volver a la página principal
 


CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV


CAPÍTULO V


CAPÍTULO VI


CAPÍTULO VII


CAPÍTULO VIII


CAPÍTULO IX


CAPÍTULO X


CAPÍTULO XI


CAPÍTULO XII


CAPÍTULO XIII


CAPÍTULO XIV


CAPÍTULO XV


CAPÍTULO XVI


CAPÍTULO XVII


CAPÍTULO XVIII


CAPÍTULO XIX

CRONOLOGÍA

ÍNDICE ONOMÁSTICO

FOTOS DEL LIBRO

 

El hombre de Villa Tevere
Los años romanos de Josemaría Escrivá
Pilar Urbano
Editado por Plaza & Janés
CAPÍTULO III


Realquilados en Città Leonina. Mientras el Papa duerme. «Romana, romana, romana.» Las cosas de palacio… Un manojo de rosas sin espinas.

Viajan de Génova a Roma en un destartalado coche de alquiler. Un viejo modelo alto y grandote, con peldaño de escalón, transportines abatibles, y un fuerte olor a hule rancio. Llegan a la hora del crepúsculo. Es un bello atardecer romano. Tíber, fachadas rosa y aroma de adelfas y ciprés. Al doblar un recodo de la Via Aurelia, avistan la cúpula de San Pedro. El Padre se estremece y rompe a rezar en voz alta: «Creo en Dios Padre todopoderoso…»

Es de noche cuando suben hasta el quinto piso: un ático de la Piazza della Città Leonina, donde los de la Obra viven realquilados en la mitad del apartamento de una condesa venida a menos. Esta señora les ha dejado algunos muebles y adornos que todavía lucen cierta elegancia decadente. No disponen de mucho espacio. En la mejor habitación de la casa han instalado el oratorio. El comedor sirve también como cuarto de estar, sala de estudio, rincón de trabajo, lugar para recibir visitas, o para tener círculos y charlas de formación. De noche, allí se extienden algunas camas plegables. Sólo hay un dormitorio, que será para el Padre o para quien pase unos días de enfermedad. El cuarto de don Álvaro no es más que un ensanche del pasillo, forzosamente «peatonal» durante el día. La vivienda se desahoga con un balcón corrido y cubierto, una galería que con optimismo llaman «la terraza» y que da a la plaza de San Pedro.

El Padre entra, en directo, como hace siempre, a saludar «al Señor de la casa». Reza unos instantes, arrodillado ante el sagrario. Salta a la vista el cariño, y también la pobreza, con que está puesto el oratorio. En la primera ocasión que se presente, allí mismo, en Roma, Escrivá comprará un hermoso crucifijo de mármol veteado, un Cristo vivo y sereno, de líneas muy estilizadas, que en adelante presidirá ese pequeño altar.

Después de cenar tienen un rato de tertulia animadísima. Junto a Escrivá, Álvaro del Portillo, José Orlandis y Salvador Canals, Babo. Eso es todo el Opus Dei en Roma, en Italia. Dentro de pocas semanas llegarán Ignacio Sallent y Armando Serrano. Pero ya en este mismo año 1946, y en 1947, la Obra va a empezar a extenderse por Portugal, Francia, Irlanda e Inglaterra.

En cierto momento, señalando enfrente, a través de la galería, hacia los palacios vaticanos, los que acompañan a Escrivá le hacen ver las luces aún encendidas de las habitaciones del pontífice. Se pueden intuir muy bien sus desplazamientos de una estancia a otra. Como el cuartel de la guardia suiza es un edificio bastante bajo, ellos son ciertamente los vecinos más próximos del Papa. El Padre decide que esa noche, la primera que pasa en Roma, no se acostará. Sentado allí, en la terraza, pasará las horas en vela, acompañando con su oración al Santo Padre.

El sacerdote Josemaría Escrivá tiene hacia el Papa un amor sincero, hondo, incluso entusiasta. No se trata de la admiración aldeana que genera todo personaje distante, inaccesible, situado en una alta cumbre de apoteosis. No. Es la convicción de que el romano pontífice, sea quien sea, es el sucesor de Pedro. Él tiene en sus manos las llaves. Él abre y cierra. Él, por deleznable que pueda ser su debilidad, es la roca firme donde se asienta la Iglesia. Él es, con palabras que Escrivá saborea, prestadas de santa Catalina de Siena, il dolce Cristo in terra. O, aún con más fuerza: el vicecristo.

Por otra parte, también es cierto que con Pío XII el papado vive todavía un barroco esplendor ritualista, que eleva y aleja la figura del pontífice, rodeándole de ornatos y protocolos casi imperiales. Quizá con ello se quiere simbolizar la eminencia de su poder espiritual y de su autoridad carismática. Pío XII es un Papa que irradia santidad y majestad. Pero siempre hay que verlo a distancia. No existe la televisión, ni hay uso de audiencias populares multitudinarias, ni costumbres viajeras en el Papa. Son pocos y muy selectos los que tienen acceso a él. En las grandes y solemnes ceremonias, el Papa Pacelli se desplaza, llevado en andas, sobre la imponente silla gestatoria, hierático y erguido, bajo la pesada tiara de oro y plata.

Ver a un tiro de piedra la ventana de la habitación donde el Papa duerme, como cualquier otro hombre cansado, es sin duda algo entrañable y conmovedor para la sensibilidad y la fe de Josemaría.

Durante años, todos los días, arrebujado en su manteo por las calles de Madrid, rezaba el rosario «por la persona y las intenciones del romano pontífice». Y también -había escrito muchos años antes, cuando Pío XI ocupaba la Silla de Pedro- «me ponía con la imaginación junto al Santo Padre, cuando el Papa celebraba la Misa… Yo no sabía, ni sé, cómo es la capilla del Papa; pero al terminar mi rosario, hacía una comunión espiritual, deseando recibir de sus manos a Jesús sacramentado. No os extrañe que me den una santa envidia aquellos que tienen la fortuna de estar cerca del Santo Padre materialmente, porque pueden abrirle el corazón, porque pueden manifestarle la estimación y el cariño». (1)

Esa misma noche del 23 de junio, no ya Roma, Italia entera vive una vigilia de especial inquietud: al día siguiente, la nueva Asamblea parlamentaria se reúne para elegir presidente a Alcide de Gasperi. El rey Humberto II abdica y transmite todos los poderes.

Pero Escrivá sólo tiene un asunto que ocupa su corazón: no es cierto, no puede serlo, que la Obra de Dios haya llegado ni demasiado pronto, ni demasiado tarde. El Opus Dei existe por empeño del cielo. ¿Que no hay fórmulas canónicas adecuadas? Dios, que no sólo es el mejor jurista, sino el único genuino legislador, cuya voluntad hace ley, y ley a la que han de adaptarse y plegarse todas las leyes de los hombres, Él mismo abrirá el camino…

Así le sorprenderá el entreluz gris y violeta del alba. Es fácil suponer que en algún momento haya venido a sus labios una bocanada del salmo 62: «En la madrugada meditaré en ti, porque siempre fuiste mi ayuda… Bajo la sombra de tus alas me regocijaré. Mi alma se apegó a ti: tu mano derecha me ha amparado. Señor, Dios mío, de ti tiene sed mi alma. A ti te busco desde que amanece.»

Un vencejo vuela bajo y veloz por la piazza della Città Leonina. Al llegar junto a la pared rojiza, tanagra, aletea nervioso y reemprende el vuelo. Un nimbo de luz tímida y tibia pone fulgores deslumbrantes en las vidrieras de la cúpula vaticana.

En el interior del ático hay ruido de camas que se pliegan, de duchas y grifos que manan… Ha llegado ya la empleada -una húngara no demasiado experta en las tareas domésticas- y se la oye trajinar, preparando los desayunos.

Cuando, algún tiempo después, Escrivá le cuente a un viejo prelado de la curia que ha pasado en vela su primera noche romana «por devoción y amor al Papa», este hombre lo referirá a otros…, que a su vez comentarán el suceso entre bromas y burlas: «Muchos se rieron de mí. En un primer momento, esa murmuración me hizo sufrir; después, ha hecho surgir en mi corazón un amor al romano pontífice, menos español -que es un amor que brota del entusiasmo-, pero mucho más firme, porque nace de la reflexión: más teológico y, por tanto, más profundo. Desde entonces suelo decir que en Roma he perdido la inocencia, y esta anécdota ha sido de gran provecho para mi alma.» (2)

El medio piso de Città Leonina es un fondeadero provisional; pero aún deberán vivir ahí trece meses más. Incluso, desde el 27 de diciembre de ese mismo año 1946, tendrán que ceder espacio, con absoluta separación e independencia, a un grupo de mujeres de la Obra que vendrán a Roma, llamadas por el fundador, para iniciar sus propias tareas de apostolado y encargarse de la administración doméstica de este centro del Opus Dei.

A decir verdad, a medida que pasan los días, el Padre advierte que la empleada húngara no es creyente y atiende sin delicadezas, con negligencia, las cosas pequeñas y grandes del oratorio. Esto le preocupa. Más aún, le hace sufrir. Tanto, que será ésa la razón determinante por la que instará a sus hijas a venir a Roma cuanto antes.

Aunque dice el refrán que «las cosas de palacio van despacio», y no es precisamente la celeridad el rasgo más destacado de las gestiones en la curia vaticana, hay que asombrarse de la rapidez con que Escrivá obtiene resultados positivos en sus primeros pasos ante la Santa Sede.

Las primeras palabras de cariño y aliento que Escrivá escuche en Roma serán las de monseñor Giovanni Battista Montini, un italiano de Brescia, inteligente y sensitivo, que, desde que terminó la guerra mundial, atiende la delicada tarea de volver a anudar las relaciones diplomáticas del Vaticano. Pasados varios años, Montini regirá la Iglesia bajo el nombre de Pablo VI.

Ahora, como si intuyera que tarde o temprano Pío XII y el fundador del Opus Dei van a tener una continuada relación, Montini empieza ya a «alfombrar» este primer encuentro, con un detalle humano: estando un día con Salvador Canals y otros dos de la Obra, les pide «alguna fotografía del fundador, para poder enseñársela al Papa». Uno de ellos, Julián Urbistondo, se lleva rápidamente la mano al bolsillo interior de la chaqueta. Saca su billetera. Busca con rapidez y enseguida muestra a Montini una foto pequeña del Padre, de ésas que llevan un festón puntiagudo en los bordes. Por un momento duda si es correcto o no hacer llegar hasta las manos del Santo Padre esa fotografía, así, como está: algo amarillenta y escrita por detrás… Montini no puede evitar una sonrisa de asombro, al leer la curiosa dedicatoria que Escrivá trazó al dorso de la cartulina: «Bandido: ¿cómo te portas con tus padres?» (3)

Pío XII había recibido ya dos veces a Álvaro del Portillo; y también, por separado, a los profesores de Derecho Orlandis y Canals; y al científico José María Albareda, cuya talla intelectual asombró al pontífice. Ahora se prepara la primera audiencia del Papa con Escrivá de Balaguer, que será muy pronto: el 16 de julio. Pío XII no sólo ha conocido, pues, a varios miembros de la Obra, sino que desde 1943 reza nominalmente por el fundador y tiene entre sus libros un ejemplar de Camino. (4)

En esa conversación privada, Escrivá de Balaguer explica al Papa qué es y qué no es el Opus Dei. Y Pío XII le aconseja ponerse en contacto con quienes están llevando a cabo unos trabajos jurídicos que desembocarán en la nueva constitución apostólica Provida Mater Ecclesia. (5) De ahí arrancarán los institutos seculares. El Opus Dei podrá tener así cierto anclaje canónico dentro de la Iglesia. No es una fórmula feliz, porque el Opus Dei ni vive ni debe vivir el «estado de perfección», que, en cambio, asumen los institutos seculares. Pero con todo, de algún modo, ahí se sanciona el hecho -entonces novedoso- de la entrega total de los laicos, permaneciendo en el mismo estado, oficio y lugar que ocupaban en el mundo.

Con el Decretum laudis de aprobación del Opus Dei, emitido apenas tres semanas después, también por Pío XII, Escrivá consigue el reconocimiento de la vocación universal a la santidad que la Obra promueve, tanto para hombres como para mujeres y tanto para sacerdotes como para laicos: una misma vocación, sin grados, sin diferencias, sin escalas y sin escalafones.

Para ello no ha necesitado utilizar atajos ni vericuetos de privilegio: Josemaría Escrivá reza y hace rezar, estudia y hace estudiar, trabaja y hace trabajar. Llama a las puertas donde deben oírle. Guarda muchas, muchísimas, antesalas. Y habla siempre con la fuerza y la humildad de quien está esforzándose por sacar adelante algo que no es ambición propia, sino encargo querido y requerido por Dios. Esa seguridad de que la Obra es divina será, sin duda, la clave de su persuasión.

Sin embargo, la constitución Provida Mater Ecclesia no es -y se verá enseguida- el «traje adecuado» para andar por las calles del mundo, nel bel mezzo della strada, siendo gente corriente, the ordinary people: los demás entre los demás. Por eso, en todo momento y en todas las instancias, Escrivá afirma con claridad y tenacidad «baturras» que él está en la dinámica de una espera: en un «conceder, sin ceder, con ánimo de recuperar». (6)

«El Opus Dei -escribirá años después- en la Iglesia de Dios ha presentado y ha resuelto muchos problemas jurídicos y teológicos -lo digo con humildad, porque la humildad es la verdad-, que parecen sencillos cuando están solucionados: entre ellos, éste de que no haya más que una sola clase, aunque esté formada por clérigos y laicos.» (7)

Pío XII vislumbra un espléndido panorama: la santidad individuada y el apostolado personal que el Opus Dei podrá irradiar por toda la tierra. También se percata del temple espiritual de Josemaría Escrivá y de la envergadura divina de su fundación, que él mismo sancionará de modo definitivo el 16 de junio de 1950. Algo más tarde, el Papa le comenta al cardenal Norman Gilroy, de Sydney, Australia, que está hondamente impresionado por una visita reciente de Escrivá de Balaguer: «Es un verdadero santo, un hombre enviado por Dios para nuestro tiempo» (é un vero santo, un uomo mandato da Dio per i nostri tempi). (8) Nada hace presentir entonces las horas amargas, los durísimos sufrimientos, que Josemaría ha de padecer, aun sin quererlo el Papa, bajo este pontificado.

Algunas noches de ese verano romano de 1947, y también después, cuando la plaza de San Pedro está solitaria y silenciosa, el Padre baja con varios de sus hijos. Se acercan al obelisco que Calígula trajo de Heliópolis, y Sixto V hizo que hincaran en la gran explanada. Otras veces, pasean por entre la columnata de Bernini. Luego se detienen y, de pie sobre el oscuro empedrado, Josemaría recita un credo, desgranando con firmeza cada una de las palabras. Después de decir «creo en la santa Iglesia católica», con un énfasis rotundamente afirmador, añade: «Creo en mi Madre, la Iglesia romana, romana, romana.» (9) Y cada «romana» es como una fuerte oleada de intensa romanidad.

Pasado algún tiempo, apenas unos meses, intercalará otra frase, espontánea y vital, que denota el deseo íntimo de superar, a golpes de fe, no se sabe qué desconcertantes pesadumbres: «Creo en la Iglesia, una, santa, católica, apostólica… ¡a pesar de los pesares!»

En cierta ocasión, con toda confianza Escrivá le comenta a monseñor Tardini estas estribaciones, estos desahogos con que se le desborda el credo. Cuando llega a la expresión castiza española «a pesar de los pesares», traduce:

-Malgrado tutto…

-Ah, ¿y a qué se refiere con ese malgrado tutto?

-Me refiero… a sus errores personales y a los míos. (10)

Sus gestiones en los despachos vaticanos siguen con intensidad. Es un forcejeo de lógica jurídica, que trata de abatir viejos murallones canónicos para abrir un camino a la Obra. No es fácil. Los goznes de algunas puertas tienen óxido de muchos siglos. Las fórmulas obtenidas en 1941, en 1943, y la que se prepara ahora, para hacerla oficial en 1947, son las soluciones posibles y las más adecuadas… O sea, las menos inadecuadas. Pero «no había otra salida, sin embargo: o se aceptaba todo, o seguíamos sin un sendero por donde caminar. Realmente hemos sido la aguja para meter el hilo, y la experiencia nos está confirmando que los que han pedido luego la aprobación como institutos seculares se encuentran a gusto y aceptan con alegría -porque ése es su camino- aun las cosas que no van con nuestra secularidad: cada día se ve más claramente que, dejando el hilo, la aguja debe salir fuera del tejido que llaman ahora institutos seculares». (11)

Transcurren así dos meses de agobiante canícula romana: julio y el ferragosto. El Padre reza, trabaja, estudia, escribe, callejea, habla con unos y con otros, ejercita la paciencia… Y está enfermo. Es traicionera e imprevisible su diabetes mellitus: fiebres, deshidratación, arrebatos de sed irrefragable, cansancio muscular, dolor de cabeza, debilidad, postración… Pero Josemaría no se queja. Nadie, salvo don Álvaro, percibe sus molestias. Incluso va por delante de sus hijos más jóvenes, en el brío y en el buen humor. A veces, al regresar a la casa de Città Leonina, derrengados de caminatas y trasiegos entre la burocracia de la curia, se encuentran con que, por un corte en el fluido eléctrico, no funciona el ascensor. Entonces, el Padre se agarra decidido a la baranda y comienza a subir el primer tramo. Al llegar al rellano, comenta con simpatía:

-Dicen que en esta casa hay cinco pisos, pero me parece que son un poco exagerados: hay cuatro, porque uno ya lo hemos subido…

Un poco más arriba, añade:

-Además, tampoco hay cuatro, sino sólo tres…

Así, con bromas y sin jadeos, llegan a los últimos peldaños. Ahí se detiene, respira hondo y exclama con una sonrisa de picardía:

-¡Si esta casa no tiene más que dos o tres escalones! (12)

Hay algo más que un talante natural simpático y optimista: bajo la piel de esa alegría espontánea, que no se queja ante lo fastidioso, hay un hombre tenaz que, días y días, durante años, se aplica al training virtuoso del «ascetismo sonriente».

El 31 de agosto Escrivá regresa a Madrid. Lleva consigo dos documentos importantes: el breve Cum Societatis y la carta Brevi sane, de alabanza de los fines de la Obra. Y un curioso y muy estimable regalo personal del Papa: las reliquias completas de dos muchachitos mártires cristianos: santa Mercuriana y san Sinfero. Pío XII manifiesta así que ha entendido la similitud entre los miembros del Opus Dei y aquellos primeros cristianos; que la llamada a la santidad no tiene edad: la inicia el Espíritu Santo, con el aldabonazo del bautismo; y que en la Obra hay mujeres y hombres, como en toda familia y como en toda porción del pueblo de Dios: dos cuerpos, separados y distintos, pero alentados por una misma y única alma.

En el oratorio de un centro de varones quedará el cuerpo de Sinfero. El de Mercuriana lo colocarán bajo el altar de Los Rosales -un centro de mujeres del Opus Dei, en Villaviciosa de Odón, cerca de Madrid- dos sacerdotes, don Álvaro del Portillo y don José María Hernández de Garnica, estando presentes el Padre y algunas de sus hijas: Antonieta Gómez, Mari Tere Echeverría, Josefina de Miguel…

Escrivá atenderá en España diversos asuntos del gobierno de la Obra -el Consejo general sigue en Madrid- y descansará algunos días cerca de Segovia, en Molinoviejo, que ha empezado a funcionar como casa de convivencias y de retiros. Precisamente durante esta estancia, por expreso querer del Padre, tendrá lugar en la pequeña ermita de Molinoviejo un acto muy sencillo, pero de un significado importantísimo, medular: los juramentos promisorios, el compromiso libre, en conciencia, sin votos, de los primeros del Opus Dei.

La breve etapa romana, y sus contactos curiales, le han dado a Escrivá la clara percepción de que muchas instituciones de la Iglesia se desguazan en cuanto empiezan a deteriorarse dos pilares fundamentales: la pobreza personal y la unidad de los miembros, entre sí y con quienes hacen cabeza.

El 24 de septiembre es la fiesta de la Virgen de la Merced. Josemaría Escrivá rememora aquel templo cercano al puerto de Barcelona, donde acudió a pedir «socorro» a su Madre, antes de zarpar rumbo a Génova. Es un buen día, para un buen gesto. A las doce, dentro de la ermita de Molinoviejo, rodeado de un grupo de hijos suyos de la primera hora -son todos muy jóvenes, pero tienen bien perfilado en la conciencia el trazo de que son «los mayores»-, rezan el angelus ante la imagen de la Virgen. (13) Sobre el altar de madera, un crucifijo. Dos recias velas, encendidas, una a cada lado. Allí, estos miembros de la Obra se comprometen a mantener el espíritu del Opus Dei tal como Dios lo entregó al fundador. Y lo hacen apalabrándose desde la lealtad y la honradez cristiana. Uno de los compromisos es el del desprendimien-

to personal, que siempre habrá de conservarse como se vivió

desde el principio. Otro, la unidad con los directores. Otro, el

de ayudarse mutuamente con la corrección fraterna.

Ah, siempre será incomprensible para muchos -tal vez, porque a la hora de mirar hacia el Opus Dei se ponen gafas de vidrios aberrantes- que la única «mutualidad benéfica» entre los miembros de la Obra sea la oración, sea el servicio y sea el cariño exigente, plasmado en esa «corrección fraterna», que es decir con lealtad y cordialidad, suaviter et fortiter, a las claras y a la cara, aquello en lo que el otro debe mejorar. Ése es todo el «imbricadísimo apoyo» que cualquier persona de la Obra debe esperar de los demás. Ése, el significado cabal de una frase que puede leerse con letras a realce en algún repostero de Molinoviejo, o en algún muro de Villa Tevere: Frater qui adiuvatur a fratre, quasi civitas firma: «El hermano, ayudado por el hermano, es como una ciudad fuerte, como una ciudad amurallada» (Prov 18-19). Unas palabras que pertenecen al acervo del pueblo hebreo y que el rey Salomón puso por escrito en el libro de los Proverbios.

En la ermita, sobre el suelo de baldosas rojas, hay unos rodetes de esparto para arrodillarse a resguardo del frío. Al salir, el Padre hace retirar dos o tres de esos rodetes, y pide que se conserven como recuerdo. Escrivá no es ni un nostálgico, ni un sentimental, ni un fabricante de reliquias; pero tiene una conciencia histórica, fina y diáfana, para todo lo que es andadura de la Obra.

Una tarde, a principios de noviembre, vuelve Escrivá a Los Rosales. Allí anuncia a sus hijas que ha de regresar a Roma el día 8. Pero esta vez no sabe cuánto tiempo estará ausente.

-Representándome a mí, se queda don Pedro, para todo lo que necesitéis.

Y, sin agregar nada más, se asoma al jardín de la casa por una puerta acristalada. Hace un gesto, llamando a alguien que aguardaba fuera. Al momento, entra don Pedro Casciaro, un joven doctor en Ciencias Exactas, ordenado sacerdote hace muy pocos días: el 29 de septiembre. En adelante, él será el secretario general del Opus Dei, y gobernará la Obra tratando de identificarse «con la mente del Padre». (14)

Visto con ojos humanos, es un brindis al sol. Pero Escrivá tiene una vigorosa fe en la gracia. Será entonces cuando, en Madrid, algún clérigo comente: «Y ahora se va a Roma, y deja el Opus en manos de cuatro chisgarabís…» A lo que su interlocutor responde: «Si ese Opus es Dei, permanecerá aunque no esté aquí el fundador. Y si no es una Obra de Dios, con fundador o sin fundador, se deshará ella sola.»

En Roma se intensifican los trabajos de redacción de la constitución Provida Mater Ecclesia. Al piso de Città Leonina acuden muchas visitas. La gran mayoría son personajes eclesiásticos, que trabajan en diversos dicasterios y congregaciones de la curia. Sin embargo, el Padre se siente como un muelle comprimido. Y no se pierde un minuto, ni se da puntada sin hilo, pero Escrivá lleva un ritmo interior de urgencia: la Obra no puede ir al paso de los hombres, sino «al paso de Dios». El 6 de diciembre escribe a los miembros de la Obra residentes en Madrid: «Todas nuestras cosas van muy bien, pero con excesiva calma.» (15)

Dos días después, Pío XII le recibe de nuevo en audiencia privada. El 16 de ese mismo mes, en otra carta a los suyos de Madrid, les indica: «No olvidéis que ha sido en la octava de la Virgen, cuando ha comenzado a cuajar la solución de Roma.» (16) El fundador ha podido saber que la Santa Sede no sólo está dispuesta sino deseosa de otorgar cuanto antes la aprobación al Opus Dei. Conviene aprovechar esa oportunidad, aunque lo que se obtenga sea provisional. Las gestiones, pues, siguen adelante.

El 27 de diciembre, el Padre y don Álvaro acuden al aeropuerto militar de Ciampino para esperar a cinco mujeres de la Obra que llegan de España. Son Encarnita Ortega, Dorita Calvo, Julia Bustillo, Rosalía López y Dora del Hoyo. Con ellas allí, el ático de Città Leonina empezará a tener de veras el aire de un hogar de familia grato y acogedor. Aunque la primera evidencia es que, acoger, acoger… no puede ni acogerlas a todas ellas. Uno, porque no caben. Y dos, porque en los centros del Opus Dei tiene que haber siempre una separación absoluta, física, material, entre las mujeres y los hombres.

Algunas se alojarán por un tiempo en otra casa; y después, en una residencia.

Pronto comenzarán a buscar la que ha de ser sede central definitiva del Opus Dei. Montini y Tardini han sugerido a Escrivá que se instale cerca de la Santa Sede: que ponga casa «y casa amplia» en Roma. El Padre hunde las manos en su bolsillo y allí tan sólo palpa un pañuelo, una pequeña agenda y un rosario… No tienen dinero, sólo para el «ir tirando» de cada día. Y, cuando llegan invitados, ya se sabe que la generosidad anfitriona pasará después una inexorable factura: o no habrá para cenar, o no habrá para desayunar. A veces no hay ni leña ni gas. Y Julia y Dora se las ven y se las desean para guisar, animando con el soplillo el carbón crepitante de un brasero.

No tienen dinero. Pero ¿acaso lo han tenido «de sobra» alguna vez? Saben lo que es comer croquetas… de nada; o darle la vuelta a un traje viejo, para aprovechar la cara menos gastada de la tela; o economizar en luces y en calefacción; o guardar hasta el último clavo, o fabricar en casa los spaghetti, porque así salen más baratos… Pero nunca han podido permitirse el lujo de «ahorrar». La empresa en que andan metidos está viva, crece, se desarrolla, se expande por diversos países… Tira de ellos, y cada vez les pide más y más y más. Sin embargo, de un modo o de otro, en el momento crucial nunca les ha faltado lo preciso. Josemaría lo ha experimentado portentosamente tantas veces que, con la seguridad de quien narra algo muy vivido, podrá escribir: «Dios mío; siempre acudes a las necesidades verdaderas.» (17)

Cardenales, obispos, prelados y sacerdotes les visitan con gran frecuencia en Città Leonina. Dos asiduos son los canonistas Arcadio Larraona y Siervo Goyeneche. Pasan con Escrivá y Del Portillo largas jornadas, intercambiando criterios jurídicos y trabajando en los borradores de la constitución Provida Mater Ecclesia. Estas visitas intranquilizan a las chicas de la Obra, que son las que han de hacer malabarismos en la exigua despensa. El lema del padre Goyeneche es que «tazas de café, ni menos de tres, ni más de treinta y tres». Este hombre, erudito y cordial, es una terrible máquina aspiradora de cafés… Y ello, en una Roma depauperada por la guerra, donde, no ya el café, sino los huevos o el agua de colonia son, más que artículos de lujo, «artículos de fe».

El consejo de Montini y de Tardini está muy bien fundamentado: conviene instalarse cerca de la Santa Sede. Son varias las razones. Hay que roturar el camino jurídico. La Obra debe romanizarse, que no es «vaticanizarse», sino impulsar desde Roma su genuina entraña de universalidad. Escrivá quiere que el Papa sienta la cercanía de su amor de buen hijo y pueda contar con la Obra como un instrumento de apostolado secular «que sólo desea servir a la Iglesia, sin servirse de ella». Y, en fin, aún hay un último motivo nada desdeñable: alejarse de España, donde tan inclementes son, en esos tiempos, los zarpazos de la incomprensión y de la hostilidad.

En España se infama al fundador del Opus Dei con calumnias del más grueso calibre: hereje, sectario, masón, secretista, embaucador de jóvenes, ambicioso de honores, oportunista político, milagrero, loco… Muchas veces, durante el desayuno, después de celebrar la misa, Escrivá le pregunta a Álvaro del Portillo:

-Hijo mío, ¿desde dónde nos insultarán hoy? (18)

En algún momento llega a comentar que se ve «como una escupidera en la que todo el mundo se siente con derecho a echar sus esputos». (19)

Años después, dirá bromeando:

-Conozco muy bien a mis compatriotas. Como me han maltratado y me maltratan tanto, después de muerto querrán llevar mi cadáver a hombros, de un lado a otro de la península; pero no, reposaré aquí, en Roma, en un rinconcito de esta casa… (20)

Monseñor Giovanni Battista Montini, refiriéndose precisamente a estos embates y contradicciones, reflexiona en voz alta ante Escrivá de Balaguer:

-El Señor ha permitido que ustedes sufrieran desde los comienzos lo que otras instituciones sufren cuando llevan muchos años de vida. (21)

¿Sufrir…? Sí, mucho, pero sin inquietud ni sobresalto, porque es un hombre que sabe fiarse de Dios. Fiarse, sin tomar precauciones de trastienda. Fiarse, sin calcular la siguiente jugada del ajedrez. Fiarse ciegamente, como se fía el buen amor.

Cuando acuda a la consulta del doctor Carlo Faelli, un experto endocrino, para seguir en Roma su tratamiento, éste le preguntará después de explorarle:

-¿Ha tenido usted muchos disgustos?… La diabetes, en ocasiones, surge cuando se padecen fuertes problemas…

-No.

Escrivá no miente: las contradicciones se las ha echado siempre a la espalda. No con estoicismo ni con insensatez, sino con la seguridad de que, haciendo el querer de Dios, «la contradicción no es contradicción». (22) Y así ha seguido adelante y contento en su camino.

Después de la consulta, al redactar la nota de historia clínica, el doctor Faelli escribe: «Le he preguntado si ha tenido disgustos. Dice que no. Pero yo estoy seguro de que ha sufrido mucho en la vida.» E’ un uomo che ha sofferto molto, anche se afferma di non aver avuto dispiaceri. (23)

Mucho tiempo después, el 23 de junio de 1971, cuando se cumplan veinticinco años de la llegada a Roma del fundador del Opus Dei, durante la tertulia con sus hijos, en Villa Tevere, la sede central, desgranará recuerdos tan vivos en su memoria como indelebles en su corazón. Han sido experiencias aprendidas, como dicen los franceses, par coeur:

-Veinticinco años de bondades de Dios… de sufrimientos… de alegrías… de aprender… y de perder la inocencia. Ah, la universalidad la hemos hecho aquí, aquí.

Después, como si trazase la raya de un balance, resume tirando hacia arriba:

-Tengo que insistir en que no nos hemos sentido desgraciados ni un segundo. Pero ahora comprenderéis mejor por qué repetía yo aquello de prima, più, meglio («antes, más y mejor»). Todo ha sido desproporcionado: los medios humanos, los medios materiales… Si no ponemos a Dios como causa, no se explica nada. Estoy muy agradecido, muy agradecido, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. (24)

Ese mismo día, las mujeres de la Obra que viven en Italia, le han enviado muy temprano un ramo de veinticinco rosas rojas… sin espinas. Tiene su significado. En uno de los viajes de Escrivá a España, cuando todavía el gobierno de la Obra residía en Madrid, los del Consejo general habían aparcado un asunto complejo y de difícil solución, para que el Padre lo estudiara con ellos y les indicara cómo resolverlo. Muy amigo de la libertad responsable y de que en las tareas de gobierno «cada palo aguante su vela», Escrivá les dijo en esa ocasión:

-Hijos míos, cuando os muráis, os canonizarán… ¡porque sois muy buenos! Y, en la representación que os hagan, os pintarán muy guapos, muy majos… ¡porque lo sois! Y os pondrán las manos llenas de rosas. Sí, llenas de rosas… ¿Queréis saber por qué? Pues… ¡porque las espinas me las habéis dejado a mí! (25)

Así que, pasados todos esos años, al Padre le conmueve la finura de sus hijas italianas. Quiere estar con algunas de ellas, para darles las gracias. Al hilo de la evocación, comenta:

-Estas rosas han venido sin espinas. Las espinas ¡y muchas! vinieron antes… hubo también alguna rosa, pero espinas, ¡muchas, muchas! Si tuviera que volver a vivir esos veinticinco años, no podría.

En este punto, hace una pausa brevísima. Y enseguida, un quiebro ágil:

-¡Sí podría…! Con la ayuda de Dios, ¡sí podría! (26)

NOTAS

1. Carta 9-I-1932, n. o 20.
2. Carta 7-X-1950, n. o 19.
3. AGP, RHF T-21167, pp. 1323-1324.
4. Testimonio de doña Encarnación Ortega Pardo (AGP, RHF T-05074).
5. La Provida Mater Ecclesia está fechada el 2 de febrero de 1947. El Decretum laudis de aprobación canónica del Opus Dei es del 24 de febrero de 1947; es decir, tan sólo tres semanas después de promulgarse la nueva Constitución apostólica.
6. Carta 8-XII-1949, n. o 18.
7. Carta 8-VIII-1956, n. o 5.
8. Testimonio de S.E.R. monseñor Thomas Muldoon, obispo titular de Fessei, auxiliar de Sydney (Australia) (AGP, RHF T-04261).
9. Artículos del Postulador, n. o 296. AGP, RHF 20755, p. 158.
10. Ibídem, n. o 297. AGP, RHF 21503, p. 152. Salvador Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid, 6 1980, p. 263.
11. Carta 7-X-1950 n. os 21 y 22.
12. AGP, RHF 21172, p. 507.
13. Es la talla de la Virgen, aún sin restaurar, que preside la ermita de Molinoviejo. Al año siguiente, 1948, en la misma fecha y lugar, el fundador volvió a reunirse con un grupo de hijos suyos «mayores», para pronunciar ante la imagen de la Madre del Amor Hermoso esos compromisos de velar por la integridad del espíritu del Opus Dei.
14. Relato oral de doña Encarnación Ortega Pardo a la autora.
15. AGP, RHF, EF 461206-2.
16. AGP, RHF, EF 461216-1.
17. Forja, n. o 221.
18. AGP, RHF 21165.
19. Cfr. Meditación «La oración de los hijos de Dios», IV-1955. Cfr. también AGP, RHF 21165, p. 20.
20. AGP, RHF 21165.
21. AGP, RHF 21503, p. 380.
22. Forja, n. o 812.
23. AGP, RHF 21165 y 21171, p. 854. Testimonio del doctor Carlo Faelli (AGP, RHF T-15734).
24. Testimonio de don Fernando Valenciano Polack (AGP, RHF T-05362).
25. Relato oral de doña Begoña Álvarez Iráizoz a la autora.
26. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902) y de doña Marlies Kücking.

 
© Desde el 26 de junio del 2004 - Oraciones y devociones punto info- Todos los derechos reservados