voto respetado por las otras naciones.

Pero su preocupación trasciende la política: le importa la verdad, la libertad, la justicia, la dignidad del hombre. Y por esa línea van sus reflexiones esos días:

-Esa omisión, ese lavarse las manos, esa no intervención en algo que repugna a la conciencia y a la mente de cualquiera que ame la libertad, tal vez sirva para justificar, más tarde, ciertas situaciones de colonización, dentro de lo que llamamos «mundo libre». Colonización -bajo el signo del poderío económico- de países subdesarrollados, a los que se les ofrecen ayudas y asistencias materiales. Sí. Y se les dan. Pero, a cambio, se les imponen unas condiciones que van contra el auténtico desarrollo, contra el verdadero progreso de los pueblos. Y sobre todo, van contra el derecho natural y contra la moral más elemental.

Aun cuando la prensa, la radio y la televisión, en sus unánimes condenas de la invasión de Checoslovaquia, ensalzan y heroifican el espíritu de la Primavera de Praga, Escrivá tiene las ideas bien claras y no se deja seducir por un señuelo de apariencia liberadora:

-La sublevación de Dubcek, y de todos los checoslovacos que le siguen, puede significar un buen indicio, un conato de ruptura del bloque soviético… Pero hay que rezar mucho, porque quienes encabezan ese movimiento se expresan como marxistas. Así, aunque rompiesen el cordón umbilical con Moscú, en el nuevo orden que construyeran tampoco habría una auténtica libertad. Donde hay marxismo no puede haberla.

No son comentarios sobre la epidermis de la actualidad. Son consideraciones profundas, que van más allá del mero análisis político del momento. Escrivá reacciona sacerdotalmente. Acude a Santa María, llamándola Estrella del Oriente, Stella Orientis, y le encomienda a ese pueblo «y a todos los países del telón de acero, donde la fe cristiana está hostigada y perseguida: para que vuelva a lucir el sol de la verdadera libertad y recuperen los derechos de la dignidad humana que les han quitado».

Paseando con Álvaro y con Javier Echevarría les dice una mañana:

-Estos días rezo mucho por Checoslovaquia. Me acuerdo de un modo especial de los obispos y de los clérigos de ese país, porque ellos están más expuestos a esa tremenda persecución que ha ejercido siempre el comunismo. Quizá ahora es de una manera más refinada, más sutil: sin hacer mártires; pero, eso sí, minando y destruyendo la personalidad de los católicos. Y ese acoso y esa hostilidad tienen que estar sufriéndolos también los laicos que se declaren católicos. Yo pido mucho por ellos. Las discriminaciones que les hagan, en el trabajo, o en el salario, o en la vida social, repercuten sobre sus familias. Y eso es muy triste… No me importa que pidáis permiso, en vuestra dirección espiritual, para hacer mortificaciones especiales por estas personas. Sufren desde hace años, pero ahora padecen todavía más y de un modo más violento.

Un mediodía, las encargadas de la administración ven que necesitan algo de fruta para el postre. María José Monterde toma el coche -un Fiat 1100 blanco, que han alquilado para esta ocasión- y se acerca al pueblo de Sant’Ambrogio, que está a un par de kilómetros.

En la finca hay variedad de árboles frutales, pero Josemaría Escrivá les ha advertido que no cojan la fruta:

-Aunque la veáis muy apetecible. Esos árboles son de los guardeses y no están dentro de lo que nosotros podemos usar.

Cuando María José vuelve con la fruta comprada, al entrar en el garaje con el millecento, ve el vehículo que utiliza el Padre aparcado en su lugar de siempre; pero en el interior están Escrivá, Del Portillo, Echevarría y Cotelo. Por el calor, tienen bajadas las ventanillas. Y eso permite a María José oír la voz megafónica de un locutor de radio. Hace unos días se les estropeó la radio de la casa y han recurrido a la del coche, para oír las noticias. María José cierra su millecento y sale del garaje sin detenerse, como si no les hubiera visto.

Por la tarde, el Padre está un rato con Begoña y con María José en la explanada, junto a la casa. En cierto momento, mirando hacia las montañas de los Alpes, espléndidas con sus cumbres nevadas, exclama:

-¡Cómo me gustaría verles! Mis hijas y mis hijos suizos están ahí, detrás de esas montañas. ¡Cuánto me acuerdo de ellos! ¡Iría con tantas ganas a decirles lo bien, lo requetebién que están trabajando!

Después se dirige a María José:

-María José, este mediodía te vi llegar en el coche. Has estado en el pueblo, ¿no?

-Sí, Padre. Necesitábamos fruta…

-Y ¿con quién has ido?

-He ido sola. Era un recado rápido. Además, está muy cerca.

-Pues, hija mía, no me gusta que vayáis solas por estas carreteras tan desprotegidas… Puede ocurriros algo: una avería, un mareo… y ¿quién os ayuda?

El Padre quería escaparse a Suiza, para ver a los de la Obra que viven y trabajan allí. Y, a los pocos días, hace un viaje rápido. Pero no es para ver a sus hijos. Es para ver a su Madre. Como está próxima la fiesta de la Asunción de la Virgen, propone ir de romería al santuario mariano de Einsiedeln.

Unos días antes de viajar a Einsiedeln, acelera un poco el trabajo que tiene entre manos: la revisión de originales de la carta Fortes in fide. A Javier Echevarría que, además de su custodio, es su secretario, le entrega unos cuantos folios escritos, para que los ordene. Al momento, regresa Javier a la habitación donde Escrivá está trabajando:

-Padre, falta una página… Se debe de haber quedado por aquí…

-No, no… aquí no está. Búscala, porque te he entregado todo el material.

Javier revisa los papeles recibidos y constata que, en efecto, falta un folio. Vuelve donde Escrivá, que está muy embebido en la tarea.

-Padre, he mirado bien… Nada… Ese folio no aparece…

Escrivá le responde de un modo terminante, con impaciencia:

-Pues aquí no está. Así que… tienes que tenerlo tú. Se te habrá caído por el camino…

Javier mira el cesto de los papeles, que está junto a la mesa de Escrivá, y lo ve muy repleto.

-¿Y no estará en la papelera? A lo mejor lo ha rasgado por equivocación…

Escrivá sigue escribiendo y no contesta. Javier toma la papelera y se la lleva al cuarto donde había instalado su «oficina».

No han transcurrido ni tres minutos, cuando el Padre entra en esa habitación. Se acerca despacio, por detrás. Ve a Javier enfrascado en la minuciosa tarea de recomponer un puzzle de pequeños trozos de papel que, poco a poco, van dando, exactamente, el folio de texto perdido.

-Javi, hijo mío… ¡perdóname! Tenías razón. Y, encima, mira el trabajo de más que te estoy dando. Era yo quien debía haber buscado con más cuidado… Hijo, me has dado una lección, para que otra vez no esté tan seguro de mí.

Y ya no se mueve de allí, ayudando -casi tímidamente- a Javier: cortando trozos de cinta adhesiva, para que él vaya pegando los fragmentos. De cuando en cuando, con pesadumbre sincera, insiste en pedirle perdón:

-Y además de perdonarme, hijo, ofrece todas estas molestias por mí… ¡ya ves cuánto necesito que me ayudéis, para trabajar y para mejorar!

El viaje a Einsiedeln es muy rápido: treinta y dos horas, entre la ida, la estancia y la vuelta. Al volver trae, para sus hijas, una caja de chocolatinas suizas. Se le nota cansado: «No lo oculto: nos hemos metido encima un buen tute. Pero hemos ido a ver a la Virgen, así que… ¡ha valido la pena!»

El verano en Sant’Ambrogio Olona discurre apacible. Escrivá comenta alguna que otra vez:

-¿Estará ya en su casa de Sesto Calende el cardenal Angelo Dell’Acqua? Es extraño que, a estas alturas de agosto, no haya dado señales de vida…

Un día vienen, desde Milán, dos mujeres del Opus Dei: Maribel Laporte y Maria Grazia Grossi. Pasarán allí unas horas y regresarán por la tarde. Aprovechando el viaje, traen «correo» que el consiliario (10) de Italia envía al Padre. Como es usual, va en un sobre cerrado que debe de contener algún informe o alguna consulta que afecta al gobierno de la Obra. Escrivá toma el envío. Charla un ratito con las recién llegadas. Después, sube a su cuarto. Una vez allí, abre el sobre. Después de comer, vuelve a estar con Maribel y con Maria Grazia. En la mano lleva otro sobre similar al anterior, y también cerrado.

-Hijas mías: no deberíais haber traído este «correo» (hace un gesto leve, rápido, señalando el sobre que sostiene en la mano, como dando a entender que el «correo» que le entregaron esa misma mañana está ahí dentro). Cuando lleguéis a Milán, se lo decís con muchísimo cariño al consiliario: que el Consejo general está en Roma, no en Sant’Ambrogio Olona, y es allí a donde debe enviarlo. Porque el Padre, aunque sea el fundador y el presidente general, forma parte de ese Consejo… Yo no gobierno solo. Yo sólo soy un voto. Y este asunto que aquí me plantea tienen que verlo y estudiarlo y decidirlo más personas… ¿Se lo diréis así, de mi parte, con mucho respeto y con mucho cariño?

Al finalizar agosto, dejan la casa de Sant’Ambrogio Olona. Antes de partir, recolocan todo tal como estaba cuando llegaron. Despojada del forro de papel de embalar, la mesa de Escrivá vuelve a ser lo que era: el tablero de ping-pong. Regresan a la canícula romana.

Algunos días después, llega a Villa Tevere una tarjeta postal remitida desde Sant’Ambrogio. Es de monseñor Dell’Acqua. Explica que, por motivos de trabajo, ha retrasado mucho sus vacaciones. Pero que, nada más llegar, ha ido a visitarles, deseando poder tener una conversación larga y sosegada con su amigo Josemaría. Después, bromeando, añade que monseñor Escrivá se ha convertido en un uccel di bosco, un pájaro del bosque, dificilísimo de localizar.

Para el verano de 1969, alquilan una pequeña casa en el campo, también al norte de Italia, cerca de Milán, en Premeno, un pueblecito de la localidad de Intra, a menos de un kilómetro del lago Maggiore.

La casa, Villa Gallabresi, está rodeada por una franja de jardín con pinos altos. Como queda muy aislada y desprotegida, en medio del campo, ya antes de ir, Escrivá indica que instalen el oratorio en la segunda planta, para que esté mejor custodiado. En ese mismo piso pondrán los cuatro dormitorios: el suyo, el de Álvaro del Portillo y los de Javier Echevarría y Javier Cotelo, que, como ya es costumbre, conduce el coche: a partir de este año, es un Mercedes 320 de color amaranto, carmesí muy oscuro, con matrícula de Roma EO8342. El vehículo tiene ya siete u ocho años de uso, pero está muy bien conservado. Se lo han regalado a monseñor Escrivá, para facilitarle sus viajes largos por las carreteras de Europa. (11)

En la planta baja de la casa se hallan el cuarto de estar, el comedor -que también les sirve de lugar de trabajo en común-, la cocina y el planchero. En el último piso, para mejor garantizar su independencia, se alojan María José Monterde, Begoña Múgica, Dora del Hoyo e Inés Cherubini, que atienden la administración de la casa.

Una escalera central comunica las distintas plantas. Esta escalera, de trazado muy empinado y altos peldaños, le permitirá a Javier Echevarría hacer un importante descubrimiento sobre la vida interior de Josemaría Escrivá.

En efecto, a los pocos días de estar allí, se percata de que el Padre sube y baja muy frecuentemente esas escaleras, entre ocupación y ocupación, o incluso interrumpiendo una sesión de trabajo o un rato de lectura. No es difícil darse cuenta, porque los peldaños son de madera vieja y crujen. Javier presta atención, para saber a dónde va el Padre en todos esos viajes. Pronto sale de dudas: Escrivá no hace más que vivir su costumbre habitual de «escaparse» un instante, y otro, y otro, al sagrario más cercano. Sólo que aquí resulta más incómodo.

Por otra parte, el lugar es muy húmedo: no hay día que la casa no amanezca envuelta en brumas y nieblas, o que no llueva durante varias horas. En ocasiones, la niebla es tan espesa que impide ver más allá de los pinos del jardín. Cuando, a las dos o tres horas «levanta», a lo lejos aparece, azulmente bellísimo, el lago Maggiore, como un espejismo de cristal.

Esa humedad afecta a Escrivá. Se le hinchan las rodillas y le duelen las articulaciones: los hombros, los codos, las muñecas, las rodillas. Por el dolor, cojea al andar. Mucho más, cuando sube y baja escaleras. Pese a ello no disminuye sus visitas, breves pero frecuentes, a Jesucristo en el sagrario.

Éste de 1969 es un verano de intenso trabajo y de intensa oración. Escrivá, Del Portillo y Echevarría preparan el material que ha de utilizarse en el Congreso extraordinario del Opus Dei, que acaba de ser convocado en junio. El texto base no es ni más ni menos que el Codex, el Derecho particular de la Obra.

Pero ¿por qué, ahora, un Congreso extraordinario?

A los ojos de muchas personas, es un modo de seguir unas indicaciones generales de la Santa Sede, dadas a partir del Concilio Vaticano II, para que toda institución eclesial revise sus constituciones, sus reglamentos, sus carismas fundacionales, a fin de «acomodarse a las necesidades pastorales de los tiempos».

Durante ese invierno, en Roma, Escrivá ha recordado una vez más, ante los diversos dicasterios de la Santa Sede, que el Opus Dei no tiene nada que ver con las órdenes y congregaciones religiosas, ni con los institutos seculares, ni con los de vida consagrada, ni con las sociedades de vida común; y también, que él no necesita que le autoricen a revisar sus estatutos, ya que tiene esa facultad, de modo propio, como fundador. (12)

Sin embargo, por un motivo bien distinto, le interesa convocar esa cita congresual: tiene constancia fehaciente de que se está urdiendo un nuevo y gravísimo ataque, no ya contra la fama y la imagen de las personas de la Obra, o contra sus apostolados, sino contra las estructuras del Opus Dei y su engarce en la Iglesia. Por ello, entre otras razones, para tutelar el camino jurídico de la institución, convoca este Congreso extraordinario.

En 1960 y en 1962, había dado pasos «oficiales» en el Vaticano, exponiendo que el Opus Dei ya no era de hecho un instituto secular, aunque lo fuese de derecho; y que la figura jurídica que mejor se le adecuaba era la de una prelatura. Entonces, ¿qué sucede ahora? ¿De qué nuevo ataque se defiende Escrivá?

Josemaría hace averiguaciones y logra saber que se ha creado una Comisión -para revisar el status jurídico del Opus Dei- en la que hay varias personas «notoriamente hostiles a la Obra», que han manifestado sus prejuicios y su animadversión, en público y en privado, repetidamente. Con los nombres y los testimonios de esas «muestras de parcialidad beligerante», Escrivá interpone un recurso en la Santa Sede, recusando e impugnando esa Comisión.

Pablo VI, en persona, se encargará de desbaratarla.

Con todo, la actividad de esos dos o tres eclesiásticos «contrarios» al Opus Dei consigue generar en algunos ambientes vaticanos un clima enrarecido, incómodo, hostigante, de desconfianza -de diffidenza, se dice en italiano- hacia la Obra. Uno de esos altos clérigos, que maneja muchos hilos de información y de influencia, despliega -con tanta avidez como tenacidad- una auténtica caccia alle streghe, una caza de brujas, viendo personas del Opus Dei detrás de todo cuanto ocurre a su alrededor.

Con esa preocupación en el ánimo, se entienden mejor las subidas y bajadas de Josemaría Escrivá por la crujiente escalera de Villa Gallabresi, buscando el sosiego consolador de Jesucristo.

Como en otros veranos, el deporte será jugar a le bocce y caminar. Pasean por las afueras de algunos pueblos cercanos al lago Maggiore: Intra, Arona, Lantino, Stresa… A veces, se acercan a algunos puestos de baratijas. Al Padre le gusta descubrir «chucherías»: algún muñeco gracioso que pueda servir como un regalo de broma, el día de la Befana. Así, paseando por Arona, ve un soldadito alpino de madera, que cuesta doscientas veinte liras.

-¡Mirad! ¿Se lo llevamos a Umberto, como broma? ¡Seguro que le gusta mucho!

Tiene su «historia» lo del alpino: desde que era un muchacho, el doctor Umberto Farri, abogado, ha mostrado un gran entusiasmo por la vida castrense. Cuando hacía el servicio militar, en algunas tertulias, contaba chistes muy divertidos cuyo protagonista era siempre un coronel, un colonnello. Como esas historietas animaban la vida en familia, el Padre le instaba a «hacer el número»:

-¡Anda, Umberto, cuéntanos algún chiste de tu colonnello…! ¿O se te ha acabado ya la cuerda?

Otro día, en otro puesto, encuentran un pequeño perro de caza que mueve la cabeza y lleva en la boca un faisán:

-Éste podría irle bien a Paco Vives, tan aficionado a las cacerías en sus buenos tiempos…

Escrivá ha cogido un pato amarillo de goma. Lo mira y se echa a reír:

-Ahí tenéis al anatroccolo, de nuestro Peppino…

Ha pronunciado anatroccolo, bajito, imitando el acento lombardo, el deje milanés tan característico de Giuseppe Molteni, Peppino.

De este modo, con desenfado, al aire del vivir, el Padre les enseña a estar pensando siempre en los demás: a quererse como una verdadera familia, y también a economizar unas liras, adquiriendo esos muñequitos con suficiente antelación y mucho más baratos que en las tiendas de Roma.

El 10 de julio, después de la merienda, el Padre y don Álvaro del Portillo están un rato con las que llevan la administración de la casa. Sale a la conversación que Auma y Mumbúa, dos africanas kenyatas, de color, miembros de la Obra, van a llegar a Roma, con idea de permanecer algunos años «romanizándose» y bebiendo el espíritu del Opus Dei en su propio manantial.

-Las tenéis que ayudar para que se adapten pronto. Pensad que para ellas todo es nuevo y diferente: el clima, la vida en la ciudad, las comidas, los horarios, el idioma…

-Padre, ya están estudiando el castellano…

-¡Pobrinas, les costará mucho!… Supongo que ya sabéis por qué, aunque la Obra es universal, y no es ni de aquí ni de allá, su idioma es el castellano… ¿No lo sabéis? Eso se decidió ya hace años, en el Congreso general de 1956, como una deferencia hacia España, que es donde la Obra nació. (13)

Pocos días después, el 15, vuelve a estar con ellas. Han venido de Milán Silvia Bianchi, Sofía Varvaro, Tina y alguna otra. El Padre les habla de la necesidad de allegar vocaciones italianas para la Obra, sin reclinarse en la ayuda de las españolas:

-Aquí, en Italia, hay almas maravillosas… No seáis cobardes. Habladles de Dios. Habladles mucho de Dios. Y del Opus Dei. Necesitáis ser más. Las mujeres de la Obra tenéis que desempeñar en la sociedad civil los mismos trabajos que desempeñan los hombres, los mismos, llegando a donde ellos llegan. Y además, tenéis que sacar adelante las administraciones de nuestros centros. De modo que, lo dicho: ¡necesitáis ser más!

Del Portillo se ha incorporado a la reunión cuando ya estaba empezada. En ese momento Escrivá está pidiéndoles que recen por la Iglesia. De pronto, recuerda haber leído en algún periódico de esos días la expresión «un sacerdote social»:

-Cuando al oro o a la plata se les pone un apellido, es que no son ni oro ni plata de ley. El sacerdote es sacerdote, y basta. Su misión es exclusivamente espiritual: la cura de almas. Y en cuanto se sale de ahí, mal. (14)

Le preocupa, le lacera la desbandada de tantos sacerdotes que, en esos años de desbarajuste posconciliar, cuelgan la sotana y abandonan su vocación. Si alguna vez habla de ello, se le contrae el rostro y se le quiebra la voz:

-Tenemos que rezar más… porque hay sacerdotes que no quieren hacer oración, ni guardar los sentidos, ni hacer examen de conciencia… ¡y es el desastre!

»En la Obra todos, jóvenes y menos jóvenes, tenemos que hacer oración, tenemos que guardar los sentidos, tenemos que hacer examen de conciencia… y si no, ¡es el desastre! (15)

Escrivá acusa este verano una alarmante pérdida de visión, sobre todo en el ojo derecho. Al principio piensa que es algo transitorio, y no dice nada. Pero, como transcurren varios días y la dificultad continúa, se lo comenta a Del Portillo y a Echevarría:

-Me cuesta mucho leer, porque apenas veo. Con frecuencia la visión se me queda como borrosa, como difuminada. Cuando más lo noto es celebrando la Santa Misa. Pienso que convendría resolverlo ¿no?, que me vea un oculista… Y, mientras tanto, ¡paciencia y buen humor! De momento, procuraré trabajar y leer. Y el día que no pueda, ofreceré al Señor esa molestia, esa limitación.

El 28 de julio van a Milán. Conduce el coche el doctor Calogero Crocchiolo, médico y miembro del Opus Dei. Aparcan junto al número 7 de la calle Corso di Porta Vittoria. Allí está la consulta médica del oculista, profesor Romagnoli. Tienen cita con él.

Romagnoli le hace una revisión en profundidad. Le dilata la pupila y le mira el fondo de ojo. La habitación está en penumbra. Todos, en silencio. Romagnoli se sienta muy cerca de Escrivá. Enciende el haz de luz del oftalmoscopio y lo dirige hacia uno de los ojos del paciente. Mientras explora, las mejillas de uno y otro casi se rozan. Se siente la proximidad del aliento.

-Scusi, monsignore, ma bisogna trovare l’ottimo punto di mira… para ver cómo están organizadas esas cataratas que se le están formando.

-L’ottimo punto di mira! Yo le pido a Dios, en este mismo momento, que usted y yo tengamos siempre un buen sentido sobrenatural: que ése sea nuestro «punto de mira». Así enfocaremos todas las cosas como Dios quiere: para su gloria.

Pocos días después, el 31 de julio, vuelven a Milán para un asunto de trabajo. Toman il traghetto, un transbordador para pasajeros y vehículos, y atraviesan el lago Maggiore.

Regresan ya atardecido. Pero el Padre quiere ver a sus hijas, porque les ha comprado unos paquetes de golosinas en el embarcadero y, además, tiene que comunicarles que el 4 de agosto se van a Einsiedeln, como hicieron el año anterior.

-Esta vez estaremos casi tres días fuera, así que tendréis que ir a misa a Premeno, o a Intra… Y, como no podéis dejar nunca sola la casa -porque el Señor se queda en el sagrario-, organizaos en dos turnos. ¡Ah, y aprovechad esos tres días para descansar un poco, salir al jardín, que os dé el aire…! Invitad a las de Milán… Lo que queráis, menos meteros en limpiezas extraordinarias, ¡que os conozco!

María José y Begoña observan que el Padre tiene mal aspecto. Y se lo dicen:

-Padre, tiene usted cara de cansado…

-Es que en Milán hemos estado trabajando. Pero a mí me descansa más trabajar que no trabajar. No trabajar me consume…

-De todos modos, Padre, desde que llegó de Roma no ha parado: ¿qué podríamos hacer, para que descansara?

-Yo sólo descansaría… si pudiera olvidarme de la Obra. Pero ¡no quiero olvidarme de la Obra! ¿Y de Dios? De Dios, no. De Dios no podría olvidarme, porque… me moriría. (16)

Escrivá no suele preocupar a su gente con problemas que no van a poder resolver. Por ello, no comenta las vicisitudes concretas del trabajo que tiene esos días sobre su mesa: la fórmula jurídica del Opus Dei. Pero quienes charlan a menudo con él, pueden coger al vuelo, con facilidad, la música -ya que no la letra- de lo que es su anhelo, su afán, su «intención especial». Así que el 1 de agosto, hablando con sus hijas, hace este comentario:

-¿La «intención especial»? Sólo la sacaremos rezando. Y rezando mucho. No queremos votos… ¿Cómo se hará la vinculación de una persona con la Obra? Pues… con un contrato civil. Sí, hijas, ¡no me miréis así!, con un contrato civil. Yo amo la libertad. No quiero a nadie a la fuerza. Me basta con la honradez de mis hijas y con la hombría de bien de mis hijos, para confiar en su entrega. Volveremos a la primitiva idea del fundador… Hemos tenido que ir por otro camino, pero llegará el momento en que se nos abrirá el nuestro. (17)

El día 4 salen hacia Suiza, para hacer la romería a la Virgen de Einsiedeln. Al despedirse de las que se quedan en la Villa Gallabresi, el Padre les da la bendición y, como esas mamás que a la hora de partir se ponen a enumerar todo el repertorio de posibles peligros, empieza y no acaba:

-Que descanséis… Que comáis bien… Que no os metáis en limpiezas… Celebrad mucho el santo de Dora… Por las noches, cerrad todo bien y asegurad las puertas…

El 6 de agosto regresa Escrivá. Como la casa de Premeno está en lo alto de una colina, ven llegar el coche, cuando aún está lejos. El Padre viene radiante. Siempre ocurre así, cuando va -como él dice- «a ver a la Virgen».

-Esta vez no os he traído chocolatinas de Suiza. Pero os hemos comprado unas sorpresas… me parece que os van a gustar… Por lo menos, os durarán más que el chocolate.

Sí, realmente, las sorprende: les ha traído a cada una un broche muy bonito de bisutería.

En un aparte con María José y Begoña, les sugiere:

-Éste, como es un poco más bueno, me gustaría que se lo dieseis a Dora, que es la mayor. (18)

Dora es cocinera y hace muchos años que pertenece a la Obra.

Estos detalles de cariño son constantes. Una tarde bastante desapacible, con el cielo nublado y amenazando tormenta, María José le comenta que están esperando a dos chicas de la Obra, que vienen de Milán.

-Pues, con este tiempo, no me gusta que estén en la carretera. En cuanto lleguen esas hijas mías, les dais un café con leche bien caliente, y que se vuelvan enseguida, no vaya a descargarles encima la tormenta. (19)

Ese mismo verano, desde Villa Tevere le comunican que se ha recibido un telegrama de Pablo VI acompañando una medalla de bronce dorado, como muestra de afecto y felicitación por el XXV aniversario de la primera ordenación sacerdotal de profesionales del Opus Dei: los ingenieros Del Portillo, Hernández de Garnica y Múzquiz.

A Escrivá, entre tantas tensiones y malos ratos como le ocasionan la diffidenza y las añagazas de «los buenos… enemigos», ese gesto amable del Papa le sabe dulce como las uvas moscateles. De gratitud, se le saltan las lágrimas. Últimamente, llora mucho, mucho, pero procura que no le vea nadie. Es posible que Álvaro lo sepa, porque escucha sus confidencias. También Javier puede haberle visto llorar, en silencio, mientras le ayuda a celebrar la misa.

El 26 de agosto, a punto ya de irse de Premeno, Javier Echevarría entra en el cuarto de Escrivá. María José y Dora están allí ordenando algo. Al verlas, hace ademán de retirarse. Pero se gira rápido y, parado en el umbral de la puerta, les dice:

-El Padre está sufriendo mucho, por razones que no son del caso. Nosotros conocemos muy poco… Pero os lo digo para que recéis más… ¡Todavía más! (20)

Es cierto que el Padre está sufriendo mucho. Dos años después, en Roma, el 25 de marzo de 1971, en una tertulia de muy pocos, les confesará a sus hijos:

-Ahora me río, incluso a carcajadas, yo solo. Me río, porque tengo presencia de Dios, si no… ¡qué cosas diría! Pero, hace dos años, he llorado mucho. Esas lágrimas, en la misa, no imagináis qué consuelo dan… aunque queman los ojos. Esta serenidad de ahora, como las lágrimas de entonces, son cosa de Dios. (21)

El año 1970 ha sido duro para Josemaría Escrivá. El clima de hostilidad y de desconfianza en los ambientes eclesiásticos es como una nube fría que hiela el corazón. Esa diffidenza se siente en Roma, y quizá sólo en Roma, entre ciertas élites del alto clero; pero a Escrivá le embebe en congoja. Hasta que un buen día -exactamente, el 1 de mayo- decide, súbitamente, cruzar el océano, ir a México, y plantarse -así, plantarse- a los pies de la Virgen Morena de Guadalupe, durante horas y horas.

Sin prisa, que es como están los pobres cuando piden limosna. Con toda la calma del mundo. Y con toda la pasión. ¡Alma, calma! Un día y otro y otro… Una novena de días de ronda, de plegaria, de ruego insistente, hasta conseguir, hasta tener la certeza moral de que la Señora ha escuchado la súplica y está obteniendo la solución. De rodillas en una alta tribuna de la basílica guadalupana, o abajo, agarrado a las verjas de hierro, con confianza de hijo, Josemaría ha pedido -casi, casi, ha reclamado- cosas muy serias, muy determinantes, para la Iglesia y para el Opus Dei.

El verano, otra vez en Premeno, es una continuación de esa novena de México: hablar y hablar con la Virgen.

Escrivá se ha llevado varios libros de teología, de patrística, de historia universal y de literatura. Pero su trabajo, estas semanas de agosto, consiste en estudiar a fondo las conclusiones del Congreso extraordinario celebrado en Roma el año anterior.

El día 6 de agosto, por la mañana, después de hacer su media hora de oración, cuando se dispone a revestirse para la misa, le dice a Javier Echevarría que está allí con él, en el pequeño oratorio de la casa:

-Siéntate un momento, por favor…

Ha hablado en voz baja, con un tono especialmente humilde y conmovido. Javier se sienta en una de las sillas que hay frente al altar. Escrivá, sin mirarle a él, clavando los ojos en el sagrario, como si quisiera poner a Jesucristo por testigo de lo que va a decir, le cuenta:

-Esta misma mañana me ha ocurrido algo, y quiero que lo sepas. Hace un rato, estando yo en mi cuarto, antes de venir al oratorio, mientras con la mente y con el corazón le insistía al Señor en que la Obra tiene que poder hacer toda la labor de almas para la que Él ha querido que exista en esta tierra, sentí que el Señor ponía en mi alma unas palabras de la Escritura… Esas palabras me han llenado de confianza y me han dado un empuje nuevo, para arreciar en la petición; para ser perseverantemente rezador; y para instar a mis hijas y a mis hijos a que no dejen nunca ¡ni un solo instante! la oración, que es la única arma del Opus Dei… Lo que he escuchado en mi interior ha sido: Clama, ne cesses!… Esas palabras me han venido, sin yo haberlas buscado ni pensado… No sé… Estoy muy conmovido… Se me ha reproducido por dentro aquel mismo ambiente de los comienzos de la Obra…

Después, Javier observa al Padre mientras celebra la misa: junta las manos, palma con palma, y apoya su frente sobre ese pináculo de dedos. Cierra los ojos y se recoge muy concentrado. La consagración, pausada, desgranando las palabras lenta, lentísimamente, casi dejándolas caer, sílaba a sílaba, sobre la hostia y sobre el vino. Las genuflexiones, los besos al altar, los textos recitados… todo, con una singular unción. Se nota, se palpa, se siente que Escrivá está adentrado en Dios. Una gota de sudor, cayéndole frente abajo por la mejilla derecha hasta remansar en el mentón, delata que esa intensa «presencia de Dios» le está costando un empeñado esfuerzo.

Clama, ne cesses! Es un fragmento de las profecías de Isaías: «¡Clama, no ceses! Haz resonar tu voz, como una trompeta, y declara a mi pueblo sus maldades, y sus pecados a la casa de Jacob.» (22)

Hace tan sólo tres meses, el 8 de mayo, cuando Josemaría Escrivá ya había decidido hacer esa larga y costosa peregrinanza a la Villa de Guadalupe, poniendo mucha tierra y mucho mar por medio, tuvo otra locución interior, inesperada, imprevisible, con palabras volantes oídas con nitidez, sin error. Se trataba también de un texto de la Sagrada Escritura: si Deus nobiscum, quis contra nos? Si Dios está con nosotros, ¿quién está contra nosotros?

Repitió y paladeó esas palabras, como si las escuchase por primera vez. Sabía que eran un incisivo fragmento de san Pablo a los Romanos. Sin embargo, para él habían sonado como un mensaje nuevo, novísimo… ¿Por qué? Fue entonces a buscar el texto de san Pablo y reparó en que lo que él acababa de oír -y aún seguía oyéndolo en su alma- no era exactamente igual a lo que estaba escrito en la Epístola a los Romanos. Ahí en el libro leía: si Deus pro nobis, quis contra nos? Pero él había oído: si Deus nobiscum, quis contra nos? Esa diferencia, esa variación le indicaba que no era su subconsciente «repitiendo» mecánicamente algo meditado muchas veces antes. No. Una voluntad ajena a la suya había querido expresar eso… y no lo otro: nobiscum, y no pro nobis. Así de sencilla y así de incontestable es la prueba que distingue un episodio psicológico de un suceso sobrenatural.

Ahora, ante el clama, ne cesses!, sobrevenido como un aldabonazo en la puerta cuando no se espera a nadie, Josemaría se estremece -porque siempre lo sobrenatural impresiona y hasta atemoriza-, pero enseguida se siente anegado de paz: Dios, como tantas y tantas veces, le está llevando la mano y le está diciendo, al oído del alma, lo que tiene que hacer.

Desde Villa Gallabresi hacen varias escapadas a Castel d’Urio, cerca del lago Como, donde hay una casa de convivencias del Opus Dei. Van con Escrivá, como casi siempre, Álvaro del Portillo, Javier Echevarría y Javier Cotelo, que conduce el vehículo. Escrivá mantiene allí diversas tertulias y conversaciones con sus hijas y con sus hijos.

En otra ocasión, pasan a Suiza, que está a muy pocos kilómetros. Desde Il Ticino, y avizorando el horizonte, rezan por los apostolados de la Obra en el país helvético. Al regresar, como Álvaro y Javier E. son fumadores, el Padre les sugiere que compren tabaco, «porque aquí será más barato que en Italia».

Javier E. se acerca a la tabacchería y allí le informan que está autorizado pasar un cartón por persona.

-Pues, si es un cartón por persona, como somos cuatro, compra cuatro, y así tenéis dos para cada uno.

Al llegar a la frontera, los carabinieri les plantean un pequeño problema aduanero:

-Scusino, signori, hanno qualcosa da dichiarare nelle valigie?

-Mi sembra di no, abbiamo solo lo stretto consentito.

-Ma, che cosa, in concreto?

-Quattro stecche di sigarette.

-Scusino, ma sono troppe e non si può passare una quantità simile…

Y ahí se inicia una exasperante conversación con el más joven e inquisitivo de los carabinieri, que parece disfrutar habiendo pillado en flagrante a tres clérigos. En estas, Escrivá que ha estado callado, interviene dirigiéndose a Javier Echevarría:

-No des más vueltas, Javi. Si dice que no podemos pasar cuatro cartones, volvemos al sitio donde lo hemos comprado, aunque sea una pérdida de tiempo y, posiblemente, la dejación de un derecho… Pero, al menos, evitamos que este carabinero se lleve un disgusto, y nosotros nos ahorramos el estar aquí, discutiendo por unas cajetillas de cigarrillos.

Ya de regreso en Villa Gallabresi, Escrivá habla un momento a solas con Javier:

-Mira, hijo, a mí no me importa hacer el ridículo por defender una causa justa y seria. Pero, cuando se trata de algo sin importancia, es bueno tomar todas las medidas de prudencia para no dejar en mal lugar a unos sacerdotes, como nos ha ocurrido hoy en la frontera. Cualquiera que haya visto toda esa operación que hemos tenido que hacer, ha podido sacar la impresión de que intentábamos pasar algo de contrabando, saltándonos la ley, incumpliendo el deber… Y por esa falsa impresión, alguien puede haberse escandalizado.

»En el futuro, tú procura ser más prudente, siempre que de algún hecho -por inocente y correcto que sea- pueda derivarse una consecuencia que desedifique a alguien: aunque sea una sola persona, y aunque sea con escándalo farisaico.

Como el verano anterior, también éste de 1970 van a Milán. En una de esas breves estancias, se acercan a la catedral: una auténtica joya de piedra, con su fachada gótica, sus ciento treinta y cinco pináculos y sus dos mil trescientas estatuas giganti ornamentando las columnas exteriores.

Una vez dentro, Escrivá pregunta al encargado de custodiar el templo:

-Prego, signore, può dirmi dove si trova la cappella del Tabernacolo?

-Cosa?

-Il Tabernacolo dove si trova?

-Mi dispiace, ma non lo so… Prima era qui, dopo è stato cambiato di posto… e adesso non lo so…

Escrivá intenta no traslucir en el rostro el dolor que le ha producido esa respuesta: «no lo sé». Él no se explica que se pueda estar trabajando dentro de una catedral, días y días, sin preocuparse por saber dónde está «el Señor de la casa». Recorren el recinto a paso rápido hasta que encuentran la capilla del Santísimo. Una vez allí, Josemaría avanza hacia el altar. Se hinca de rodillas y, muy pegado al sagrario, rompe a decir en voz baja, cálida, vibrante, viril, lo que le sale del alma:

-Señor, yo no soy mejor que los demás, pero necesito decirte con todas mis fuerzas ¡que te quiero!… Te quiero, por los que vienen aquí y no te lo dicen… Te quiero, por los que vendrán aquí y no te lo dirán… (23)

Y así, de rodillas sobre el frío pavimento, continúa rezando y rezando, hasta que Álvaro del Portillo se acerca por detrás y le toca en el hombro.

Caglio es un pequeño pueblo de montaña en el norte de Italia, cerca del lago de Como y a unos ochenta kilómetros de Castel d’Urio. En ese tranquilo lugar del Comasco, que ni siquiera viene en los mapas, alquilan una casita, Villa Sant’Agostino, para pasar varias semanas entre julio y agosto de 1971. Como siempre, instalan el oratorio en la mejor habitación del piso alto, que ofrece mayor seguridad. En esa misma planta, los dormitorios. Abajo, el comedor, la cocina, el cuarto de estar que servirá también como lugar de trabajo en común. Esta vez la casa es más reducida y todos han de limitar su libertad de movimientos.

Josemaría Escrivá y Álvaro del Portillo llegan cansados, «breados» por un año de trabajo muy exigente y en el que determinadas «buenas personas» del Vaticano -concretamente, uno- han seguido dando pábulo a esa atmósfera de desconfianza, de diffidenza, contra la Obra, que dura ya demasiado tiempo.

Este año 1971, en los momentos más inclementes, Escrivá repite unas palabras, una especie de «oración de bolsillo», que escribió a vuela pluma, para dejarlo todo en las manos poderosas de Dios:

«Señor, Dios mío, en tus manos abandono lo pasado, lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno.»

A Caglio viene a descansar. Y él descansa recogiéndose, engolfándose, en intimidad con Dios.

Como ocupación se ha traído el estudio de una porción muy concreta de la Biblia: los cinco libros del Pentateuco.

El mismo día de la llegada, después de cenar, ven el telegiornale. El viaje ha sido largo -ocho horas de carretera- y siente el cuerpo «abollado». Javier Echevarría les informa:

-Por este canal van a dar ahora mismo una película: «La canción de Bernardette», de la actriz Jennifer Jones. Es muy antigua, yo la vi hace muchos años, pero me pareció que estaba hecha con bastante respeto…

Cuando llevan tres cuartos de hora de película, y -como dice Javier Cotelo- «ya estábamos metidos en harina», estalla una tormenta y se va la luz. El apagón afecta a toda la casa. Por un instante se quedan decepcionados y desconcertados. Entre otras cosas, no saben moverse a ciegas por una vivienda que todavía desconocen. Con el mechero encendido, Javier E. sale a buscar unas velas o una linterna.

Charlan un rato, a la luz de la vela. Álvaro del Portillo intenta ver, a través de los cristales, si en la casa de los guardeses hay luz. Pero todo está a oscuras.

-Esto no tiene trazas de arreglarse…

Escrivá está comentando la película: «aunque se nota que es antigua, el tema está tratado con dignidad, sin cursilería…». Al oír a Álvaro, indica:

-Bueno, esperemos unos minutos más. Y si no llega la corriente, nos vamos a hacer el examen y le ofrecemos al Señor esta pequeña contrariedad, por los apostolados de la Obra. No es una gran cosa, pero la vida espiritual, como la humana, está tramada con pequeñeces de este porte.

También este verano va a ver a sus hijas y a sus hijos italianos, que pasan una temporada de descanso y de formación en Castello d’Urio. En una de esas visitas saluda a Giuseppe Molteni, miembro del Consejo general, que, desde hace años, convive con el Padre, bajo su mismo techo, en Villa Tevere. Molteni es un enamorado de la región lombarda y habla siempre con gran cariño de la Brianza, su tierra natal: de sus gentes, de su historia, de sus paisajes… El Padre, nada más verle, le abraza con fuerza. Y, enseguida:

-¡Peppino, hijo, ya estamos en tu salsa, en tus dominios! ¡Venga! A ver si organizas una salida a la Brianza, y nosotros te acompañamos. Así, sobre el terreno, rezamos por esos paisanos tuyos tan trabajadores, tan responsables, tan majos… ¡Y que salgan de ahí muchas vocaciones!

Otras excursiones son «utilitarias», visitando fábricas de muebles por la zona del comasco, en los alrededores del lago de Como. La localidad de Cantú es famosa por sus industrias de carpintería y ebanistería. Escrivá toma nota de precios, modelos de mobiliario, encarecimiento por transporte, etc., y pide folletos y tarjetas comerciales. Tiene en la mente la futura instalación de Cavabianca, definitiva sede del Colegio Romano de la Santa Cruz, que ya está en plena construcción. Pasado algún tiempo, cuando llegue el momento de adquirir los muebles, dará a Helen G. Monfort y al equipo de instalaciones todos esos catálogos y direcciones, para que vayan a «tiro hecho» y puedan «comprar calidad, eligiendo, y a precio de fábrica».

Los paseos a pie suelen ser por el lungolario de la ciudad de Como. Casi todos los días van a Como, la antigua Oppidum de los galos, la Bovum Comun de los romanos. Y siempre entran en la catedral. Allí están un rato. Escrivá quiere acompañar a Jesucristo en el Tabernáculo. Después se sientan en algún banco de la nave central y, quietos, sin hacer recorridos turísticos por el templo, observan las excelentes obras de arte: los tapices de Ferrara, de Florencia, de Amberes; la Sacra conversazione de Luini; la cappella del Crocifisso; las Nupcias de María; iltempietto de la pila bautismal, la decoración del crucero dedicado a la Assunta… De vez en cuando, Escrivá se fija en un detalle ornamental -por ejemplo, el artesonado del techo-, que puede servir a la hora de decorar algún oratorio de la Obra. Entonces le pide a Javier Cotelo:

-Mira esos cassettoni… Toma algún apunte rápido para que nos acordemos después de esa combinación del dorado y de los colores.

Cuatro años más tarde, estudiando en Roma con César Ortiz-Echagüe y otros arquitectos cómo resolver la ubicación de la caja del órgano en Torreciudad, que se les ofrece muy complicada, Escrivá aporta una posibilidad: «¿qué tal si la ponéis delante, cerca del altar, en un lateral?». Esa idea no es un ingenio de su imaginación, sino un suministro de su memoria: Escrivá ya había visto esa solución, mientras observaba la catedral de Como. En efecto, allí hay dos soberbias cajas de órgano del siglo xvi, situadas delante, a ambos lados de la nave central.

Una mañana, antes de iniciar la cuesta abajo del acceso a Como, se detienen junto a los puestos de los vendedores de fruta. No es un mercado. Son gente de la huerta que montan sus rústicos chiringuitos a pleno sol, con unas tablas sobre unas banastas. Escrivá se fija en el hombre que despacha tras el puesto de sandías. Es un tipo rudo, bajo, enjuto y muy moreno. Ofrece su mercancía en un tosco cartel: Cocomeri, 100 lire al chilo.

-¿Compramos sandía y se la llevamos a vuestras hermanas? Así les ahorramos tener que ir ellas a comprarla… Anda, Javi, aunque tú eres «de piso», mira a ver si consigues una bien madura.

Al Padre le hace mucha gracia la seriedad de Echevarría y, adrede, le provoca o le pone en situaciones como ésta, un poquito «novedosas»; y más, con todos cerca, mirándole…

Javier baja del coche. Se dirige al puesto y comienza a hablar, no con el vendedor, sino con su hijo: un niño regordete de pocos años.

-Buon giorno! Senti, ragazzo, tu che sei esperto, cercami un cocomero maturo…

El padre del chaval extiende el brazo y señala con el dedo:

-Prendi quello là!

El niño va, dando pasos cortitos y rápidos, coge la sandía y se la entrega a Javier sin decir palabra.

-Tu pensi che è maturo?

-Lo ha detto mio padre…

Mientras el hombre del puesto pesa la sandía, Javier entabla un diálogo muy sencillo con el niño:

-Senti, ti trovo un po’ grassoccio; soltanto mangi cocomeri?

-Ma no, mangio anche pasta e pizza.

-Bueno, aquí te lo pasas muy bien ¡eh! aprendiendo de tu padre… Tienes que quererle mucho y ayudarle, para que se canse menos.

-Certo.

-De paso, ofrécele todo lo que haces al Bambino Gesú.

-Sì.

Esa misma noche, en un momento en que el Padre se ha quedado a solas con Javier, le comenta:

-Hijo, la próxima vez que nos paremos a comprar en el puesto de sandías, trata a ese pequeñín con muchísimo más cariño; no con cuatro frases para salir del paso. Tú piensa que, quizá, esa criatura no va a tener en su vida el influjo de una formación, de una catequesis cristiana… A lo mejor eres tú el único sacerdote que va a poder hablarle del bien, del mal, de Dios, de la Virgen… Y como, además, el padre está delante, y oye lo que le dices a su hijo, puedes despertar en ese hombre un interés por las cosas de Dios. Si das pie, con pillería, en esos minutos de conversación puedes meterte en su vida y dejar en su alma la garra de Dios.

A los pocos días se detienen de nuevo ante el vendedor. Escrivá hace un guiño a Javier E., mientras le dice:

-Anda, ya que acertaste a la primera, repite. Oye… ¡a ver si te luces!

Escrivá es un hombre que tiene «fijación» por Dios, es su pasión. Y cualquier cosa, por trivial que parezca, le lleva a Dios.

Los guardas de la casa de Caglio son un matrimonio con tres hijos. Una mañana, paseando por el reducido terreno que rodea Villa Sant’Agostino, Escrivá ve al guarda que maniobra con los aperos de jardinería. Junto a él, agarrándose a una de sus piernas, el hijo pequeño, que debe de tener poco más de cuatro años.

Observa al niño: las mejillas sonrosadas, los mocos asomando por la nariz, la boquita abierta, los ojos redondos de admiración…, no se pierde un solo movimiento de su padre.

Escrivá comentará después:

-Me ha conmovido la mirada de ese chiquitín… Le he tenido envidia de la buena. Y le he pedido al Señor, para nosotros, ese sentimiento de filiación: que deseemos estar siempre así, contemplando con admiración a nuestro Padre Dios, seguros de que Él lo hace «divinamente» bien; que, con su Providencia, cuida todo el campo donde tenemos que actuar…

El 23 de agosto, después de celebrar misa, mientras lee el periódico durante el desayuno, vuelve a sentir, como en otras ocasiones, una voz clara, nítida y cierta, que hace resonar en la techumbre de su alma unas palabras de la Escritura: adeamus cum fiducia ad thronum gloriae ut misericordiam consequamur!, vayamos con confianza al trono de la gloria, para que consigamos misericordia.

Y también esta vez tiene la prueba de que no es una simple evocación, una memorización fortuita de algo ya sabido: entre la frase, que él recuerda perfectamente, de la Epístola a los Hebreos, y esta que ha percibido de forma inesperada, hay una palabra diferente. El texto que él conoce de memoria dice ad thronum gratiae. Pero él ha oído ad thronum gloriae. Y, además, estas palabras se han espabilado en su interior con un sentido distinto al que le da el autor de la carta a los Hebreos: Escrivá entiende, sin asomo de duda, que el «trono de la Gloria» es la Virgen: trono de Dios, porque lo llevó en su seno.

Para los veranos de 1972 y 1973 encuentran una casa en Civenna: un pueblecito de montaña, cerca de la ciudad de Lecco. También en el norte de Italia, por la zona de los lagos y junto a la frontera con Suiza.

Mil novecientos setenta y dos. Escrivá se lleva mucho trabajo: sigue revisando el Codex del Opus Dei, y prepara la edición de dos libros de homilías que se publicarán bajo los títulos de Es Cristo que pasa y Amigos de Dios. Esta última, y Vía Crucis, Surco y Forja, serán obras póstumas.

Al día siguiente de llegar, se lanzan a hacer la marcha por un camino de tierra, cuesta arriba. Cuando apenas llevan cien metros recorridos, Escrivá hace una señal de «¡alto!»:

-Con estos zapatos de ciudad no podemos llegar muy lejos. Mejor es que volvamos a casa, tomemos el coche y vayamos a la localidad más próxima a comprar alpargatas o botas de andar por el campo.

-Lo que tenemos más cerca es Lecco, a veintitantos kilómetros…

-Pues ¡vamos a Lecco!

Una vez allí, Escrivá les sugiere, en lugar de ir a una zapatería, pasar antes por el mercado:

-Seguro que ahí nos venden botas de las que llevan los aldeanos, y mucho más baratas que en una tienda elegante.

Así es. Compran un par de botas para cada uno por diez mil liras, unas mil pesetas.

Y allí, en el animado bullicio del mercado, como si aquello fuera para él lo más normal del mundo, monseñor Escrivá se sienta sobre un cajón de frutas, se descalza, se prueba las botas, anda un poco, pisa fuerte y, echándole una sonrisa al hombre del puesto, comenta:

-Es la horma de mi pie. ¡Me las llevo puestas!

Lo de economizar en las compras, en Escrivá no es «roñosería» tacaña, sino una forma natural de vivir la virtud de la pobreza. Virtud con mala prensa -y aún con peores explicaderas-, que no es la necesidad forzosa de los indigentes, sino la generosidad voluntaria de quienes, poseyendo, saben andar desprendidos.

Uno de esos días, las de la administración le han desechado a Álvaro dos camisetas, porque estaban ya muy pasadas y zurcidas. Andando por la ciudad de Como, ven que en una tienda con rebajas ofrecen «cuatro camisetas por tres mil liras». Sin dudarlo, Escrivá les dice que aprovechen la ocasión.

También, allí mismo, encarga a Javier Echevarría que compre unos dulces para sus hijas. Pero, cuando le ve regresar de la pasticciería llevando en la mano un diminuto paquete, bromea, metiéndose con él:

-¡Pero, Javi, hijo…! ¡No te habrás arruinado! Tus hermanas van a pensar que eres más agarrao que un chotis… La próxima vez procura ser un poquito más rumboso.

Sin embargo, salvo en viajes largos por carretera, son muy contadas las ocasiones en que Escrivá y los que le acompañan toman algún refrigerio en un bar, fuera de casa.

Es tan inusual que, cuando sucede, como en este verano de 1972, Javier Echevarría lo anota en sus libretas de apuntes. Una calurosa mañana de agosto, rozando ya el mediodía, después de la marcha por el lungolario de Lecco, ven que al final de la alameda hay un quiosco donde sirven granita di caffè, un sabroso refresco de café granizado. Javier Cotelo comenta que la hermana del Padre -Tía Carmen para todos en la Obra-, cuando salían de compras por Roma en los tiempos de pegajoso calor, solía invitar a sus «sobrinos» o a sus «sobrinas» a una granita di caffè.

Realmente, el calor pega fuerte esa mañana y la caminata les ha hecho sudar. Adivinando la apetencia de todos, el Padre se dirige a Del Portillo.

-Álvaro, ¿nos invitas a una granita di caffè…, como excepción?

Esa zona de la Brianza es más bien fresca y húmeda, con frecuentes lluvias, nieblas y tormentas. Un día, Giuseppe Molteni viaja en coche desde Milán hasta Civenna. Lleva con él a Carlos Cardona, que va a trabajar con el Padre en alguna de las homilías que está revisando. Cae una lluvia torrencial, espesa, incesante. Las tormentas se suceden una a otra a lo largo del trayecto, pero Giuseppe, enamorado de su Brianza, no se cansa de repetir, como si fuera un agente publicitario:

-Epure, Carlos, dietro le nuvole c’è il sole…!

En cuanto llegan, Carlos Cardona se lo cuenta al Padre:

-Para que no se me viniera el alma a los pies, cada vez que sonaba un trueno, Peppino me decía: «Sin embargo, Carlos, detrás de esas nubes está el sol.» Y yo le contestaba: «Pues, si tú lo dices, estará, pero ¡caray, el tío, cómo se esconde!»

Escrivá se ríe con ganas:

-Peppino, eres muy divertido… pero tienes que ponerte de acuerdo con tus paisanos, porque ellos no hacen más que decir que la lluvia y la niebla son vuestra riqueza… De todos modos, elogiando a tu tierra, has dicho una gran verdad, que se puede aplicar a la vida espiritual: hay momentos en los que, tal vez por nuestra falta de correspondencia a la gracia, dejamos de ver la luz. En otras ocasiones, el Señor permite esa oscuridad, para probar nuestra fe y nuestra lealtad. Yo he dicho hace ya muchos años que, en el camino hacia Dios, una vez que se ha visto la luz de la gracia, de la llamada, hay que marchar adelante con fe, con entereza, dejando, quizá, jirones de ropa o incluso de carne, en las zarzas del sendero. Pero hemos de seguir, con la certeza de que Dios es el de siempre y no puede fallar. Si le somos fieles, después de la tormenta y de la oscuridad vendrá la bonanza y brillará para nosotros un sol de maravilla, todavía más luminoso… Hijos míos, después de haber escuchado la voz de Dios, no se puede volver la cara atrás.

Como Civenna está a poco más de cuatro kilómetros de la frontera con Suiza, y a menos distancia aún en línea de aire, sus emisiones de televisión se captan muy bien. El receptor de la casa está preparado para la TV en color. El primer día que conectan, Escrivá se sorprende como los demás:

-¡Qué bien se ve! No me imaginaba yo que quedase una imagen tan lograda y con un colorido tan natural. Es tan atractivo el color que le mete a uno ahí, en la pantalla, den lo que den…

Después de esa primera impresión, cuando ya han apagado el televisor, reflexiona en voz alta:

-Todos estos progresos, grandes y pequeños, tienen que llevarnos a dar mucha gloria a Dios. Todo trabajo humano noble, bien realizado y bien empleado, es un instrumento prodigioso para servir a la sociedad y para santificarse… Supongo que a vosotros os habrá sucedido lo mismo que a mí: hace un momento, cuando veíamos la televisión, me resultaba fácil levantar el corazón al cielo, dando gracias por esa perfección técnica de las imágenes, del colorido… Y enseguida -porque es una idea que me ronda siempre en la cabeza- pensaba en el bien y en el mal que se puede hacer con la televisión y con todos los medios de comunicación. ¿Bien? Sí, porque son un vehículo formidable para llegar a muchas personas, captando su atención de un modo muy atractivo. ¿Mal? También, porque con las imágenes y con el texto pueden ir metiendo doctrina equivocada, moral falseada. Y la gente se traga esos errores y esas falsedades sin darse cuenta, como si fuera oro colado. Por eso insisto tanto en que el apostolado a través de los medios de comunicación tendrá siempre mucha, mucha importancia. Y los católicos que tengan esa vocación profesional, los periodistas, los comunicadores de prensa, radio y televisión, deben estar ahí, presentes y bien activos: ausentarse, sería desertar.

Una mañana suena el teléfono muy temprano en la casa de Civenna. Es Giuseppe Molteni. Pide hablar con Álvaro del Portillo.

-¿Qué hay? ¿Ocurre algo, Peppino?

-Sí… Perdone, don Álvaro, que llame a estas horas, pero es que ha fallecido el cardenal Dell’Acqua.

-¿¡Qué me dices!? ¿Dónde? ¿Cómo ha sido?

-Ha sido de repente. Él estaba en Lourdes… No han facilitado muchos detalles… Pero, como sé cuantísimo le quiere, le quería… el Padre, he preferido adelantarme y darles yo la noticia, para que no se entere de golpe, por el periódico o por la radio.

-Muchas gracias, Peppino, por advertirnos. Me has dejado de piedra… Para el Padre va a ser un mazazo, porque se querían muchísimo. Se lo voy a decir ahora mismo, así podremos empezar ya a ofrecer sufragios por él…

Para Escrivá es un golpe inesperado y fuerte. Durante varios días se le nota afectado. Piensa en el cardenal Angelo Dell’Acqua: un gran amigo y un gran apoyo en la Curia romana.

-Lo siento como si se me hubiera muerto un hermano. Para mí era un hermano… Pero aún me duele más, porque era un servidor leal del Papa y de la Iglesia. Y de esos, el Señor no tiene muchos… Sé bien cuánto ha sufrido este hombre, por causa de ciertas personas que no entendían ni su entrega, ni su abnegación, ni su fidelidad a la autoridad de la Iglesia… En el cielo se habrá encontrado el premio. Yo, desde ahora, acudo a él como intercesor.

Después, en el cuarto de estar o paseando por el lungolario de la ciudad de Lecco, vuelve sobre el tema. Se nota que, entre las evocaciones, intercala oraciones breves por su alma.

Recuerda que el cardenal le había contado la lenta agonía de Juan XXIII, invadido por el cáncer y machacado por el dolor.

El Papa Roncalli conocía a Dell’Acqua desde que era un joven sacerdote. Desde entonces le llamaba cariñosamente Angelino. Cuando don Angelo visitaba a Juan XXIII, viejo y enfermo, veía cómo se iluminaba la cara del Papa. Allá, al fondo de las oscuras y cárdenas cuencas, los ojos le brillaban de alegría. El Pontífice se desahogaba con su antiguo amigo:

-Angelino, soffro molto… Offro tutto al Signore, per la Chiesa e, concretamente, per il Concilio Vaticano II…

Era tremendo palpar -entre tanto trajín de médicos, secretarios eclesiásticos, camarlengos, monseñores curiales- la soledad humana de un Papa, en su hora final:

-Vieni, Angelino, avvicinati…

Dell’Acqua se acercaba a la cama. El Papa le cogía la mano y, sacando fuerzas, de no se sabe dónde, se la apretaba:

-Così mi sento meglio! Così posso sopportare più facilmente il dolore che, alle volte, è grande e mi costa molta fatica… Ho un dolore tremendo… Penso al Signore, penso alla Chiesa, penso al Concilio… e offro tutta la mia malattia per i suoi buoni frutti.

Cuando llegaba el momento de despedirse, Juan XXIII, como un niño a quien asusta quedarse solo, retenía un poco más a su amigo:

-Angelino, Angelino mio, non mi lasciare!… Resta ancora un pochino con me!

Escrivá sigue evocando tantas y tantas entrañables conversaciones con el cardenal Dell’Acqua.

-Varias veces me dijo: «Si me llamasen a declarar en los procesos de beatificación de Pío XII y de Juan XXIII, yo no tendría más remedio que hablar del grandísimo afecto que estos Romanos Pontífices -¡los dos!- tuvieron al Opus Dei. Me lo dijeron -uno y otro- expresamente, y considero un deber de conciencia que en el acta de la Historia conste la realidad de ese cariño.»

En el otoño de 1972 Escrivá acomete su primera gran catequesis «transhumante» por la península ibérica: Navarra, Vizcaya, Madrid, Portugal, Andalucía, Valencia y Cataluña. Es una novísima modalidad de predicación, que conjuga el alcance multitudinario de la «comunicación de masas» y el clima familiar de las «tertulias en el cuarto de estar». Eso prende en el auditorio con éxito de audiencia y con impresionantes resultados espirituales. Poco después, en 1974 y 1975, hará otras tres «batidas», extenuantes para él, por el centro y sur de América.

Su último «veraneo» va a ser, pues, el de 1973.

La situación de la Iglesia es tan grave que Pablo VI se determina a adelantar el Año Santo Jubilar de 1975: lo declara abierto el 10 de junio de 1973. Ese intempestivo cambio en el almanaque es un recurso urgente, casi dramático, para golpear las conciencias de los católicos.

El 22 de junio, ante los cardenales de la Curia romana, el Papa denuncia que «la confusión doctrinal y la indisciplina hacen palidecer en el rostro de la Iglesia su relumbrante belleza de Esposa de Cristo». (24)

El Papa está consternado. El Papa está triste. Intenta parar el proceso de deterioro, de desvirtuación, de anarquía… Es como si la Iglesia se le fuera de las manos.

Josemaría Escrivá piensa que éste es el momento de ir a consolar y a confortar al Padre común.

El 25 de ese mismo mes de junio, va a visitarle: una audiencia privada que -rompiendo los protocolos de reloj- durará más de hora y cuarto.

En cuanto el fundador del Opus Dei ve al Papa, se clava con las dos rodillas sobre el enlosado de mármol. Pablo VI se conmueve ante ese desusado gesto de fe y de sumisión filial. Concentra vigor en sus brazos y tira físicamente de Escrivá hacia arriba, forzándole a levantarse.

Después, sentados ya, monseñor Escrivá saca su pequeña agenda de bolsillo. Ahí lleva algunas notas de lo que quiere referirle al Papa: buenas y animadoras noticias de la perseverancia fiel de millares de hombres y mujeres de la Obra, y de los pujantes apostolados en tantos países, en tantos estratos de la sociedad, en tantos escenarios de la actividad civil. ¿Crisis sacerdotal? Este año de 1973, como el otro y el otro y el otro, desde 1944, se ordenará una nueva «hornada» de laicos profesionales, con su doble doctorado: el universitario civil y el eclesiástico. Medio centenar más de sacerdotes, cuya única ambición es… ser sacerdotes.

No ha ido a pedirle nada al Papa: sólo quiere darle alegrías, alegrías… Y, una vez más, el corazón de Roma sabe, siente, que hay «una partecica de la Iglesia» donde la mano de Pedro se puede apoyar con firmeza.

En julio, vuelven a la misma casa que alquilaron el verano pasado, en Civenna.

Una mañana, aunque el día ha amanecido frío y desapacible, con algún chubasco y densos nubarrones, salen hacia Lecco, para hacer la caminata por el lungolario dell’Isonzo y el lungolario del Piave.

El Padre anda durante dos horas, dos horas y media. Álvaro camina menos tiempo. Después se sienta en un banco de la alameda y allí les espera.

En algún momento, el Padre va a sentarse junto a Álvaro. Le ve pálido, ojeroso y como aterido de frío.

-Álvaro, tienes mala cara… ¿te ocurre algo?

-He pasado mala noche, y ahora me encuentro destemplado… Como diría la Abuela, estoy «poco católico»…

-¡Vámonos, vámonos cuanto antes…!

Mientras vuelven hacia el coche, el Padre da indicaciones a Echevarría:

-Javi, en cuanto lleguemos a casa, ¿tú podrías telefonear a Castel d’Urio, para que venga José Luis Pastor a ver a tu hermano? Sin alarmar, dile que venga lo más pronto que pueda.

Ya en carretera, regresando de Lecco a Civenna, «regaña» a Álvaro:

-¿Cómo no me has dicho nada antes de salir? Sufro, cuando me hacéis cosas así… Yo sé que lo has hecho pensando en los demás, y todos te lo agradecemos, pero debías haberme comentado que te encontrabas mal… y nos hubiéramos quedado en casa, tan a gusto… ¡Alvarico, hijo, no me lo hagas más!

-Pensaba que sería un malestar momentáneo, porque he estado revuelto por la noche… Pero no se preocupe, Padre, no creo que esto tenga importancia.

Sin embargo, Escrivá no puede despreocuparse así como así. Sabe que Álvaro tiene, como suele decir, «una mala salud de hierro»: le han hecho ya varias operaciones quirúrgicas, y todas de envergadura. Trabaja full time y a tope, con una doble dedicación: en Villa Tevere, para servir a la Obra; y en el Vaticano, para servir a la Santa Sede. Su alma tira de su cuerpo. El problema no está en el motor, sino en la carrocería. En cualquier momento puede hacer crac.

En efecto, esta vez el «malestar momentáneo» de Álvaro va a más. Durante varias semanas se le presentan unas fiebres violentísimas que le hacen sudar a chorros. Empapa las sábanas y el colchón. De día y de noche hay que cambiarle toda la ropa de cama varias veces. El Padre y los dos Javieres se turnan cuidando al enfermo. El médico, José Luis Pastor, diagnostica una dolencia seria de riñón y sugiere llevarle a España, para que el doctor Gil Vernet de Barcelona dictamine si conviene intervenir quirúrgicamente.

Cuando Álvaro ya está más restablecido, deciden hacer el viaje. Pero, antes, hay que cumplimentar un pequeño trámite: acudir al aeropuerto y vacunarse contra el cólera. En Italia ha habido un brote epidémico y se requiere el certificado sanitario de vacunación, para poder salir a otro país.

El 1 de septiembre, víspera del viaje, van los cuatro al aeropuerto de Milán. En las dependencias sanitarias hay una larga cola de gente que está allí para lo mismo. Alguien del dispensario médico reconoce a monseñor Escrivá y se acerca con amable obsequiosidad:

-Monsignore… Mil perdones… Acompáñeme, por favor, y pasará inmediatamente, sin necesidad de esperar.

Escrivá se niega:

-No, no, muy agradecido; pero yo prefiero guardar mi turno y pasar cuando me toque.

Ante la insistencia del funcionario, Escrivá le explica:

-Se lo agradezco, pero no quiero quitar el puesto a ninguna de estas personas que, si están aquí, no es por su gusto… Ellos tendrán otras cosas que hacer, y quizá con más urgencia que yo.

Cuando, al día siguiente, el avión en sus evoluciones de despegue y toma de altura, sobrevuela Milán y los alrededores de la Brianza, Escrivá «asalta» los sagrarios de las torres de iglesias que, desde allá arriba, acierta a divisar… Se despide de esas diminutas casitas… Bendice a todas esas gentes… Y, con el sabor almendrado que tiene la nostalgia, intuye que quizá no vuelva más. Han sido sus últimas «vacaciones». La vida no va a darle ya ocasión para perderse, como un uccel di bosco, como un pájaro del bosque, libre, por algún lugar escondido de la campiña italiana.

NOTAS

1. Los datos para elaborar este capítulo sólo podía suministrarlos alguien que hubiese convivido con Josemaría Escrivá de Balaguer durante los veranos que aquí se narran. Y así ha sido. La autora agradece a monseñor Javier Echevarría la imponderable ayuda que le han supuesto sus relatos directos, escritos o grabados, de viva voz, en cinta magnetofónica. Asimismo, su generosa dedicación de tiempo, el acopio de material y el esfuerzo de memoria, para responder a unos cuestionarios necesariamente exhaustivos.
Gracias a esta valiosísima aportación, se han podido reconstruir nueve tramos, hasta ahora inéditos, de la vida de Escrivá de Balaguer: los nueve veranos comprendidos entre 1965 y 1973.
2. Josemaría Escrivá nunca quiso confesar a los miembros de la Obra: «para no atarme las manos», decía. Expresaba así que el sigilo sacramental le hubiese trabado enormemente, reduciéndole la libertad de expresión, a la hora de dirigir el Opus Dei, predicar, hacer indicaciones de gobierno, etc., toda vez que esas decisiones afectarían necesariamente a personas cuya intimidad habría conocido a través del sacramento de la confesión.
3. Siguiendo el mismo criterio, por el que el fundador del Opus Dei no confesaba a los miembros de la Obra, tampoco lo hacen, de ordinario, los sacerdotes que en el Opus Dei ocupan cargos de gobierno, respecto a las personas sobre las que tienen autoridad de régimen.
4. Álvaro del Portillo, entrevistado por Cesare Cavalleri (op. cit.), refiriéndose a Josemaría Escrivá de Balaguer dice: «Nunca se quedaba en la cama más tiempo de lo previsto, ni durmió jamás la siesta», p. 51; y «no le gustó nunca la siesta, hasta el punto de disponer que los miembros de la Obra no la hiciesen, salvo por prescripción médica», p. 56.
5. Carta de monseñor Álvaro del Portillo, 28-XI-1982, n. o 28.
6. Homilía de Pablo VI en Fátima (Portugal), 13-V-1967.
7. Cfr. Santo Rosario, Ediciones Rialp, de Josemaría Escrivá de Balaguer.
8. El relato oral de doña María José Monterde a la autora, junto al material escrito y magnetofónico que facilitó monseñor Echevarría, son las principales fuentes informativas de testigos directos, para la reconstrucción de los veranos de 1968 y de 1969.
9. AGP, RHF 20166, p. 1101.
10. El consiliario o vicario regional representa legítimamente al Padre, en un determinado país o territorio donde el Opus Dei trabaja de un modo estable.
11. Se aceptó este vehículo, para los desplazamientos largos de monseñor Escrivá, recorriendo Europa de punta a punta. Ese Mercedes tenía siete u ocho años de uso, cuando lo recibió Escrivá. Dio servicio aún durante doce años más: desde el 5 de mayo de 1969 hasta el 16 de junio de 1981. En este vehículo hizo Josemaría Escrivá su último viaje, el 26 de junio de 1975: Roma-Castelgandolfo-Roma. Se conserva en un garaje ad hoc, en Cavabianca (Roma).
12. En 1950, rigiendo la Iglesia el Papa Pío XII, la Santa Sede concedió a monseñor Josemaría Escrivá -en su calidad de fundador del Opus Dei- la facultad para reformar el Codex, a fin de poder adaptarlo a las necesidades de la vida práctica de la institución.
13-20. Relato oral de doña María José Monterde a la autora. La decisión de que el castellano fuese el idioma del Opus Dei se adoptó en el Congreso general de 1956, a petición de varios congresistas no hispanoparlantes, para que entonces y en adelante los miembros de la Obra del mundo entero pudieran leer y entender, sin traducciones, los escritos del Fundador. Escrivá aceptó, pero quiso que se dijera «lengua castellana» y no «lengua española».
21. Testimonio de don Fernando Valenciano Polack (AGP, RHF T-05362).
22. Isaías, 58, 1.
23. Testimonio de doña Begoña Álvarez Iráizoz (AGP, RHF T-04694), a quien Josemaría Escrivá se lo refirió en Roma.
24. Alocución de Pablo VI, 20-VI-1973. Insegnamenti di Paolo VI, XI Tip. Pol. Vaticana 1973.

 
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