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CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV


CAPÍTULO V


CAPÍTULO VI


CAPÍTULO VII


CAPÍTULO VIII


CAPÍTULO IX


CAPÍTULO X


CAPÍTULO XI


CAPÍTULO XII


CAPÍTULO XIII


CAPÍTULO XIV


CAPÍTULO XV


CAPÍTULO XVI


CAPÍTULO XVII


CAPÍTULO XVIII


CAPÍTULO XIX

CRONOLOGÍA

ÍNDICE ONOMÁSTICO

FOTOS DEL LIBRO

 


El hombre de Villa Tevere
Los años romanos de Josemaría Escrivá
Pilar Urbano
Editado por Plaza & Janés
CAPÍTULO IX


Mueve Dios. ¿Un santo?… ¡un paria de la tierra! El hombre que se fió de Dios. «No quise dar jaque mate.» Dios habla bajito. «¡Déjame leer!» «Yo oí
gloriae…» Teólogos y tenderetes. Desayuno en Caglio. «Te quiero más que éstas…» Una palabra hebrea. Cuando estallan los relojes. «¡Londres es mucho Londres!» «Yo estuve muerto.»

¿Qué es más importante?, ¿qué es más valioso en la vida de un hombre santo?: ¿lo que él hace por Dios, o lo que Dios hace por él?

Lo que hace el hombre nos resulta próximo e imitable. Además, como bajo la corteza del santo hay siempre un héroe librando sus gestas, la contemplación de ese drama nos atrae como un singular espectáculo.

Lo que hace Dios pertenece al misterio insondable de la gracia. Su comprensión se nos escapa. Lo admiramos, lo envidiamos, incluso lo tememos…, pero con facilidad se nos antoja que estamos ante algo que no a todos les es dado, algo que se pierde en el arcano inextricable de los caprichos de Dios.

Sin embargo, no es así. Se trata de una ecuación indivorciable. Dios a todo hombre da los favores de su gracia. A todo hombre. Pero ¿por qué a los santos más? Sin duda, porque ellos piden más; porque insisten más; porque, hondamente conscientes de su menesterosidad, pordiosean más: a toda hora, y en todo, lo buscan todo en Dios… y en Dios lo encuentran todo.

Al final, la musculatura de la santidad consiste en una boca muy pedigüeña y en unas manos muy recogedoras.

Un santo es un avaricioso que va llenándose de Dios, a fuerza de vaciarse de sí. Un santo es un pobre que hace su fortuna desvalijando las arcas de Dios. Un santo es un débil que se amuralla en Dios y en Él construye su fortaleza. Un santo es un imbécil del mundo -stulta mundi- que se ilustra y se doctora con la sabiduría de Dios. Un santo es un rebelde que a sí mismo se amarra con las cadenas de la libertad de Dios. Un santo es un miserable que lava su inmundicia en la misericordia de Dios. Un santo es un paria de la tierra que planta en Dios su casa, su ciudad y su patria. Un santo es un cobarde que se hace gallardo y valiente, escudado en el poder de Dios. Un santo es un pusilánime que se dilata y se acrece con la magnificencia de Dios. Un santo es un ambicioso de tal envergadura que sólo se satisface poseyendo cada vez más y más ración de Dios…

Un santo es un hombre que todo lo toma de Dios: un ladrón que le roba a Dios hasta el Amor con que poder amarle.

Y Dios se deja saquear por sus santos. Ése es el gozo de Dios. Y ése, el secreto negocio de los santos.

Así pues, ¿qué es más importante?, ¿qué es más valioso?: ¿lo que el hombre hace por Dios, o lo que Dios hace por el hombre? Ah, en definitiva, el quid de la santidad es una cuestión de confianza: lo que el hombre esté dispuesto a dejar que Dios haga en él. No es tanto el «yo hago», como el «hágase en mí».

El árbol producirá ramas, hojas, flores y frutos, a condición de que se deje visitar por la savia, y por la lluvia, y visitar por la hoja podadora, y por la cuchilla resinera…

El santo es un hombre en quien el amor y la fe y la esperanza, lejos de ser ásperos esfuerzos solitarios, son vivencias acompañadas, experiencias compartidas. El santo ni ama, ni cree, ni espera a solas: él siempre cuenta con el Otro. Por eso el santo confía. No es que tome sus sopas «a pachas» con Dios; pero, sólo con Dios, el esforzado héroe que hay bajo la piel de un santo desmonta la guardia, rinde las armas, cierra los ojos… y se abandona.

En fin, un hombre que se fía de Dios: eso es un santo.

Josemaría Escrivá es uno de esos que se fía de Dios. Pero hay que decir que, antes, Dios se ha fiado de él.

En octubre de 1950, escribe:

«La Sabiduría infinita me ha ido conduciendo, como si jugara conmigo, desde la oscuridad de los primeros barruntos, hasta la claridad con que veo cada detalle de la Obra.» (1)

Más de diez años después, en enero de 1961, en una carta, Escrivá se refiere otra vez a ese «juego divino» en el que Dios ha tomado la iniciativa, y él -con libérrima docilidad- se ha dejado guiar:

«Dios me llevaba de la mano, calladamente, poco a poco, hasta hacer su castillo: da este paso -parece que decía-, pon esto ahora aquí, quita esto de delante y ponlo allá. Así ha ido el Señor construyendo su Obra, con trazos firmes y perfiles delicados, antigua y nueva como la palabra de Cristo.

»En la historia de nuestro camino jurídico, dentro de la vida de la Iglesia, aparece con mucha claridad este juego divino del que hablo. No he tenido que andar calculando, como jugando al ajedrez; entre otras cosas, porque nunca he pretendido averiguar la jugada del otro, para poder dar jaque mate después. Lo que he tenido que hacer es… dejarme llevar.» (2)

Durante cuarenta años, Álvaro del Portillo es testigo de excepción de la vida de oración de Escrivá de Balaguer: de sus esfuerzos, de sus búsquedas, de sus tramos de camino a oscuras, con aridez, a contrapelo, yendo a sacar con fatiga el agua del pozo profundo… Y lo es también de sus hallazgos inesperados, de sus encuentros sorprendentes, de los pequeños y grandes «regalos» de luces nuevas con que Dios gratifica su lucha tenaz. Regalos que Josemaría Escrivá llama expresivamente «dedadas de miel», y que por ser sustancia de eternidad quedan grabados en su conciencia de modo indeleble, como marcados a fuego. No los echa en saco roto. No los olvida. Los paladea de continuo en su intimidad. Los vuelca hacia sus hijos, para que también ellos se beneficien de esas repentinas claridades. Pero jamás presume, ni se jacta de haber sido agraciado así. «¡Es tan humano y tan sobrenatural -dice- esconder los favores de Dios!» (3)

El 2 de octubre de 1968, celebrando en Pozoalbero los cuarenta años del Opus Dei, después de haber sido «asaeteado» por sus hijos con preguntas indiscretas, les explica:

-Adrede, no he querido contaros nada… He ido zafándome… Yo os mentiría, si os dijera que el Señor no ha tenido conmigo intervenciones extraordinarias. Lo ha hecho siempre que ha sido necesario para la Obra… Y son intervenciones que no deseo para nadie porque, aunque dejan el alma llena de paz, son también de una enorme exigencia (…). Pero muy especialmente en un día como hoy, no he querido contaros nada de eso, para que se os quede muy grabado que el camino nuestro es lo ordinario: santificar las acciones vulgares y corrientes de cada día… hacer endecasílabos ¡verso heroico! de la prosa diaria. (4)

Del Portillo ha visto, no una vez ni dos sino muchas, durante el desayuno, después de repartirse las páginas de la prensa del día, cómo Escrivá, apenas se ha enfrascado en la lectura, se queda abstraído, metido en Dios: apoya la frente sobre la palma de una mano y deja de leer el periódico, para hacer oración…

Cuando, después de la muerte de Escrivá de Balaguer, Álvaro, ordenando sus escritos, lee los cuadernos de Apuntes íntimos, se impresiona vivamente al descubrir que esa facilidad para dejarse inundar por la efusión de Dios la tenía ya desde sus años de juventud. Así, en uno de esos cuadernos, aparece esta escueta y reveladora anotación.

«Oración: aunque yo no te la doy, me la haces sentir a deshora, y a veces, leyendo el periódico, he debido decirte: ¡Déjame leer!» (5)

En otras ocasiones, son como aldabonazos que resuenen con fuerza en la bóveda de su conciencia. También leyendo el periódico, después de haber celebrado misa, mientras desayuna el 23 de agosto de 1971, en Caglio, un pueblecito del norte de Italia, Escrivá siente con nitidez una locución de Dios, con palabras muy precisas: «Adeamus cum fiducia ad thronum gloriae ut misericordiam consequamur!» «¡Vayamos con confianza al trono de la gloria, para conseguir misericordia!» Inmediatamente después de recibir en su interior -bajito, pero diáfano- ese hablar de Dios, Escrivá relata lo ocurrido a Álvaro del Portillo y a Javier Echevarría, que están pasando esos días de vacaciones con él, allí en Caglio. Les hace notar que esa frase «oída» no es idéntica a la de la Epístola a los Hebreos: el texto dice ad thronum gratiae, pero Escrivá ha «oído»: ad thronum gloriae. Sin la menor vacilación, y brillándole los ojos de alegría por el hallazgo -son tiempos de sufrimiento por la Iglesia, en los que Escrivá anda como en carne viva-, les aclara que Thronum Gloriae hay que tomarlo como referido a la Virgen, Trono de Dios, con idéntico sentido con que se la llama Sedes Sapientiae, Asiento de la Sabiduría. (6)

Pero esto no es un verso suelto. No es el vuelo errático de un pájaro solitario por el cielo. Forma parte de un intenso y continuo diálogo entre Josemaría y Dios. Esa «locución» es un trazo más en una «interlocución» que el uno y el Otro se traen.

Desde 1965, Escrivá reza y hace rezar a los suyos por la Iglesia de Jesucristo, zarandeada por los empellones posconciliares de quienes, llamándose «progresistas», son trasnochadamente «regresistas»: teólogos, liturgos y moralistas que desempolvan, del viejo baúl de los siglos, errores y herejías con un inconfundible olor, mezcla de azufre y naftalina. Y expenden en sus tenderetes esas antiguallas de baratija, con la única novedad de que quienes ahora están tras el mostrador -el púlpito, la cátedra, el altar…-, en lugar de sotana, llevan corbata o jersey.

Para que «acabe el tiempo de la prueba» en la Iglesia, Escrivá ha ofrecido su vida, y pide a sus hijos: «Uníos a mí en la Misa, en la oración, durante el día entero… que yo estoy siempre pendiente de Dios; estoy más fuera de la tierra que en la tierra.» (7) El 8 de mayo de 1970 ha percibido en su corazón y en su mente otra de esas locuciones internas pero bien sonoras: «Si Dios con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Si Deus nobiscum, quis contra nos?). Viaja a México, ese mismo mes de mayo, con una finalidad exclusiva: rezar, penitentemente, ante la Virgen de Guadalupe. Durante nueve días acude a la villa, y, arrodillado ante la Virgen morena, pasa horas y horas. Pide con urgencia: «¡muestra que eres Madre!» Y con exigencia: «¡no puedes dejar de oírnos!». (8) Para entonces, ha recorrido ya casi todos los santuarios marianos de Europa, rezando por la Iglesia y por la Obra: Lourdes, Sonsoles, El Pilar, La Merced, Fátima, Loreto, Santa María la Mayor, Einsiedeln, María Pötsch, Nôtre-Dame, Willesden…

El 6 de agosto del mismo año 1970, otro jalón en esa secuencia de diálogo continuo que, de cuando en cuando, tiene fulgores de luminosidad meridiana. Esta vez se trata de un empujón de aliento, para redoblar la plegaria; de una invitación a pedir y pedir, sin cansancio, hasta conseguir: Clama, ne cesses! Continúa rezando. No te canses. Convierte tu vida en un clamor…

Escrivá transmite a cada uno de sus hijos -son ya miles y miles y miles por el mundo universo- ese deseo de Dios. Y en la Obra, desde la real gana de cada una y de cada uno, se arrecia en la oración. Ciertamente, el Opus Dei, porque está repartido por los dos hemisferios, a cualquier hora del día o de la noche, «desde que sale el sol hasta el ocaso», (9) es un clamor que no cesa.

En ese tracto de comunicaciones de Dios al hombre, sucede aquella locución de Caglio, en 1971, señalando con claridad a Escrivá que el cauce de ese clamor ha de ser el Trono de la Gloria: la Madre de Dios, la Madre de la Iglesia, la Madre de todos los hombres, la Reina del Opus Dei… Ir con confianza ¡fiándose! al Trono de la Gloria, para conseguir misericordia.

Ni Josemaría Escrivá ni la gente de la Obra son cristianos milagreros. Más por honradez que por retranca recelosa, funcionan con el «a Dios rogando, y con el mazo dando». Saben que la almendra de su vocación es lo vulgar y corriente, el trabajo con sudor y la oración con esfuerzo. Pero viven con la mayor naturalidad su vida sobrenatural. Entienden que rezar es asunto de dos: hablar con Dios y oír a Dios que habla. No puede extrañarles que el Espíritu Santo encienda luces, espabile energías, promueva afectos, deletree frases con un valor nuevo y con un significado hasta entonces ignorado.

Ya muchos años atrás, un confesor del joven sacerdote Josemaría Escrivá, le había recomendado que, con esa natural sobrenaturalidad, tratase íntimamente al Espíritu Santo, al Gran Desconocido: «No le hable: óigale.» (10)

Lo raro, lo impertinente, es que nos sorprenda que, en esa dinámica dual de la oración, la mayor elocuencia y el protagonismo más eminente corresponda a quien tiene más cosas que decir y mejor sabe decirlas.

Escrivá entró desde muy joven por esa senda de la oración que pone el corazón a la escucha. Y así se sintió cariñosamente reprendido en su interior cuando, a principios de los años treinta -exactamente, el 16 de febrero de 1932-, en Madrid, mientras distribuía la comunión a unas monjas, en la iglesia de Santa Isabel, él iba diciendo mentalmente: «Te quiero más que ésta… y que ésta… y que ésta…» Allí y entonces «oyó» un reproche claro y hasta castizo: «¡obras son amores, y no buenas razones!» (11)

Cuando, transcurridos cuarenta años, hablando a sus hijas en Roma, lo recuerde con toda la tersura de una vivencia que no ha envejecido, Escrivá disimulará que el interlocutor era él, y narrará el suceso comenzando con un «sé de un pobre sacerdote que estaba una vez dando la comunión en una reja de esas que tienen las monjas de clausura…». Pero al final del relato, afirmará rotundo: «De la verdad del caso respondo yo.» (12)

Esos años treinta son escarpados y difíciles para el joven Josemaría, empujado por Dios a «meterse a fundador», sin medios materiales, sin un céntimo en los bolsillos, palpando a su alrededor más incomprensión y más soledad de la que puede soportar cualquier hombre que empieza a mirar la vida de frente. Escrivá explica la Obra, que aún no tiene nombre, ni casa, ni aprobación ninguna. Son muy pocos los que la entienden. Otros se acercan, les gusta «el ideal»…, pero, a la hora de arrimar el hombro en serio, escurren el bulto, desaparecen por donde llegaron, insalutato hospite, sin despedirse siquiera.

Josemaría topa también con el anticlericalismo beligerante, que en esos años es la atmósfera normal de la calle. Se siente agobiado e impotente. Sin fuerzas, sin recursos, sin «calle del medio» por donde tirar. Y con toda la Obra por hacer. Pero… una vez más Dios va a mover sus fichas.

El joven curita ha tomado un tranvía en Atocha, en aquel Madrid republicano de 1931. De repente, con una fuerza insospechada experimenta la certeza rotunda, tremenda, incuestionable, de ser hijo de Dios. Nunca antes lo había sentido así. Nunca antes lo había entendido así. Nunca antes lo había sabido así. Las palabras, esta vez, son crenchas del salmo 2: «Tú eres mi hijo… Yo te he engendrado… Tú eres mi Cristo.» Se sorprende a sí mismo, deambulando por las calles, después de haber bajado del tranvía, como enajenado, borracho de alegría, repitiendo un par de sílabas que también el Espíritu Santo ha escanciado en su pecho: es una palabra hebrea entrañable, familiar, de andar por casa; una palabrita leve, que sabe a beso, con la que los niños judíos llamaban a su padre: ¡abba! ¡abba!, papá, papaíto…

Desde ese momento, Escrivá no necesita filosofías ni teologías, ni hacerse un nudo en el pañuelo para recordar en todo tiempo y en todo lugar que él es hijo de Dios. Más aún: ese rasgo de la filiación divina queda impreso en la espiritualidad del Opus Dei, con más fuerza que si fuese un trallazo de amor, como una marca genética que define en los miembros de la Obra un talante de confianza, de nobleza, de seguridad, de alegría… y el regusto feliz de cierto orgullo legítimo.

Justo de su apostolado de esos años, de esos meses, es la experiencia que plasmará en Camino, un libro que tendrá siempre mordiente espiritual, porque está escrito en vivo, sobre el asfalto de la gran ciudad, entre gente de carne y hueso:

«Padre -me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de él?), buen estudiante de la Central-, pensaba en lo que usted me dijo… ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, engallado el cuerpo y soberbio por dentro… ¡hijo de Dios!

»Le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la soberbia.» (13)

Ese mismo año, 1931, el 7 de agosto, celebrando misa, Escrivá vuelve a oír a Dios con palabras inesperadas, que acuñan con firmeza otro trazo capital de lo que ha de ser y hacer la Obra: poner a Cristo, triunfando, en la cumbre de todos los quehaceres humanos. La locución esta vez es un fragmento del Evangelio de san Juan: «Cuando Yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a mí todas las cosas» (Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum). (14) Escrivá comprende con una claridad sobrevenida «que serán los hombres y las mujeres de Dios, quienes levantarán la cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana…» (15)

En las notas de sus Apuntes íntimos de ese día 7 de agosto, después de narrar el suceso, casi de pasada escribe algo que da una luz muy interesante para conocer su reacción personal ante este tipo de experiencias espirituales: «Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas! (¡no temas!), soy Yo.» (16)

La reacción es, pues, la de un hombre normal, muy normal, que pisa tierra y siente temor ante lo superior y desconocido. Luego, como confirmación de que ha oído y entendido lo que debía oír y entender, viene el resello, a modo de certificado de autenticidad: «no temas, soy Yo».

Josemaría, en esos tiempos, se bate el cobre con un apostolado personal hombre a hombre, boca a boca, corazón a corazón. Se curte en las barriadas del dolor y de la miseria, atendiendo a enfermos infecciosos e incurables, a pobres de solemnidad, a niños mocosos, a golfos sin oficio ni beneficio. Recorre la ciudad de punta a punta, con un calzado roto y viejo de «segundos pies». Ayuna. Se mortifica con rigor y sin compasión de sí mismo. Pasa noches en vela. Vive desvivido. Y se entrega a la oración, con ganas y sin ganas.

Todo eso pone el hombre. Y a cambio -divino comercio-, Dios se derrama, Dios se vuelca.

De ese mismo año 1931, entre otras muchas anotaciones de su diario de vivencias íntimas, merece la pena reproducir íntegro este apunte:

«Ayer por la tarde, a las tres, salí al presbiterio de la Iglesia del Patronato a hacer un poco de oración delante del Santísimo Sacramento. No tenía gana. Pero estuve allí hecho un fantoche. A veces, volviendo en mí, pensaba: “Tú ya ves, buen Jesús, que si estoy aquí es por Ti, por darte gusto.” Nada. Mi imaginación andaba suelta, lejos del cuerpo y de la voluntad, lo mismo que el perro fiel, echado a los pies de su amo, dormita soñando con carreras y caza y amigotes (perros como él) y se agita y ladra bajito…, pero sin apartarse de su dueño. Así yo, perro completamente estaba, cuando me di cuenta de que, sin querer, repetía unas palabras latinas, en las que nunca me fijé y que no tenía por qué guardar en la memoria. Aún ahora, para recordarlas, necesitaré leerlas en la cuartilla, que siempre llevo en mi bolsillo para apuntar lo que Dios quiere. (En esta cuartilla de que hablo, instintivamente, llevado de la costumbre, anoté, allí mismo en el presbiterio, la frase, sin darle importancia.) Dicen así las palabras de la Escritura que encontré en mis labios: et fui tecum in omnibus ubicumque ambulasti, firmans regnum tuum in aeternum. Apliqué mi inteligencia al sentido de la frase, repitiéndola despacio. Y después, ayer tarde, hoy mismo, cuando he vuelto a leer estas palabras (pues -repito- como si Dios tuviera empeño en ratificarme que fueron suyas, no las recuerdo de una vez a otra), he comprendido bien que Cristo-Jesús me dio a entender, para consuelo nuestro, que la Obra de Dios estará con Él en todas las partes, afirmando el reinado de Jesucristo para siempre.» (17)

Con toda viveza se retrata el claroscuro: el esfuerzo del hombre que intenta buscar a Dios, a pesar de la sequedad esteparia, a pesar de las distracciones, a pesar de la somnolencia de la hora de la siesta… Y el Dios espléndido y magnífico que le inunda con una comunicación inesperada y tanto más sorprendente, cuanto que el propio Josemaría no recuerda haberse fijado nunca antes en ese texto latino de la Escritura, que ahora se le hace entender, reentender con novedoso sentido, en un genuino ejercicio de inteligencia, de intus-legere, de leer por dentro…

Ciertamente, la Biblia, el libro santo de autoría divina, es siempre un documento vivo, palpitante, que en cada nuevo presente interpela al hombre con un mensaje distinto, apropiado a su hambre, a su sed, a su necesidad, a su carencia. Dios no cambia su definitiva palabra, pronunciada de una vez por todas. Pero, diciendo lo mismo, Dios jamás se repite. Esa palabra de Dios no envejece, no se apergamina, no se fosiliza, no caduca. Se hurta a la mordedura del tiempo: en toda edad, Dios renueva su palabra, al pronunciarla ex novo, de nuevas, para cada hombre. La palabra de Dios es siempre noticia de primera mano, anuncio novedoso, primicia candente. Y además y sobre todo, es buena noticia. Exactamente: «buena nueva».

Cada vez que un hombre se acerca al libro santo de la Biblia y se deja interpelar por lo que ahí está escrito, el pasado y el futuro se dislocan. La historia se reduce a la mera instantánea de un ahora mismo. Todo se pone en presente. Y ese mismo presente se colapsa, se detiene: se hace eterno. En todo el universo estallan los relojes.

Mientras más y más se medita, se contempla y se pondera en el corazón, la palabra de Dios así tratada, así cuidada, así acariciada, desenvuelve cada vez más insospechados matices, más sugestivos biseles, más inauditos registros de gravedad y de agudeza.

Josemaría Escrivá, porque siguió «a la escucha» de aquel «tú eres mi hijo, tú eres mi Cristo», que tanto le sobrecogió y tanto le alegró en 1931, pudo llegar más de treinta años después, en 1963, a deletrear esas mismas palabras con una novedosa hondura:

«Y yo sólo sabía repetir: “Abba, Pater!; Abba, Pater!; Abba!, Abba!, Abba!” Y ahora lo veo con una luz nueva, como un nuevo descubrimiento: como se ve, al pasar los años, la mano del Señor, de la sabiduría divina, del Todopoderoso. Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón -lo veo con más claridad que nunca- es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios.» (18)

Sí, no habían sido inertes los años que mediaban entre aquel soberbio engallamiento que con briosa espontaneidad plasmó en Camino, y este paciente «tener la Cruz», como talismán de una felicidad que no se resquebraja.

Si de Camino dijo Pablo VI que había sido escrito con la maturità de la gioventù, con la madurez de la juventud, (19) de este nuevo hallazgo, más alto y más profundo, se debería decir que era el fruto en sazón: no de la madurez de la senectud, sino de la madurez de la fidelidad.

Dicen que el Génesis y el Apocalipsis, alfa y omega de la literatura revelada, son metáforas. Y dicen bien, lo son, en cierto modo. ¿Habría otra manera de explicar, para hombres… para niños, la creación y la regeneración del universo cósmico? También Jesucristo -la palabra de Dios que se expresa y se pronuncia con palabrillas y acentos y entonaciones humanas-, para explicar qué inmensa y portentosa cosa es el Reino de los cielos, recurre a la semejanza, a la parábola, al cuentecillo fácil y de remoto parecido… No está, pues, fuera de lugar echar mano a la metáfora y llamar «juego divino» o «jugada maestra de Dios» a ese rapport trabado entre el cielo y la tierra. Dios mismo tiene declarado que sus delicias son «estar con los hijos de los hombres», y que ese deleite es lúdico: ludens in orbe terrarum, Dios juega sobre el orbe de la tierra. Dios se divierte, Dios disfruta, Dios goza… con los gestos y las gestas de los hombres. ¡Dios baila con los hombres!

Cuando Dios mira a su Hijo, Cristo, dice «Hombre», y cuando mira a su hijo, hombre, dice «Cristo».

Si Dios leyera a los clásicos, al echarse a la cara a Terencio («Soy hombre y nada humano me es ajeno»), seguro que sonreiría: «Soy Dios y nada humano me es ajeno.»

Por ello, cada vez que en ese «juego divino» el hombre fiel y fiado de Dios se extenúa, se cansa, llega a sus límites, se siente impotente y exclama «¡ya no puedo más!», ese Dios, al que nada humano le hace encogerse de hombros, interviene, se hace notar: Dios mueve sus fichas. Dios hace su jugada.

Así ocurre en agosto de 1958. Mientras está «pateándose» la city de Londres, Escrivá se siente abrumado en aquella cosmopolita y febril encrucijada del mundo… Mira los edificios cargados de historia, el tráfico incesante, las gentes de todas las razas y todas las lenguas que cruzan las calles deprisa, en silencio, sin mirarse, abstraído cada cual en la madriguera de su egoísmo… Se admira y se desconcierta. No encuentra rastro de Dios por ninguna parte. Le parece que todo está por hacer. Se ve sin recursos, sin fuerzas, sin saber ni cómo, ni por dónde, ni con quién iniciar el diálogo… Por sus mejillas se descuelga la triste y heladora caricia del desaliento. Se le cae el alma a los pies. Hecho trizas, se vuelve a Dios desde el cuajo del corazón y le dice: «Esto se te ha escapado de las manos… Londres es mucho Londres… ¡Yo no puedo, Señor, yo no puedo!»

Y es entonces cuando Dios entra en el juego. No ha dejado de estar nunca, pero ahora va a hacerse sentir: «Tú no puedes…, pero yo sí.»

Aún impresionado y conmovido, ya de vuelta en Roma, lo contará él mismo:

-Me encontraba hace poco más de un mes en una nación a la que quiero mucho. Allí pululan las sectas y las herejías, y reina una gran indiferencia ante las cosas de Dios. Al considerar ese panorama me desconcerté y me sentí incapaz, impotente: «Josemaría, aquí no puedes hacer nada.» Estaba en lo justo: yo solo no lograría ningún resultado; sin Dios, no alcanzaría a levantar ni una paja del suelo. Toda la pobre ineficacia mía estaba tan patente, que casi me puse triste; y eso es malo. ¿Que se entristezca un hijo de Dios? Puede estar cansado, porque tira del carro como un borrico fiel; pero triste, no. ¡Es mala cosa la tristeza!

»De pronto, en medio de una calle por la que iban y venían gentes de todas las partes del mundo, dentro de mí, en el fondo de mi corazón, sentí la eficacia del brazo de Dios: tú no puedes nada, pero Yo lo puedo todo; tú eres la ineptitud, pero Yo soy la omnipotencia. Yo estaré contigo, y ¡habrá eficacia!, ¡llevaremos las almas a la felicidad, a la unidad, al camino del Señor, a la salvación! ¡También aquí sembraremos paz y alegría abundantes! (20)

Otra intervención de extraordinario protagonismo de Dios ha ocurrido unos años antes, en Roma, a la hora del almuerzo, el 27 de abril de 1954: Escrivá -que está enfermo de diabetes-, tras sufrir un shock anafiláctico por el efecto de una dosis de insulina retardada, queda clínicamente muerto durante quince minutos… Álvaro del Portillo le da la absolución in articulo mortis. El Padre ha perdido el conocimiento, y está caído sobre un sillón del comedor de Villa Vecchia, agarrotado y rígido como un cadáver. Después de enrojecer y amoratarse, su rostro ha ido tomando un color terroso y cerúleo; todo el cuerpo se le ha contraído y, extrañamente, ha menguado de tamaño. Por la mente de Josemaría -según él mismo relatará después- pasa en un instante toda la secuencia de su vida: la dialéctica entre su barro humano y la gracia divina. Llega a tener conciencia de haber muerto. «Estuve muerto», dirá sin paliativos cuando, pasado el tiempo, se refiera a ese insólito suceso.

El hecho más sorprendente y científicamente inexplicable no es tanto -con serlo- que sobreviva a tal gravísimo shock y sin quedarle lesión cerebral ninguna, sino que salga de ese episodio mortal completamente curado.

Que Josemaría Escrivá padecía diabetes mellitus desde 1944, es un hecho médicamente diagnosticado, atendido y certificado. Que la diabetes no tiene curación, es otro hecho de avalada experiencia. Que en este caso clínico, con nombre y apellidos, en un día concreto y a una hora determinada, la diabetes desapareció para siempre y de modo repentino, es también otro hecho verificado por varios médicos especialistas; entre ellos, el propio doctor Carlo Faelli, que tenía a Escrivá como a su «enfermo más grave».

Es a partir de entonces cuando Escrivá comentará -agradecido por agraciado- que ya se había acostumbrado a la sed insaciable, a las llagas, al cansancio continuo, a los estallantes dolores de cabeza… y que se siente liberado «como si hubiera salido de la cárcel». Ha estado muerto, y vive. Se siente liberado, sí. Pero, sobremanera, se siente endeudado con el «divino jugador» que, a veces de forma desconcertante, se hace trampas a sí mismo… para que el otro gane esa partida.

Por eso, aun sin llenarse la boca hablando de episodios milagrosos, dos meses después, el 27 de junio, Escrivá conversa con un grupo de hijas suyas en España, en Los Rosales, y les asegura bien convencido:

-La historia de la Obra se tendría que escribir de rodillas, porque es la historia de las misericordias de Dios. (21)

Ciertamente, el quid de la santidad es una cuestión de confianza: lo que el hombre esté dispuesto a dejar que Dios haga en él. No es tanto el «yo hago», como el «hágase en mí».

NOTAS

1. Carta 7-X-1950, n. o 3. AGP, RHF 20755, p. 279.
2. Carta 25-I-1961, n. os 4-5. AGP, RHF 20755, p. 280.
3. Carta 9-I-1932, n. o 10. AGP, RHF 20765.
4. Testimonio de monseñor César Ortiz-Echagüe (AGP, RHF T-04694).
5. J. Escrivá de Balaguer, «Apuntes íntimos», n. o 1130.
6. AGP, RHF 21171, p. 881.
7. AGP, RHF 20160, p. 894.
8. AGP, RHF 21171, p. 1357.
9. Misal Romano. Liturgia de la Misa. Plegaria Eucarística III.
10. Cfr. «Apuntes íntimos», n. o 864, del 8-XI-1932; cfr. J. Escrivá de Balaguer, Forja n. o 430.
11. Cfr. «Apuntes íntimos», n. o 606, del 16-II-1932; cfr. Camino, n. o 933 y Forja, n. o 498. Nunca olvidará Josemaría Escrivá aquella «locución», aquel «reproche» de su Dios celoso. Muchas veces volverá sobre ello. Cfr. «Apuntes íntimos», n. o 912, del 20-I-1933 y n. o 1120, del 20-I-1934. AGP, RHF 20166, pp. 1231-1232; RHF 20760, p. 137; Artículos del Postulador, n. os 1222, 370.
12. Testimonio de doña Marlies Kücking.
13. Camino, n. o 274.
14. Juan, 12, 32.
15. «Apuntes íntimos», n. o 217 y AGP, RHF 21166, pp. 17-19.
16. Ibídem.
17. «Apuntes íntimos», n. o 273.
18. Meditación 28-IV-1963.
19. AGP, RHF 21165, p. 333.
20. Meditación 2-XI-1958.
21. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902).

 
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