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CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV


CAPÍTULO V


CAPÍTULO VI


CAPÍTULO VII


CAPÍTULO VIII


CAPÍTULO IX


CAPÍTULO X


CAPÍTULO XI


CAPÍTULO XII


CAPÍTULO XIII


CAPÍTULO XIV


CAPÍTULO XV


CAPÍTULO XVI


CAPÍTULO XVII


CAPÍTULO XVIII


CAPÍTULO XIX

CRONOLOGÍA

ÍNDICE ONOMÁSTICO

FOTOS DEL LIBRO

 


El hombre de Villa Tevere
Los años romanos de Josemaría Escrivá
Pilar Urbano
Editado por Plaza & Janés
CAPÍTULO XV


Ligero de equipaje. El
walkie-talkie de Santiago. Full time, y sin reloj. Su habitación. Un cabo de vela roja. Montón de «muchos pocos». «¡Dios no nos pide más!» Sin voz para decir «soy pobre». Roban a un obrero. Un tintero y una cuchilla de afeitar. Con los zapatos de otro. Viaje hasta donde llegue. Un cura que no cobra. Los «negros» de la sotana. El armario de monseñor. Tres intangibles. En una casa de cristal. Sin planning de futuro. La duda cruel. Vivir en el problema o vivir en el misterio.

Es la amplia envergadura de sus alas, lo que permite al pájaro neblí remontar el vuelo y ganar altura. Pero es la ligereza del fuselaje, la levedad de su cuerpo, el vaciamiento de toda carga superflua y lastrante, lo que imprime agilidad, soltura, versatilidad y sutileza a sus evoluciones en el aire.

Trasladado el símil a la ascesis del hombre, a su elevación espiritual, las alas serían las obligaciones de una vida de entrega voluntaria; y el menguado cuerpo, vaciado de peso inerte, sería la pobreza, la pobreza libremente buscada, el desasimiento de los bienes, la liberación de la propia mismidad.

Escrivá de Balaguer lo ha experimentado desde muy temprano: la pobreza, como una resolución señorial de no poseer, aun teniendo, es la que da libertad a su impulso de elevarse sobre las cosas de abajo. La pobreza, no como status social, sino como actitud vital, es la que atenúa y adelgaza la pesantez del «yo». Es la que corta hasta el más fino hilván de atadura con toda esa quincalla que llamamos «bienes de la tierra».

Tiene mucho que ver, ese desamarre de posesiones, con la soltura de lazos, con la soltería emancipada del célibe, ceibe, vaciado, liberado. Por ello Escrivá, cuando habla al que quiere ser apóstol, le subraya esas dos dimensiones necesarias: castidad y pobreza. Dos virtudes fuertes, dos virtudes recias, dos virtudes potentes, dos virtudes guerreras que no han de combatir contra ningún ajeno, sino contra el propio tirano, el «rey en la tripa» que todo hombre lleva dentro. Y, también, dos virtudes que tienen expresamente garantizada la felicidad definitiva: «bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios… bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos». (1)

En un punto del libro Forja, Escrivá anota como muy suyo este deseo: «vivir y morir pobre, aunque tenga millones a mi disposición». (2)

Es un propósito realista, porque él habitualmente debe manejarse como quien dispone de bienes: medios materiales, inmuebles, enseres, instrumentos de trabajo, para hacer y extender el Opus Dei en todo el mundo.

Cierto que, durante mucho tiempo, él ha sido indigente de todo: ha carecido de alimento, de ropa y calzado, de libros, de dinero de bolsillo, de casa propia… Cierto también que el inicio de la Obra en un nuevo punto del mapa se ha hecho siempre con la más inclemente carencia de recursos, «como pobres vergonzantes», pasando hambre y frío y desguarnecidos de todo confort. Pero ésas son, han de ser, situaciones pasajeras. La propia condición laical de los miembros de la Obra hace que cada uno se gane el sustento propio con su oficio y su trabajo. Y tanto Escrivá como sus hijos tendrán siempre a su disposición los medios suficientes para vivir «sobria y templadamente» (3) , desplegando sus actividades profesionales y de relación, de acuerdo con su personal enclasamiento social.

Por ello, tras anunciar el deseo de «vivir y morir pobre», agrega «aunque tenga millones a mi disposición». Ahí queda formulada la pobreza, voluntaria y no forzosa, que se vive en el Opus Dei. Pobreza que no es pauperismo, ni mendicidad, ni menesterosidad, ni insolvencia. Pobreza que radica, más que en el no tener, en el andar desprendido, ligero de equipaje, usando las cosas sin considerarlas como propias, careciendo de lo superfluo, no quejándose cuando falta lo necesario, eligiendo para sí lo peor, no creándose hábitos confortables, no permitiéndose caprichos, no apegándose a lo que a diario se utiliza: sea el reloj, sea la camisa, sea un coche, sea una habitación, sea la fotografía de un ser querido…

En marzo de 1950, con motivo de sus «bodas de plata» sacerdotales, regalan un reloj a Josemaría Escrivá. Le gusta, y empieza a usarlo muy ilusionado. Pero, al poco tiempo, ya no lo lleva.

-Me gustaba tanto que me estaba apegando a él. Lo he entregado. Así, «muerto el perro, se acabó la rabia». (4)

No suele llevar consigo la pluma estilográfica. La que usa está en el cuarto donde trabaja y allí la deja, como «perteneciente» a esa habitación. Puede parecer un detalle mínimo; pero, cada vez que Escrivá está en otro lugar y surge la necesidad de escribir algo -una nota, unas letras al pie de una carta, un apunte sobre algún plano de los arquitectos, una dedicatoria para tal o cual libro- debe pedir a alguien que le preste una pluma. (5) La caligrafía de Escrivá es de trazo fuerte y grueso, y no se lo secunda cualquier estilográfica. Hurtar el rasgo de la propia escritura es, sin duda, un sutilísimo gesto de ese querer «vivir pobre», cuya mayor elegancia es… que pasa inadvertido.

Consciente de la primacía del hombre sobre las cosas, Escrivá ejerce su libertad interior, sin rarezas ni extravagancias, sin llamar la atención, en un continuo ir desprendiéndose, ir vaciándose, ir no teniendo. Son como las pinceladas menudas que, al fin, componen el cuadro de una renuncia efectiva, de una pobreza real. Se podrían contar cientos, miles de anécdotas, y siempre a partir de la observación de algún tercero.

Un día, su hermano Santiago le regala un walkie-talkie. Ha pensado mucho en qué obsequio podría serle de utilidad. Ese artilugio, en efecto, puede resultar muy práctico a Josemaría, para comunicarse a distancia dentro de Villa Tevere… Escrivá lo recibe con gratitud, se entretiene viendo cómo funciona, y lo celebra mucho, hasta que Santiago se va convencido de haber acertado con un objeto que su hermano utilizará a diario. Pero ese mismo día, el walkie-talkie pasa a manos de las mujeres de la Obra que viven en La Montagnola. (6)

Así hace con todo lo que le regalan: nunca se queda nada.

Cada año, en la fiesta de Reyes -la befana de Italia-, el regalo para Escrivá suele ser una pequeña agenda de bolsillo. Y, una vez y otra, toma la «sorpresa» como si fuera una novedad. Pero antes se desprende de la que venía usando. Siempre hay algún espabilado que consigue hacerse con la agenda del Padre, ponderando bien su futuro valor de «reliquia».

En las navidades de 1974 -las últimas de su vida-, las de Villa Sacchetti y La Montagnola quieren regalarle un portarretratos de sobremesa con las fotografías de don José Escrivá y Corzán y de doña Dolores Albás y Blanc, los padres de Josemaría, «los Abuelos» para toda la familia de la Obra. Ya están buscando el tríptico, que tendrá en su cuerpo central una imagen de la Virgen de Torreciudad, a la que Escrivá debe su curación milagrosa siendo un niño de dos años.

Andan en esos preparativos, cuando Álvaro del Portillo les indica que no sigan adelante:

-El Padre se ha enterado y ha dicho que no os molestéis en hacerle ese regalo: «Si mis hijas y mis hijos no tienen en su habitación la fotografía de su familia, yo tampoco puedo tener la de mis padres.» (7)

Siempre encuentra una buena razón para declinar el obsequio: si es un juego de cepillos y peine de tocador, lo rehúsa diciendo: «¡esto es demasiado bueno para usarlo yo!». (8) Si son unas zapatillas, porque «las que tengo, aún están de muy buen ver». Si es una chaqueta de punto, «ésta que llevo, todavía tiene que dar mucho juego… ¿o acaso queréis que deje de vivir la pobreza?». Si es un televisor en color, regalo de sus hijas de Alemania en 1975, «el Padre está mucho más contento sabiendo que ese televisor lo disfrutan sus hijas de Roma». (9)

Hay, en verdad, una especie de pugna suave entre ellas, intentando adivinar qué cosa puede ilusionar al Padre, y Escrivá, desprendiéndose del regalo, sin que ellas queden decepcionadas. Al cabo del tiempo, entienden que sólo acepta esos objetos que se puedan dedicar al culto divino, en cualquier lugar: casullas, palias bordadas, cálices, copones… Ahí sí, ahí todo gasto le parece poco.

Los varones han resuelto el asunto renovándole cada año la agenda y, como «tope extraordinario», un lapicero o un bolígrafo rojo. Pero las mujeres insisten, tantean, en cada ocasión. Y alguna vez parece que logran vencer su resistencia. Parece… Así, en 1974, fracasado el intento del tríptico, deciden regalarle un reloj para la mesa de trabajo. Sustituirá al que está allí habitualmente y que es un barato reloj de propaganda comercial. Como le han oído comentar que, en sus viajes de catequesis por Europa y América, preguntaba muchas veces «¿qué hora será en Roma?, ¿qué estarán haciendo ahora esos hijos míos?», deciden que el obsequio de la befana sea un «reloj universal», con los husos horarios y las horas simultáneas localizadas en diversas ciudades del mundo donde la Obra trabaja.

El reloj pasa a ocupar su lugar sobre la mesa del cuarto de trabajo de Del Portillo, que Escrivá utiliza porque es una habitación luminosa, y no precisa, como la suya, luz eléctrica durante el día. Pero, antes que transcurra una semana, el sacerdote Javier Echevarría llama a Carmen Ramos y a Marlies Kücking, y les entrega una caja que ellas reconocen como el estuche del «reloj universal». Su desconcierto es grande, al abrirla y ver que el reloj está dentro. Piensan que don Javier se ha confundido:

-Don Javier, este reloj es el que le hemos regalado al Padre…

-Sí, ya lo sé. Pero ¿qué queréis que yo haga? El Padre se está desprendiendo de todo lo que más le gusta. Y esto le gustaba mucho… (10)

En su dormitorio, Escrivá tiene lo imprescindible y de calidad modesta. La silla es de madera, sin tapizar. La papelera, un cesto de caña, oscurecido con nogalina y barnizado. El suelo, de azulejos blancos y azules formando rombos. Por lo demás, es un lugar de paso, con la incomodidad de dos puertas que se utilizan, y sin ventana. Al pie de la cama, a modo de alfombrilla, hay un trozo de moqueta color burdeos, cosida y recosida cada vez que se deshilacha. En cierta ocasión, y también coincidiendo con la fiesta de Reyes, sus hijas le regalan una pequeña alfombra de piel muy buena. Cuando Escrivá deshace el paquete y la ve, muestra su agradecimiento. Después, sin disimular, les dice:

-No os disgustéis, pero no voy a usar esto nunca. Las cosas buenas tienen que ser para el Señor. A mí me basta y me sobra con esa moqueta que tengo. (11)

En diciembre de 1967 pasa unos días en Castelgandolfo, en «la casa del lago», una zona separada pero contigua a Villa delle Rose. Momentos antes de marchar hacia Roma, pasa por la casa de sus hijas. Está ya decorada para las fiestas navideñas. De uno de los adornos que hay en un pasillo, toma un cabo de vela roja con una ramita de acebo y comenta, poniendo cara de chaval travieso: «¡esto me lo llevo!».

Al llegar a Villa Tevere, en Roma, coloca ese pequeño adorno sobre la mesa de trabajo y allí lo tiene varios días. Una mañana, después de despachar diversos asuntos, se dirige a la galleria del Fumo, un cuarto de estar donde hay instalado un presepio, un nacimiento. Escrivá lleva en la mano el cabo de vela y el acebo. Se inclina hacia las figuritas de la Virgen y el Niño, y allí deja el adorno, mientras dice en voz baja:

-Madre mía, aquí te traigo… lo único que tengo. (12)

Ésa es su forma de vivir la pobreza: sin cargar el acento en la escasez; antes bien, en la renuncia.

Durante toda su vida, se ejercita en el aprendizaje de saber no tener, aun teniendo. No sería exacto decir que Escrivá no tiene. Más cierto es decir que Escrivá no posee. No quiere sentirse dueño ni propietario de nada, por eso cuida las cosas como si las tuviera en depósito y hubiese de traspasarlas íntegramente a otros, a los que vengan detrás. Y así, no subraya los libros, no maltrata la ropa, abre y cierra las puertas no con el descuido del andar por casa sino con la delicadeza que lo haría estando en la casa de otro… Aunque no es ésta la única razón de esos cuidados: es, también y sobre todo, que tiene en mucho aprecio el valor de lo pequeño. «Las almas grandes -escribe en Camino- tienen muy en cuenta las cosas pequeñas.» (13) Para él no son nunca minucias. Durante la jornada, se entrena apilando montón de «muchos pocos», en detalles nimios pero que suponen andar muy atento a Dios, muy «en presencia de Dios». Ha comprendido bien que a un cristiano corriente rara vez se le presenta la oportunidad de protagonizar una gran epopeya; en cambio, lo pequeño «sin brillo y sin valor» está siempre al alcance de la mano. No cabe desdeñarlo. Cada pequeñez es una ocasión: «Has errado el camino -llega a decir- si desprecias las cosas pequeñas.» (14) Y en tal filón cifra el heroísmo: «La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo.» (15) Ésa es su materia prima para transformar «la prosa diaria, en endecasílabos: ¡verso heroico!»; para trascender lo que es insignificante, fabricando sustancia de eternidad.

Un día muy luminoso de junio de 1956, pasea con Carlos Cardona arriba y abajo por el pasillo del tercer piso de la Villa Vecchia. Va dándole ideas precisas para que elabore un artículo doctrinal sobre el trabajo, como quicio de la vocación a la santidad en el Opus Dei. Carlos toma notas taquigráficas, veloces, en su agenda, mientras camina junto a él. De pronto, Escrivá se detiene: señala unas ventanas por las que está entrando el sol a raudales.

-Esas persianas tendrían que estar echadas. El sol puede estropear todo lo que hay ahí dentro…

Cardona, apresurado, se lanza a cerrar las persianas, sin fijar antes las hojas de las contraventanas y con riesgo de que golpeen los muros. Pero el Padre se adelanta con agilidad y las sostiene, evitando el golpe. Después, con la misma seriedad y el mismo interés con que venía dictándole el artículo sobre la teología del trabajo, le dice, acompañando las palabras con la acción:

-Hijo mío, antes de abrir la ventana, se cierran las contraventanas. Se hace esta pequeña mortificación… Se dice, con la mente, una jaculatoria… ¡Y esto es todo lo que nos pide Dios! ¡No nos pide más! (16)

¡A cuántos hijos les habrá enseñado el «arte» sencillo de cerrar bien la puerta, «diciendo por dentro unas palabricas de amor al Señor»! ¡Cuántas veces ha tenido que indicar que un cuadro está torcido; que en tal lugar hay una bombilla fundida; que, al pasar la máquina de abrillantar los suelos, cuiden de no raspar los rodapiés, porque en aquel ángulo ya se ha desportillado la pintura…! No son manías. Es orden. Es pobreza. Es atención a las cosas pequeñas. Es no sentirse dueño. Es tener muy viva la conciencia de que «ahí, en esas pequeñeces, es donde nos espera Dios». (17) Y, en alguna ocasión, después de advertir éste o aquel detalle mínimo, una sonrisa simpática y un «¡perdona, hija mía, que sea tan fijón!». (18)

Muchas veces dice lo de «si puertas, ¿para qué abiertas?; si abiertas, ¿para qué puertas?», explicando con paciencia -¡pasa tanta gente joven, año tras año, por esas casas romanas de Villa Tevere!- algo tan obvio como que «las puertas se ponen para abrirlas cuando haga falta y volverlas a cerrar: lo suyo es estar cerradas; si no, habríamos puesto arcos por toda la casa, que son mucho más baratos». (19)

Un día de 1972, Escrivá pasa a la imprenta, con dos sacerdotes de Inglaterra e Irlanda. Desde allí piensan dirigirse a Paramenti, una larga galería en cuyos muros hay unas vitrinas corridas, en las que se guardan ornamentos litúrgicos, paramenti, de cierto valor, bien por la calidad de los bordados, bien por la antigüedad de los tejidos. Pide a Helena Serrano que les encienda las luces de las vitrinas:

-Después puedes irte, que ya apagamos nosotros.

Helena enciende todas las luces y, al salir, cierra la puerta con tanta rapidez que deja sin enganchar el picaporte. Escrivá la llama y, en voz baja, para que sólo le oiga ella, dice:

-Si esto lo hubieras hecho por amor de Dios, seguro que la habrías dejado bien cerrada. (20)

¿Es una reconvención? ¡Ni mucho menos! Es una invitación a trascender lo trivial, a descubrir el filón: la substancia de amor de Dios que puede hallarse en el movimiento, simple y mecánico, de cerrar una puerta.

La pobreza que Josemaría Escrivá vive y enseña tiene otras dos connotaciones interesantes: es una pobreza laical, de gente corriente que en nada exterior se distingue de los demás conciudadanos. Por tanto, no puede ser pobreza gazmoña, ni indigencia estrafalaria, ni pobretonería cursi. No debe llamar la atención. Ha de saber mostrarse con dignidad, con adecuación al nivel de vida social y profesional de cada uno, a tenor de los tiempos, de las modas, de los adelantos técnicos; y además, con cierto sello de elegancia. Es, por decirlo con palabras de Escrivá, «una pobreza sin voz para decir soy pobre».

Por otra parte, no es una pobreza colectiva, sino determinadamente personal. Cada quién calibra sus necesidades; adquiere y utiliza los medios materiales que precisa, cuidándolos para prolongar su duración y su buen estado; lleva cuenta de sus gastos; se procura unos ingresos profesionales que no sólo le mantengan a él sino que ayuden también a sacar adelante las labores apostólicas del Opus Dei. Y, asimismo, cada quién controla personalmente su dependencia o su señorío sobre los bienes que usa. Todo ello lo resume Escrivá en una fórmula muy sencilla de entender, válida para todos los cristianos, ordinary people, paisanaje normal y corriente, llamados a ser santos en la dinámica competitiva y libre de un mundo en progreso: «debéis actuar como actuaría un padre, o una madre de familia numerosa y pobre».

Es un criterio claro e inequívoco. «Ese padre, o esa madre de familia, viven su pobreza de un modo decoroso, sin que se note. Y hacen sus cálculos para ahorrar en esto y en lo otro. Quizá, cuando se acerca el verano, piensan: si hago este gasto, me juego el veraneo, o los zapatos de los niños…» (21) Y en esa línea les enseña una constelación de pequeñas industrias para aprovechar las sobras de comida; los papeles y cordeles de un envoltorio; a hacer, con recortes de una vieja tapicería, un agradable repostero mural; a ahorrar, comprando en fábricas y al por mayor; a invertir la mano de obra casera en la restauración de un mueble viejo adquirido en Porta Portese por unas pocas liras y que, desinfectado y repintado, resulta útil y decorativo…

De continuo, repara en mil pequeños detalles de economía doméstica. Un día de paso por París, cuando sus hijos de Francia le ofrecen agua mineral de una marca extranjera: «En adelante, procurad comprar productos del país, que son más baratos. Así, además, podríais devolver las botellas… ¡y esos francos, que ganáis!» (22)

Otro día es en Colonia (Alemania). Ha escrito varias tarjetas postales, para enviar a distintos lugares. Quiere que, en la que dirige a sus hijas de Roma, firmen todas las que están allí, en Eigelstein, y se expida en un sobre cerrado. Pero la tarjeta tiene ya puesto el sello de correos. Entonces, aunque se trata del escaso valor de unas monedas, él mismo intenta despegarlo. Después, dirigiéndose a Giorgio, otro hijo suyo sacerdote, presente allí en ese momento, le pide bromeando: «¡anda, hijo, tú que eres médico, acaba esta operación de cirugía!». (23)

Otra vez será una simple observación, al pasar por el comedor que acaban de utilizar los residentes de la Casa del Vicolo, allí en Roma. A los que le acompañan, les indica: «Decid a estos hijos míos que se sirvan lo que crean que van a tomar. Es una falta de pobreza real tener que tirar todo ese vino y desperdiciar todo ese azúcar.» En efecto: en muchos vasos quedaban restos sobrados de vino, y azúcar sin remover en varias tazas de café. (24)

Él, por su cuenta, ahorra hasta lo inverosímil. Por ejemplo, en la mesa de trabajo tiene una caja verde donde guarda pequeños trozos rectangulares de papel: son recortes de sobres recibidos, que usa para tomar notas, para hacer fichas, para redactar frases que utilizará después en su predicación o en sus escritos. En alguna ocasión comenta: «sí, aprovecho bien el papel: escribo por delante y por detrás… y no lo hago en los cantos porque no puedo». (25)

Y no es tacañería. Nada más lejos de su natural generoso y magnánimo. Insiste mil veces en que se pague puntualmente y con buena remuneración a las personas que desempeñan trabajos en los centros de la Obra; que, en fiestas señaladas, se tenga algún detalle de agasajo material con ellas y sus familias; que, en ocasiones, se les gratifique con una propina rumbosa, «aunque nos lo quitemos de lo que necesitamos nosotros».

A finales de los años cuarenta, en plena carestía de posguerra, recibe en Roma una carta de Ramón Montalat. Este hijo suyo está por entonces al cuidado de las obras de Molinoviejo, en España. Entre otras cosas, Ramón le cuenta lo que acaba de sucederle a uno de los obreros que trabajan en esa construcción: «Llevaba tiempo ahorrando lo más posible. Quería que su mujer pudiera dar a luz en una clínica y comprarle una cuna y un ajuar al recién nacido. Cuando le avisaron que llegaba la hora del parto, marchó a Madrid. Una vez allí, no pudo resistir la tentación de pasar por un bar donde se reunían sus amigos, para presumir un poco exhibiendo el capital que había acumulado a base de esfuerzos y privaciones. Al salir del bar, le robaron todo lo que llevaba encima…»

Como quien dice, a vuelta de correo, llega a Madrid, procedente de Roma, el pintor Fernando Delapuente, miembro del Opus Dei, que se encarga de dirigir simultáneamente las obras de Molinoviejo y las de Villa Tevere. Trae un recado del Padre para Ramón Montalat y para Jesús Alberto Cagigal, que son los que atienden las tareas de Molinoviejo: que a ese obrero se le reintegre todo el dinero que le han robado y algo más, lo que se pueda, como regalo por el nacimiento de su hijo. (26)

Al tiempo que abre una mano para alegrar la vida de los demás, sabe también cerrarla en los despilfarros inútiles:

-Somos muy amigos del aire limpio, del agua clara, y no necesitamos para nada la oscuridad: hacemos las cosas a la luz del día. Pero poned amor de Dios en cerrar grifos y en no despilfarrar la electricidad a chorros. En estas casas grandes, si cada uno deja una luz encendida cinco minutos más de lo preciso, eso, uno y otro y otro, supone el gasto de luz de una familia pequeña en un mes. (27)

Y tantas veces, al pasar por el vestíbulo, se vuelve a quienes están allí, señalándoles las lámparas encendidas:

-O la de la escalera, o la del vestíbulo; pero las dos, no. (28)

En cambio, les enseña a «derrochar» luz con el Señor: que reverberen de luminosidad los oratorios, en los actos litúrgicos; o que se enciendan todas las luces de los pasillos y salas de la casa por donde haya de pasar el sacerdote llevando la comunión a la habitación de un enfermo; o que «las fiestas se noten» por la riqueza del culto, por el arreglo en el atuendo personal, por un cuidado más exquisito en la comida, por la alegría del ambiente…

En la primavera de 1955 comenta un día con sus hijos, evocando las dificultades económicas del Opus Dei en sus primeros años de andadura:

-A lo largo de estos veintiséis años, en muchas ocasiones, me he encontrado sin nada, en la carencia más absoluta y con la cerrazón más completa en el horizonte para encontrar nada, nada… Nos faltaba hasta lo más necesario. Pero ¡qué alegría!, porque buscando el Reino de Dios y su justicia, sabíamos que lo demás se nos daría por añadidura. Poniendo los medios para que no falte, ¡que estén alegres mis hijos, si alguna vez les falta algo! (29)

Sí, durante muchos años se ha encontrado sin nada. «Nunca tenía nada: viajaba con un tintero lleno de agua bendita y la cuchilla de afeitar», declarará Regina Quiroga, terciaria capuchina, que conoció a Josemaría Escrivá en 1938, cuando predicaba unos ejercicios espirituales para sacerdotes en Vitoria. Esta religiosa, como María Loyola Larrañaga y María Elvira Vergara, de su misma comunidad, testificaron en su día que «tomaba un simple dedo de café con leche, diariamente, como desayuno»; o que «sólo tenía una sotana y en cierta ocasión nos la dio para que se la cosiéramos: estaba hecha jirones; intentamos arreglársela lo mejor posible y con prisa, porque él se quedó en su habitación esperando a que terminásemos…». (30)

También por esos años, y aun antes, en 1936, a Pedro Casciaro le impresiona «la corrección, la limpieza, incluso la distinción» del porte exterior del sacerdote Josemaría Escrivá: «después, me fui dando cuenta de que siempre llevaba la misma sotana; eso sí, muy bien cepillada, muy limpia (…). También observé que, al celebrar la Santa Misa, hacía las genuflexiones no sólo pausadamente y con un recogimiento impresionante, sino de tal modo que el pie derecho quedaba oculto bajo la sotana y el alba: cuidaba, con naturalidad, que no se le vieran las suelas de los zapatos. Y es que, por muy limpios y lustrosos que estuviesen, necesitaban urgentemente un par de suelas o, mejor, su sustitución por otros nuevos. No era de extrañar el desgaste de calzado, considerando las largas caminatas que hacía -sin utilizar apenas los tranvías- de un extremo a otro de Madrid: de la calle de Santa Isabel a la de Ferraz, del barrio de Salamanca al de Vallecas». (31) Lo que, quizá por pudor, no dice Pedro Casciaro es que esos zapatos viejos son los que hace tiempo ha desechado un universitario de la Residencia de Ferraz. Y que, durante la guerra civil española, desnutrido, sin dinero, sin más ropa que la puesta, y a veces con casi cuarenta grados de fiebre, Escrivá ha recorrido toda la península para visitar y asistir sacerdotalmente a sus hijos dispersados por diferentes frentes de guerra y hospitales militares. (32)

En alguna ocasión, como cierta vez en Utrera, después de atender a una persona que le necesitaba, se acerca a la ventanilla de la estación del ferrocarril, pone ante el empleado toda la calderilla que lleva encima:

-Yo voy hacia Burgos: con esto, ¿hasta dónde puedo llegar?

-A ver… Tiene usted para un billete hasta Salamanca.

Se queda sin dinero, ni para comer. Y el resto del viaje lo prosigue como Dios le da a entender.

Recordando éste y otros episodios similares, comentará años después:

-No hemos regateado nada, ni cariño, ni sacrificio, ni dinero, para sacar adelante un alma. Y creo que el Señor no nos lo echará en cara: al contrario, lo pondrá en la balanza, en la parte del bien, y será oro bueno, pero pesado como el plomo, porque representa el valor grande de la caridad. (33)

En los momentos de mayor penuria, en esos de «la cerrazón más completa en el horizonte», cuando lo mismo le da veinte que ochenta, porque no tiene absolutamente nada y ha de elegir entre tomar algo para comer o tomar algo para cenar; o cuando, en pleno invierno, en Burgos, sólo tienen una camiseta para turnársela entre cuatro, de repente le vienen a la mente unas palabras del Salmo: iacta super Dominum curam tuam, et ipse te enutriet, arroja tus preocupaciones en el Señor, y Él te alimentará. (34) Son como un fogonazo de luz que le hace ver que Dios es un Padre que no se deja ganar en generosidad. En ese mismo instante, puesto a no tener, con un espléndido acto de fe y de esperanza, decide renunciar a lo único que podía obtener: los estipendios por celebrar misas y por predicar. Esto es en 1938. En adelante, y hasta el fin de su vida, jamás «cobrará» por ejercer su ministerio sacerdotal. (35)

Experimenta que «arrojando en Dios su preocupación», desprendiéndose de lo que, a simple vista, puede parecer un alivio, una «solución», lo que está realmente es despojándose del «problema», y endosándoselo a Dios «¡que siempre puede más!». Ese abandono filial y, por filial, fiado, confiado, le da paz y alegría; le despeja toda inquietud y toda incertidumbre; le hace vivir cada momento presente con una asombrosa libertad de espíritu. Sobre este sentido -no teórico sino vivido- de lo providencial, explicará años más tarde, en 1973, durante una tertulia con hijos suyos en Barcelona:

-No teníamos nada. A veces me encontraba con lo que necesitaba, con las pesetas y hasta los céntimos contados: los que, en aquel momento, eran necesarios. Entonces no lo entendía, pero ahora lo comprendo bien y veo que es una muestra clarísima de la divina Providencia. Si la Obra de Dios se hubiera hecho con el dinero de los hombres… ¡poca Obra de Dios sería! 36

Encarnación Ortega recuerda «cuando en los años de 1942 a 1944 venía al chalé de Jorge Manrique, y después a la Residencia de la calle Zurbarán, en Madrid, y a la hora de irse nos pedía una peseta… porque no disponía de ningún dinero para tomar el tranvía de regreso». (37)

Y aun cuando la Obra esté expandiéndose por los cinco continentes, él sólo tiene, para sí, lo justo, lo raspadamente imprescindible: una vieja sotana, que se la desecharán en 1964, después de haber «servido» veinte años, día a día; y otra más nueva y presentable, para salir a la calle o recibir visitas. La sotana vieja «tenía tantas piezas, que costaba trabajo saber cuál era la tela original». (38) En cierta ocasión, un hijo suyo, al verle llegar a Portugal con esa indumentaria tan ajada, no puede menos que exclamar asombrado:

-¡Pero, Padre, si esta sotana tiene varios pretos…!

Así es. Tiene varios «negros» diferentes. Y Escrivá, divertido y tranquilizando al otro, explica:

-Me la he puesto para el viaje; pero tú no te preocupes, hijo, que enseguida me cambiaré y estaré muy elegantón. (39)

No le da importancia a esa voluntaria carencia. Eso sí, se ocupa de cepillarla bien, coserle cualquier botón que se desprenda, o pasarla a la administración para que la limpien y la planchen, dándole cierto buen aspecto.

Un día, pide un favor a una de sus hijas: mostrándole un estuche de cerillas, de esos de solapa en los que los fósforos han de arrancarse para encenderlos, le dice:

-Mira a ver si puedes hacernos, a don Álvaro y a mí, una especie de librito del tamaño de esto, con hojas de fieltro… Mi madre tenía uno así, muy práctico, para llevar agujas y alfileres en los viajes. Porque nos vemos y nos deseamos para cosernos las cosas, cuando salimos por ahí. (40)

Es muy pulcro y esmerado en su porte exterior. «La pobreza -suele decir- no está reñida con la limpieza, con ducharse más de una vez al día, si hace calor, por deferencia con los demás, y perfumarse con alguna colonia de esas frescas, que sólo huelen a limpio: el mejor olor de un hombre es… ¡no oler a nada!» (41)

Escrivá de Balaguer ha de conjugar su vida de encierro y trabajo, dentro de casa, con una fuerte dimensión social porque, aunque él no asista a cócteles ni a recepciones, por ser él presidente general del Opus Dei, a diario debe atender visitas o invitados ante los que se ha de presentar dignamente vestido. El hecho de no tener más vestimenta que la de «quita y pon», le obliga al trajín esforzado de cambiarse de ropa varias veces al día. Una retina avispada y observadora, como la de la fotógrafa Helena Serrano, advierte ese cuidado y lo anota:

-Vi pasar al Padre por el vestíbulo de la Villa Vecchia. Iba hacia el comedor, sin duda, a desayunar. Llevaba puesta la sotana vieja. Media hora después, yo necesitaba hacerle una consulta del trabajo de la imprenta. Telefoneé a la salita de Mapas y el sacerdote Ernesto Juliá, que atendió mi llamada, me dijo: «El Padre ha ido a su cuarto a cambiarse, porque está al llegar una visita. Ve a la entrada del salotto de La Montagnola y, cuando pase por allí, le preguntas lo que necesites.» Acudí allí, y al momento llegó el Padre, vistiendo la sotana buena, la de corte romano. Me dijo que al terminar con la visita, él mismo nos avisaría para que pudiéramos tratar despacio el asunto que nos interesaba consultarle. Antes de media hora, nos llamó al comedor de la Villa. Fuimos, otra y yo, con el material de trabajo en el que teníamos dificultades. Una vez allí, me di cuenta de que el Padre ya se había vuelto a cambiar de sotana: ahora llevaba otra vez la vieja, la de andar por casa. (42)

Alguna vez ha comentado Escrivá que, viendo por dentro el armario de un hijo suyo, podía adivinar cómo estaría su alma. Él tiene siempre su armario sin echar la llave, para que sus hijas puedan colocar las mudas limpias de ropa interior. Es otro indicio más de que todo en su vida personal se desarrolla sin escondites, sin reservas, sin repliegues, sin secretos: como en una casa de cristal.

Cuando haya que vaciar ese armario, después de su muerte, Carmen Ramos y otra de la Obra que le ayuda en esa tarea, se quedarán asombradas: el Padre ha vivido, realmente, con lo mínimo indispensable. ¿Qué hay allí dentro? Colgadas en sus perchas, la sotana, una chaqueta de punto, una vieja capa de paño que muchos años atrás le regaló un militar, y los pantalones bombachos que lleva bajo el traje talar; los zapatos, la ropa interior, unos cuantos calcetines, unas camisas sin cuello. En unas cajas pequeñas, y apilados con exquisito orden, varios puños, alzacuellos blancos y pañuelos de bolsillo. Una bufanda negra de lana. Una fusta de cuero, que utiliza para disciplinarse. Y una cajita de costura, que usa para coserse algún botón. (43) Cinco o seis minutos bastan, a la hora de recogerlo y guardarlo todo con cuidado. Un exiguo equipamiento indumentario. Nada más y nada de más. Es, al pie de la letra, el zumo de aquellos versos de Antonio Machado:

Y cuando llegue el día
del último viaje,
y esté al partir la nave
que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo,
ligero de equipaje,
casi desnudo, como
los hijos de la mar.

En toda vida cristiana que de verdad intenta ser una «imitación de Cristo» o, mejor expresado, una «prolongación de Cristo» -siendo otro Cristo, Cristo otra vez-, es de valor muy preciado ese voluntario no tener, pudiendo tener, cosas, bienes, dinero, instrumentos, ropas, ocios, comodidades materiales. Es costoso y meritorio ese deliberado desprendimiento de propiedades y de usos. Pero aún es más elevada, y más profunda, la pobreza de quien continuamente se expropia de aquello que siempre tiene consigo: la intimidad, el tiempo y el proyecto vital, que viajan con el hombre. Expoliarse de esos tres intangibles es, ciertamente, desnudarse del «yo» propio, hasta protagonizar el más radical antiprotagonismo: el niéguese a sí mismo.

Estos tres rasgos de la «pobreza de espíritu» se registran también en la vida cotidiana de Josemaría Escrivá de un modo natural, que ni siquiera llama la atención.

Así, la expropiación de la intimidad.

Es sabido que una de las ventajas del rico consiste en tener guarecida y protegida su privacidad, su fuero íntimo, su vida de puertas adentro. Salvo que, premeditadamente, busque la exhibición. Por el contrario, el pobre está siempre a la intemperie. Pues bien, Escrivá hace su vida diaria entre muchas personas, de diversas edades, culturas, orígenes y razas, con quienes se encuentra por los pasillos, en tertulias, en paseos, en charlas y meditaciones; con ellos celebra las fiestas o comparte los sinsabores; asiste, como uno más entre ellos, a los actos de piedad en el oratorio o a la proyección de una película; despacha codo a codo intensas sesiones de trabajo; colabora, con éstos y los otros, en el trazado de las obras de construcción; les orienta y dirige sus apostolados; les imparte medios de formación; va con algún grupo a dar una vuelta por la ciudad, o les acompaña durante largos ratos en su habitación, cuando están enfermos… Y no sólo se adapta con exacta puntualidad al horario general de la casa; sino que, en todo momento, cualquiera de los que viven bajo su mismo techo -sean media docena o sean más de doscientos- puede saber «dónde está el Padre» y «qué hace ahora mismo». No tiene refugios de tiempo ni de lugar para estar a solas en sus cosas o, sencillamente, para relajar la musculatura de quien se sabe visto y observado, de continuo, como «modelo ejemplar». Escrivá ha de ser y mostrarse tal cual es, a toda hora y en toda circunstancia: sin madriguera de penumbra para una cabezada, para un bostezo, o para una lágrima. Y, a un nivel más soterrado aún, más de conciencia: toda la intimidad de su vida interior la deposita, cada semana o cada día, en las manos de su confesor y confidente Álvaro del Portillo. Y en las de Javier Echevarría -uno y otro son sus custodes-, todas las cuestiones pequeñas o grandes que afectan a su humanidad física y a su desenvolvimiento doméstico: desde decir que le duelen los derrames sinoviales que tiene en los codos, o que no ha podido dormir en toda la noche, hasta pedir un vaso de agua, cuando la diabetes le provoca una sed insoportable. Todo, ya sea la oscura e íntima orografía de las muelas, ya sea el más sublime afecto espiritual, Escrivá lo participa, lo declara, lo desprivatiza, lo expone a la intemperie, para no tener «vida privada».

Así, también, la expropiación del tiempo.

El pueblo judío, consciente de ser pueblo elegido y depositario de una alianza con Dios, vivía en un continuo y dilatado adviento, entre la promesa hecha a los padres antiguos y la esperanza que habría de satisfacer el Mesías. Para ellos, el presente apenas si tenía un valor de frontera, inasible y efímera, entre el ayer y el mañana. El cristianismo madura y da cumplimiento a la plenitud de los tiempos. Cristo es el «hoy». El deseado y definitivo «hoy». Con Él se inauguran los tiempos nuevos. Él es alfa y omega. Cristo da a cada «hoy» un valor único e irrepetible. A partir de Cristo, «hoy» será la ocasión virtual, merecedora, ganancial. Hoy, el plazo para hacer obras. Hoy, el día de la salvación. Hoy, el tiempo de caminar, mientras hay luz. Quien quiera seguirle, habrá de tomar su cruz de cada hoy. Quien tenga necesidad de algo, deberá pedir su ración para la jornada: el pan de cada día, dánosle hoy. Con Cristo, ciertamente, ya no hay razón para la nostalgia; pero tampoco hay margen para la despensa preocupada, para el ahorro que se afana en abastecer el futuro: bástale a cada día su propio afán.

Escrivá de Balaguer resume en una frase muy sencilla lo que es, sin duda, un descubrimiento del más genuino «existencialismo cristiano»: «Pórtate bien “ahora”, sin acordarte de “ayer”, que ya pasó, y sin preocuparte de “mañana”, que no sabes si llegará para ti.» (44) Pero, además de subrayar la importancia existencial del hoy como cancha real de tiempo disponible, aplica el foco a cada parcela instantánea de ese hoy: anima a la vivencia intensa del hodie et nunc, del «hoy y ahora». Es muy suya, muy del argot de su lucha espiritual, la dinámica y concreta expresión nunc coepi!, ¡ahora empiezo!

Para el verdadero pobre, el «ahora» es su mendrugo de oportunidad. El instante presente, vivido sub specie aeternitatis, como ocasión y herramienta para «fabricar» eternidad. Escrivá apura el tiempo avariciosamente, haciendo rentables «las horas de sesenta minutos y los minutos de sesenta segundos». Por eso no necesita reloj: «detrás de un trabajo, hago otro; después de un asunto, el siguiente», así hasta desear morir «exprimido como un limón».

No necesita reloj, porque se entrega full time a su misión. Lo más importante es, siempre, lo que hace en ese momento. Vive con serena avidez el «hoy y ahora».

Su lucha por erradicar defectos y adquirir virtudes es de ritmo intenso, de objetivos breves, de escaramuzas puntuales, de contabilidad concreta, de examen diario. Un examen fino y agudo, que menudea al despertarse por la mañana, al mediodía, por la tarde y ya de noche: como el guerrero, que vela y examina sus armas; como el navegante, que controla atento el rumbo de su embarcación; como la castañera del Trastevere que, cada atardecer, recuenta su calderilla. Consciente de que sólo tiene el «hoy» para ganar esa «hermosísima batalla de amor», pulcherrimum charitatis bellum.

Un día de primavera de 1960, charlando con un grupo de hijos suyos, en Villa Tevere, les comenta:

-A mí no me queda tiempo para pensar en mí mismo. Estoy siempre pensando en los demás y en Jesucristo… Y por Él, en los demás y en mí. El examen de mediodía es: «Jesús, te amo.» Y tirar p’alante sobre alguna pequeña cosa concreta. ¡No tengo tiempo! Y al llegar la noche: «Señor, ¡si no he pensado en mí en todo el día!» (45)

Es pobre de tiempo. Quiere serlo. Estrena cada nuevo hoy, sin solazarse en los esfuerzos de ayer y sin entretenerse en la esperanza de mañana. Hoy. Al día y con lo puesto. Ligero de equipaje. Al paso. Atravesando intensamente el hoy. No tiene planning, ni margen de acampada para el asueto, ni «fondo de pensión» para el día de mañana. Ni se permite endosos al futuro, ni contrae deudas con un porvenir que no le pertenece. Trabaja hoy. Resuelve hoy. Reza hoy. Ama hoy. Mañana es «el adverbio de los vencidos.» (46) El refugio de los cobardes. El colchón de los perezosos. El recurso de los calculadores. La holgura de los ricos.

En cierta ocasión, algunos muchachos de la Obra quieren regalar a Escrivá un planning de agenda, de esos que se pliegan y despliegan en acordeón. Le explican «las ventajas de tener a la vista todos los meses del año». Escrivá rehúsa el obsequio:

-Hijos, yo no necesito planning: mi vida está en las manos de Dios. No puedo andar calculando, como un estratega… Yo vivo el hoy y el ahora. Y sé que tempus breve est: es breve el tiempo, para amar a Dios. (47)

¿Qué es, en definitiva, dar la vida, sino dar el tiempo en que esa vida se hace?

Y así, en fin, el tercer rasgo de esa pobreza quintaesencial: la entrega del proyecto.

Josemaría Escrivá está desprendido, incluso, de esa investidura divina, de esa misión vocacional que se le encomendó el 2 de octubre de 1928: hacer el Opus Dei en el mundo.

Al menos en dos ocasiones -una vez, el 22 de junio de 1933, en la iglesia del Perpetuo Socorro de Madrid; y otra, en septiembre de 1941, en la Colegiata de la Granja de San Ildefonso, un pueblo de Segovia-, Escrivá sintió la tentación, el acobardamiento moral, la incertidumbre intelectual, la «duda cruel» de que la Obra podía ser un invento suyo, una falacia de su imaginación con la que él, sin quererlo, estaría engañando y embaucando a otros. En los dos momentos tuvo la misma reacción: encararse a Dios con sinceridad y con humildad, pidiéndole, urgiéndole: «Señor, si la Obra no es para servirte, para servir a tu Iglesia, ¡destrúyela!, ¡haz que se destruya inmediatamente!» (48) Y una y otra vez, la respuesta inmediata fue una inefable sensación de paz y de alegría, como confirmación de que aquello no era «su obra», sino la Obra de Dios.

Tiene, desde entonces, una seguridad indesmontable, que expresa con frase gallarda: «el cielo está empeñado en que la Obra se realice». Y al mismo tiempo, una aplomada confianza sobre el devenir del Opus Dei: sabe que la Obra «saldrá» como Dios quiera, cuando Dios quiera, en los lugares y con las personas que Dios quiera.

A él le corresponde poner «toda la carne en el asador», toda su alma y su vida entera en el intento: ocuparse de todo, sin preocuparse por nada. No se siente el artífice, ni el manager, ni el autor, mucho menos el propietario. No se siente, siquiera, el fundador. «¡Yo no soy fundador de nada!» Cuántas veces lo repite, agregando que él sólo es «un instrumento inepto y sordo».

Y no se trata de un asegundamiento de humildad elegante. No. Escrivá está seguro de que el fundamento de la Obra no es ni una idea genial, ni un impulso de audacia, ni un esfuerzo tenaz. Él ha sabido siempre que la Obra existe como iniciativa divina. A él le incumbió sólo verla, encarnarla, vivirla y transmitirla. No se sentiría capaz de garantizar el éxito de algo que fuera invento suyo. En cambio, ¡qué potente garantía le da saber que el avalista es Dios!

En uno de los folios del testimonio que redactó y firmó el doctor Carlo Faelli, que asistió a monseñor Escrivá, como médico, desde 1946, y le trató hasta su muerte en 1975, aparece de pronto este expresivo apunte:

«Hablaba poco de sí y, si acaso, lo hacía sólo como instrumento de Dios para hacer la Obra. No daba nunca importancia a sus propias cosas. Pasaba por encima de ellas con elegancia. No le interesaban. Nunca ostentó su posición (como fundador y presidente general del Opus Dei). Decía, como bromeando: “¡yo soy un cura!”. Yo le comentaba que delante de mí no necesitaba humillarse. Pero creo que no me hacía caso. Puedo asegurar que tenía un agudo sentido del humor.» (49)

Es cierto, hay una fuerte vecindad entre el sentido del humor y la auténtica pobreza de espíritu. Escrivá no se da importancia, no alardea, no se ufana. Se siente instrumento. De ahí su total entrega y su total desasimiento del «proyecto». Un proyecto que es la razón de ser de su propia vida, pero que le trasciende.

El trazado de la vida de Josemaría Escrivá responde, en exclusiva, a la vocación, al encargo, de hacer el Opus Dei para servir a la Iglesia. Y a ello se ciñe enteramente y siempre.

En su horizonte de progreso no está el tener más, sino el ser mejor. Desde su óptica de la disponibilidad, del «para servir, servir», del «ser para…», ese ser mejor se traduce en ser mejor instrumento. Lo demás, le sale por una friolera.

Josemaría inscribe su vida en las coordenadas del ser, no en las del tener. Se mueve, así, en la categoría del misterio, que incumbe al ser, y no en la del problema, que afecta al tener.

Ordinariamente, los humanos suelen estar satisfechos con lo que son, pero inquietos, azogados, preocupados, y nunca suficientemente abastecidos con lo que tienen. Debería ser al revés, pero no ocurre así.

El querer ser mejor, o ser más plena y fielmente lo que uno debe ser, sumerge al hombre en el mundo límpido, fascinante y apacible del misterio. En cambio, el pretender tener más, la lucha azarosa por ganar y adquirir propiedades materiales o instalaciones de confort, imbrica al hombre en el laberinto incierto, tortuoso y desasosegante del problema.

Para el ambicioso, tener, no tener, obtener, retener, o dejar de tener, ¡todo es problema! En cambio, para quien ha decidido «vivir y morir pobre», se han zanjado de un golpe todos los problemas. A partir de esa determinación, el egoísmo conservador abre sus bolsas para la dádiva generosa. La búsqueda de garantías se convierte en confiado abandono. La tendencia a la comodidad se transforma en dinámica alzada de ascesis exigente. Se camina serenamente por los territorios del misterio. Se es más intensamente hombre. Se vive en libertad.

Desde ese «vaciamiento», pobre, disponible y libre, de quien ha arrojado sus preocupaciones y cuidados en Dios, iacta curam tuam super Dominum, Escrivá nunca andará preocupado, ni mucho menos desvelado, por el día de mañana: «Yo no me preocupo; me ocupo», dice con frecuencia. Y es que, realmente, vive con la ligereza de equipaje de los que no se instalan, de los que no echan raíces, de los que no se aburguesan, de los que no tienen en esta tierra «morada permanente». Al día y con lo puesto. Con el zurrón escueto de quienes van de paso. Con el leve equipamiento de los que ni negocian, ni pleitean, ni se sientan a calcular sus posibilidades de defensa. Con el escaso lastre de los que siempre están a punto para empinar el impulso, batir alas y volar.

De paso, o de vuelo: transeúnte, caminante, viajero… viator.

NOTAS

1. Mateo, 5, 3-12.
2. Cfr. Forja, n. o 46.
3. Cfr. Camino, n. o 631.
4. Testimonio de doña Encarnación Ortega Pardo (AGP, RHF T-05074). Cfr. Artículos del Postulador, n. o 1068.
5. Ibídem.
6. Testimonio de doña Marlies Kücking.
7. Ibídem.
8. Ibídem.
9. Ibídem.
10. Ibídem. Testimonio de doña Carmen Ramos.
11. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
12. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902).
13. Camino, n. o 818.
14. Ibídem, n. o 816.
15. Ibídem, n. o 813.
16. Testimonio de don Carlos Cardona Pescador (AGP, RHF T-06138).
17. Testimonios de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641) y de doña Marlies Kücking.
18. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
19. Ibídem.
20. Ibídem.
21. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902).
22. Testimonio de doña Marlies Kücking.
23. Ibídem.
24. Ibídem.
25. Testimonios de doña Encarnación Ortega Pardo (AGP, RHF T-05074) y de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
26. Testimonio de don Ramón Montalat Massot (AGP, RHF T-04690). Cfr. Artículos del Postulador, n. o 1101.
27. Testimonios de doña Marlies Kücking y de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
28. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
29. Testimonios de monseñor Julián Herranz Casado y de don José Luis Soria Saiz (AGP, RHF T-07920). Cfr. Artículos del Postulador, n. o 1072.
30. Artículos del Postulador, n. o 1077. Testimonios de las Hermanas Regina Quiroga, María Loyola Larrañaga y María Elvira Vergara (AGP, RHF T-04388).
31. Testimonio de monseñor Pedro Casciaro Ramírez (AGP, RHF T-04197). Cfr. Artículos del Postulador, n. o 1092.
32. EF-380419-2 (Carta a sus hijos de Burgos). Artículos del Postulador, n. o 1.075.
33. Ibídem, n.º 1076.
34. Salmo, n.º 54.
35. Artículos del Postulador, n. o 1078. Testimonios de monseñor Pedro Casciaro Ramírez (AGP, RHF T-04197) y de don Francisco Botella Raduán (AGP, RHF T-00159).
36. Artículos del Postulador, n. o 1090. Cfr. Testimonios de don Florencio Sánchez Bella (AGP, RHF T-08250) y de don Alejandro Cantero Fariña (AGP, RHF T-06308).
37. Testimonio de doña Encarnación Ortega Pardo (AGP, RHF T-05074).
38. Ibídem.
39. Cfr. Hugo Azevedo, Uma luz no mundo, Ediçoes Prumo, Lda. Lisboa.
40. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
41. Relato escrito de monseñor Javier Echevarría.
42. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
43. Testimonio de doña Carmen Ramos.
44. Camino, n. o 253.
45. Testimonio de don Carlos Cardona Pescador (AGP, RHF T-06138).
46. Cfr. Camino, n. o 251.
47. Relato oral de doña María José Monterde Albiac a la autora.
48. AGP, RHF 21502, nota 134 y AGP, RHF 20165, p. 200.
49. Testimonio del doctor Carlo Faelli (AGP, RHF T-15734).

 
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