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CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV


CAPÍTULO V


CAPÍTULO VI


CAPÍTULO VII


CAPÍTULO VIII


CAPÍTULO IX


CAPÍTULO X


CAPÍTULO XI


CAPÍTULO XII


CAPÍTULO XIII


CAPÍTULO XIV


CAPÍTULO XV


CAPÍTULO XVI


CAPÍTULO XVII


CAPÍTULO XVIII


CAPÍTULO XIX

CRONOLOGÍA

ÍNDICE ONOMÁSTICO

FOTOS DEL LIBRO

 


El hombre de Villa Tevere
Los años romanos de Josemaría Escrivá
Pilar Urbano
Editado por Plaza & Janés
CAPÍTULO XII


Monseñor en su casa.
Spalancare la porta. Escrivá y sus hijas. Tras la Revolución de los Claveles. «¿Qué le pasa a Dora?» Robar un pedazo de cielo. En alpargatas hasta la universidad. Un chotis en el planchero. «Julia, hoy te sirvo yo.» «Nos hemos comido ¡tres pianos!» «Éste tiene mi hogar.» «Nuestras benditas clases pasivas.» «Que es de vidrio la mujer…» «Al director propietario lo he matado por la espalda.» «Tú, mandamás, la última.» Los cargos son cargas. Para servir, servir. La última colcha. Una civilización sin «tú». Escrivá se encara a un jefe de Gobierno. «Y me hubiera puesto a cuatro patas.» Siniestro en la isla de Guadalupe. Sofía, una mezza cartuccia. Tía Carmen. Una caja de «frutas escarchadas». «El mejor sitio para vivir y el mejor sitio para morir.»

El coche se detiene ante la puerta de Villa delle Rose. Escrivá desciende con agilidad, con prisa, con ganas de ver pronto a sus hijas. Se vuelve y toma del asiento un par de paquetes. Le ilusiona traer algún regalo, cuando viene a estar con ellas. Unas veces son dulces, otras, unas patas de cerámica o algún bibelot de adorno para la casa. Hoy, 17 de junio de 1964, trae unos discos y un abanico antiguo. Sabe que hacen colección.

Al poco rato, están ya en animada tertulia. La norteamericana Joan McIntosh acaba de hacer una pregunta tan simple y tan compleja como cuando un niño pregunta a su padre: «¿y tú por qué me quieres?». Para responder, debería bastar un sencillo «porque sí», sin meterse en más honduras. Joan quiere saber, ni más ni menos, que por qué el aire y el alma de la convivencia en la Obra es de «vida en familia». A ella, sin duda, todavía le asombra y le maravilla constatar que no es algo artificiosamente pretendido, ni el resultado de un esfuerzo voluntarista, ni una afectada imitación, sino un modo de vivir natural, espontáneo, auténtico, genuino.

Escrivá la mira, sonriendo:

-Tú, como profesora que eres, sabrás explicarlo perfectamente a los demás… Lo que pasa es que te gusta oírmelo decir, ¿verdad? Tú sabes que la llamamos «vida en familia», porque en nuestras casas existe el mismo ambiente que hay en las familias cristianas. Nuestras casas no son colegios, ni conventos, ni cuarteles, son hogares donde viven personas que tienen la misma filiación; llamamos Padre al mismo Dios y Madre a la misma Madre de Dios. Y, además, nos tenemos un cariño verdadero.

Al llegar a este punto, Escrivá hace un gesto de fuerte elocuencia, entrelazando los dedos de ambas manos como si ensamblase los mimbres de un cesto. Y así, apretando las manos con vigor, a modo de pieza enteriza, subraya:

-¡Nos tenemos un cariño verdadero! ¡No quiero que nadie se encuentre solo en la Obra! (1)

Cuántas veces, comentando de sí mismo que no es «modelo de nada» y que «el único modelo es Jesucristo», ha hecho una salvedad: «yo, si en algo puedo ponerme de ejemplo, es… de hombre que sabe querer».

Sabe querer. Eso lo palpan quienes viven con él, bajo un mismo techo, siquiera sea de paso y por unas horas: «Junto al Padre, te sientes atendido, cuidado, bien tratado, querido… Recibes siempre más de lo que pedirías. Siempre más de lo que tú mismo creías necesitar.» «No es que tenga una magnífica memoria y, al verte, se acuerde del problema de aquel amigo tuyo o de la enfermedad de tu madre. No. Es que el problema de tu amigo y la enfermedad de tu madre le interesan de verdad, los lleva en su corazón…, porque tiene un corazón grande.» «Un buen día amanecí con un grano en plena punta de la nariz. Durante toda la mañana, si me encontré con dieciocho personas por la casa, los dieciocho, uno a uno, indefectiblemente, me informaron de que… ¡tenía un grano en la nariz! En algún momento pasó el Padre por donde yo estaba trabajando. No me dijo nada. Al poco rato vino alguien con un tubo de pomada: “de parte del Padre, para que te la pongas en ese grano”.» (2)

Un corazón grande que sabe estar atento a lo pequeño. Un corazón grande que llega a todos sus hijos. Y a todas sus hijas. Aun cuando con ellas guarde la distancia de los cinco mil o los cincuenta mil kilómetros de separación que estableció desde los comienzos. Pero si un día amanece nevando, como sabe que dos o tres de las que viven en Villa Sacchetti han salido temprano, para comprar al por mayor en los mercados del extrarradio, enseguida telefonea preguntando «si esas hijas mías pusieron cadenas en las ruedas del coche…». O después de haber leído el periódico durante el desayuno, les advierte:

-¿Habéis visto ya la prensa de hoy? ¿No? Pues os conviene hacer acopio de aceite, azúcar, harina… Se prevén cierres indefinidos en una serie de establecimientos comerciales… ¡Ah!, también está anunciada una huelga de lecheros… (3)

Escrivá no es un contemplativo abstraído y, mucho menos, un santo distraído. Su querer no es afecto sublimado, angelista, de entelequia. Escrivá quiere con ese cariño, recio y tierno a la vez, que se engarza en las pequeñas y bien prosaicas necesidades del día a día. Él quiere en cada «hoy» de Dios y de los hombres.

Quizá porque el verdadero querer es intuitivo y madrugador, un corazón inteligente llega lejos y llega pronto. El amor no se demora.

Cuando las mujeres de la Obra empiezan a vivir de modo estable en Castelgandolfo, como la casa de Villa delle Rose es grande y con una zona de jardín, Escrivá les dice que deben tener un perro, «para que guarde la casa, sobre todo de noche». Al poco tiempo, una mañana encuentran el perro muerto. No tiene heridas ni señales de violencia en todo el cuerpo. Deducen, pues, que puede haber sido envenenado. Ese mismo día se lo cuentan al Padre:

-No os intranquilicéis. Pero, antes de veinticuatro horas, conseguid otro perro. (4)

En la primavera de 1974, el Gobierno italiano impone ciertas medidas restrictivas para el consumo de gasolina. Entre ellas, la circulación en domingos y festivos de vehículos cuya matrícula acabe en cifra par o impar, según sea par o impar ese día. Escrivá habla enseguida con Carmen Ramos y Marlies Kücking: le preocupa que las mujeres de la Obra que viven y trabajan en Albarosa -la administración de Cavabianca-, a las afueras de Roma, puedan quedarse allí aisladas en un caso de emergencia, porque son muchas y sólo tienen una pequeña furgoneta, un pullmino.

-Antes de que llegue el domingo, organizaos para que esas chicas dispongan de otro vehículo. ¡Ah!, y que consigan que el juego de targas, de matrículas, sea alterno: par e impar… Somos pobres, pero cuando es necesario se gasta lo que hace falta. (5)

También por esas fechas menudean en Roma las manifestaciones y disturbios callejeros. Hay noticias inquietantes de posibles atentados planeados por grupos políticos extremistas. A todas y a todos los que viven en Villa Tevere, Escrivá les recomienda unas cuantas precauciones: cerrar determinadas ventanas de la planta baja, disponer de varios sacos cargados de arena en el garaje, no abrir los buzones del correo…

-Tengo una confianza total en el Señor y sé que no os pasará nada. Pero no quiero que dejemos de poner los medios de prudencia humana que estén en nuestras manos. (6)

Con este mismo criterio, y como norma habitual, establece ciertas medidas de seguridad material para todos los Centros de la Obra, en el mundo entero. Desciende al detalle de cómo han de estar guarnecidas de rejas las ventanas y puertas que den a la calle o a terrazas, azoteas y jardines.

En Villa Tevere, indica que la puerta de la vivienda de las mujeres, a la que se accede desde la Via di Villa Sacchetti, a más de tener durante el día una cadena gruesa echada por dentro, la abran siempre dos personas. Así, en caso de intento de robo o de agresión, una de ellas podrá ir en busca de socorro. También, en el interior y junto al compartimento de portería, hace que instalen un sonoro timbre de alarma:

-No para que se oiga en la calle, sino en casa. Porque, si ocurre algo, seremos los de casa los que acudamos en auxilio.

Son precauciones de sentido común. Pero no para obstaculizar la salida a los de dentro, sino para dificultar la entrada a los de fuera. Trasladando este argumento al plano sobrenatural de la libertad en la vocación, Escrivá dice que, para irse de la Obra, «la puerta está siempre abierta», en cambio, para entrar «yo no doy facilidades: hay que empujar con fuerza…, es preciso spalancare la porta».

Un corazón inteligente llega lejos y llega pronto… Tras la esperanzadora y popular Revolución de los Claveles, Portugal pasa por una convulsión política. Se producen registros, requisas y confiscaciones. Algunas personas de la Obra pierden sus bienes, sus casas y sus puestos de trabajo. Son momentos de inestabilidad, de incertidumbre, de temor. Se pasa miedo. Y se pasa hambre. Escrivá, que está en Venezuela desarrollando su última catequesis, encarga que se desplacen a Portugal dos hijas suyas de España, Mercedes Morado y Josefina Ranera, «para ayudar en lo que puedan a esas hermanas suyas que sufren: siquiera sea con la presencia, con la serenidad, con el ánimo, con el cariño…». Después regresará de América a Europa pasando por Madrid, «para tener así, cuanto antes, noticias directas de las de Portugal». (7)

Con los varones indica que se haga lo mismo. El consummati in unum, apiñados en unidad, que orla el tabernáculo del oratorio de Pentecostés, en Roma, no es sólo un bello lema. Es un hecho vivo, en todo momento y en todo lugar.

Un corazón atento a las pequeñas y bien prosaicas necesidades… En 1955, las de Villa Tevere se encargan de la imprenta, que hasta entonces llevaban los varones. Escrivá les hace varias recomendaciones sobre el uso de las máquinas. De modo especial, insiste en los riesgos de la guillotina:

-Mirad, este chisme corta un taco de papel de cuatro dedos de grosor, como si fuera mantequilla. Tú, Martha, por favor, haz un cartel bien visible que os recuerde el peligro…

Sobre esto les advierte en numerosas ocasiones. Y no descansa hasta que, ya en 1970, adquieren una guillotina de alta seguridad, con célula fotoeléctrica:

-¡Qué peso me quitáis de encima! Vamos a dar gracias a Dios, porque la mano de una hija mía vale más que lo que pueda costar la máquina mejor del mundo. (8)

También se preocupa, con insistencia, porque las que trabajan con las linotipias tomen abundante leche, «para neutralizar los efectos de esos vapores de plomo que respiráis ahí, bregando con las máquinas…». (9)

Palmira Laguéns, Annamaría Notari, Jutta Geiger y otras alumnas del Colegio Romano decoran con cenefas las paredes de Il Ridotto, una nueva zona de Villa Tevere. Escrivá pasa a verlas unos minutos, para darles ánimos en su trabajo. Al irse, llama aparte a dos de ellas. Se le ve serio y apenado:

-Hijas mías, a veces las mujeres sois muy duras… ¿Es que no tenéis ojos? Porque no puedo pensar que no tengáis corazón… Esa hermana vuestra, Annamaría, adelgaza por días. Está en los huesos. Y tiene una palidez y unas ojeras que llaman la atención. ¿Está enferma? ¿No come? ¿Qué le ocurre?… Avisad a Chus (10) , o a la médico que esté ahora en casa, para que la vea enseguida y diga si debe tomar un reconstituyente o si se le debe dar un bocadillo a media mañana… ¡Que haga lo que sea necesario, pero que a esta hija mía me la ponga sana y fuerte! (11)

Un día de diciembre de 1973, muy a primera hora de la mañana, Escrivá pregunta a Mercedes Morado: «¿Qué le pasaba anoche a Dora?»

Dora del Hoyo es una empleada de hogar que pertenece al Opus Dei desde los años cuarenta: una mujer de bandera, que ha sacado adelante trabajos muy duros y trabajos muy delicados. Experta en lienzos, en plancha y en tintorería, cuando se ha de acometer la instalación de un planchero con planta de lavandería a escala de residencia, sea en Villa Sacchetti, sea en Albarosa, el Padre hace que su opinión prime sobre la de los arquitectos e ingenieros. Y bien, la noche anterior, Escrivá había tenido invitados a cenar y Dora atendía la mesa. Mercedes responde muy segura:

-¿A Dora? Nada, Padre. Creo que no le pasa nada.

-Mira, no «creas» nada: entérate bien y llámame después, por favor, para contármelo. Anoche tenía una cara fatal. A esa hija mía le pasaba algo… ¡Ah!, y no le preguntes directamente a ella, para que no piense que estoy preocupado.

En efecto, a Dora le dolían las muelas. Lo llamativo es que Escrivá, que durante la cena parecía estar sólo pendiente de atender a sus comensales, reparase en el rostro contraído de quien les servía la mesa. (12)

Es un hombre que sabe querer. Por eso se pone con facilidad en la piel del otro: las fortísimas jaquecas de Encarnita Ortega le hacen sufrir como si a él mismo le dolieran. A instancia suya, ven a Encarnita diversos especialistas. Un día, después de muchas visitas a médicos y de probar distintos tratamientos sin resultado alguno, Escrivá le comenta:

-Tendremos que aguantarlo y ofrecerlo, hija. Pienso que hemos hecho todo lo que podíamos: todo lo que hubiera hecho tu madre. (13)

Acostumbra a decir que «en el Opus Dei un enfermo es un tesoro», por el que no se debe regatear ningún esfuerzo; y que, si fuera necesario, él «por ese hijo que sufre, sería capaz de robar un pedacico de cielo… ¡seguro de que el Señor no se me enfadaría!». (14)

Encierra una honda verdad lo de que «en el Opus Dei un enfermo es un tesoro». Lo es para los demás, porque cuidándole ejercen una caridad encantadora y entrañable, y se enriquecen prestándole los cuidados mejores. Y lo es para sí mismo, porque el espíritu de la Obra, con su ascetismo sonriente y su sentido deportivo del dolor, le ayuda a convertir las molestias de la enfermedad en «oración del cuerpo». Ya en los años treinta, cuando Josemaría Escrivá redactó Camino, las palabras «Niño» y «Enfermo» las escribió con mayúscula. Incluso dio la clave: «Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él.» (15)

Una vez, en vísperas de Navidad, José Luis Illanes, un estudiante andaluz, de gran talento y vitalidad a todo trapo, está en cama con fiebres altísimas. A Escrivá le apena que ese muchacho no pueda participar de la alegría festiva que hay en toda la casa. Encarga a Marlies y a Mercedes que las de la administración preparen «un arbolito navideño, como los que habéis puesto por la casa, pero en pequeño, con adornos y muchas figuritas de chocolate colgando… Es que tengo un hijo enfermo… Y yo, además, he conseguido un Niño Jesús diminuto para llevárselo a su cuarto… ¡Se me parte el corazón de que tenga que pasar estos días, tan de familia, en la cama y con fiebre!». (16)

Cierto: «sería capaz de robar un pedacico de cielo». Cierto también: sabe ponerse en la piel del otro. Cuando en octubre de 1959 el médico informa a Mercedes Morado de que precisa una intervención quirúrgica en la vesícula, Escrivá hace que pasen un momento, ella y Encarnita, al comedor de la Villa Vecchia. Este comedor, a través de una puerta de doble cerradura, comunica con un pequeño office que forma parte ya de Villa Sacchetti. Por ello, para recados o conversaciones rápidas, el Padre suele citar allí a sus hijas.

-Mercedes, no sé qué opinarás tú… Se hará lo que tú digas, pero yo voy a decirte lo que hemos pensado… A ver qué te parece: que en vez de operarte aquí, en una clínica de Roma, vayas a Madrid para que te vean varios médicos y, si están de acuerdo entre ellos, que te operen allí.

-Pero, Padre… ¿por qué? ¡Menudo gasto de viaje y de médicos!

-¿Por qué? Pues hay dos razones importantes. La primera, que tú todavía no dominas el italiano, y un enfermo necesita poder explicarle bien al médico lo que le pasa, dónde le duele, qué molestias tiene… y también entender lo que el médico le diga. Y la segunda, que tus padres viven en Segovia y, como es natural, querrán acompañarte durante los días del posoperatorio. Eso, contigo en Madrid, les resultará más fácil que si te intervienen aquí. (17)

Como Mercedes ha apuntado, en esas fechas, la despensa económica de Villa Tevere, metidos todavía en los gastos de construcción de los edificios, no está para «alegrías»; pero no sólo se hace en España la operación, sino también las atenciones y los cuidados de una convalecencia que dura varios meses.

Y esa generosidad, en Escrivá, abrocha perfectamente con una pobreza auténtica que, sin pobretonerías tacañas, sabe evitar las grietas del despilfarro tonto: grifos que pierden agua, luces alumbrando a nadie, compras inútiles por el afán de aprovechar unas rebajas, largas y vacuas conversaciones telefónicas…

Estando un día reunidas con el Padre en el Soggiorno de La Montagnola, suena el teléfono de línea exterior. Alguien se levanta, descuelga, y con un par de frases rápidas y entrecortadas despacha la comunicación. Al volver a sentarse Escrivá le pregunta quién llamaba.

-Eran las de Milán. Les he dicho que telefoneen después, porque ahora estábamos ocupadas.

-¡Pues no, hija mía, no…! Una conferencia desde otra ciudad no se puede dejar de atender. Eso no es vivir la pobreza, ni la responsabilidad, porque, si han llamado, no es por pasar el rato, sino porque necesitan deciros algo. (18)

Un corazón inteligente, atento a las pequeñas y bien prosaicas necesidades… Julia Bustillo llegó a Roma en la primera «oleada» del refuerzo femenino, cuando aún vivían realquilados en Cittá Leonina. Es una vasca de Baracaldo, amable y recia, que conoció la Obra por los años cuarenta, siendo cocinera del primer centro del Opus Dei en Bilbao, en la calle del Correo. Una mujer mayor, muy repeinada siempre, con un moñete atrás, sobre la nuca. Para todos en la Obra, Julia es un personaje que forma parte, no ya de la familia, sino de la casa.

Una noche de septiembre de 1965, Julia no se encuentra bien y necesita salir del dormitorio para ir al cuarto de baño. Por no despertar a las demás, no enciende la luz. Camina a tientas por el pasillo, y al llegar a unas escaleras da un paso en falso y cae rodando, peldaños abajo. Se golpea en la cabeza y se le fracturan las dos muñecas. Inmediatamente llaman al médico. Y al amanecer la internan en una clínica de Roma. A Escrivá se lo cuentan cuando ya se han tomado todos los remedios. Muy apesadumbrado, y con patente preocupación, convoca una reunión de todas las directoras de la Asesoría central. Les habla con fuerza. Expone, si se puede decir así, una queja de padre: ¿Cómo no han sabido adelantarse… cómo no han sabido prever que Julia, por sí misma, jamás pediría nada, pero que una mujer de casi setenta años debe disponer en su habitación de todo lo necesario, para no tener que andar de noche por pasillos y escaleras? Después hace una sola pregunta:

-Cuando avisasteis al médico, ¿llamasteis también al sacerdote?

-La verdad… no… No se nos ocurrió.

-¡Hijas mías, tenéis que quereros más… tenéis que quereros mejor! Os habéis preocupado de su cuerpo. Muy bien. Pero no os habéis preocupado de su alma. (19)

Un corazón atento a las pequeñas y prosaicas necesidades… Cuando llegan a Roma las primeras japonesas del Opus Dei, Escrivá encarece que se las trate con delicadeza exquisita: «¡allí las mujeres son como frágiles porcelanas!», que se les facilite «la adaptación al clima, a las comidas, al idioma, a los usos occidentales…». Desciende incluso al detalle del calzado:

-Como están acostumbradas a pisar blando, sobre el tatami, que durante los primeros días utilicen zapatillas para andar por casa, hasta que se habitúen a la dureza de nuestros suelos. (20)

En otra ocasión advierte que una hija suya europea, después de varios años viviendo en África, tiene la tez muy avejentada:

-Yo de esos mejunjes no entiendo, pero seguro que hay cremas de tocador adecuadas, para que a esta chica se le revitalice la piel. Compradle unos frascos y que se los lleve cuando regrese a Nigeria. (21)

Bertita es una muchacha ecuatoriana que acaba de llegar a Roma y vive en Villa Sacchetti, ayudando en las tareas domésticas. El Padre ha sabido que tuvo una infancia muy dura, en un ambiente mísero, con toda suerte de privaciones y sufrimientos. Quiere que, viviendo en casa, encuentre todo el cariño y toda la alegría que hasta entonces le han faltado. Cada vez que llega un envoltorio vistoso, guarda las cintas de colores: «son para una hija mía pequeña de Ecuador…». Si regalan bombones, advierte a las de la administración que tengan la picardía de sortear algunos y hacer, si es preciso, una pequeña trampa «para que a Bertita le toque un bombón de los grandes».

Una mañana, Begoña Álvarez se queda muy confusa cuando, al descolgar el teléfono interior, oye al otro lado la voz de Escrivá preguntándole por algo tan inesperado como esto:

-¿Tú sabes si Bertita tiene camisetas de lana?

-¿Camisetas de lana…? No lo sé, Padre. ¡No tengo ni idea…!

-Pues entérate…, y me lo dices.

Begoña vive, con las otras directoras de la Asesoría, en La Montagnola. Desconoce las interioridades de Villa Sacchetti, que es otra casa, aunque esté muy cerca. Así pues, pregunta a Blanca Fontán, que es quien puede saberlo. En efecto, Bertita carece de esas prendas de invierno.

-¡Me lo imaginaba! En Roma empieza a hacer frío, y esa hija mía tiene que estar acusándolo más. Encárgate tú misma de que no acabe el día de hoy sin que le compren un par de camisetas… Que sean de ésas de lana mórbida, para que no le pique. (22)

En el verano de 1955, Encarnita Ortega se ausenta de Roma. Escrivá llama a Helena Serrano y a Tere Zumalde:

-A ver qué os parece: he pensado que podríais darle una sorpresa a Encarnita si, aprovechando los días que está fuera, pintáis y decoráis su despacho… ¡Está tan pobretón y tan triste! Le dais color, lo alegráis, le colgáis unos cuadros, le ponéis algún detalle simpático… Hijas, no es un capricho del Padre: es un pequeño gesto de justicia. Vosotras, al llegar a casa, os lo habéis encontrado prácticamente todo hecho. Pero vuestras hermanas mayores, ¡pobreticas!, han tenido privaciones de todo tipo: han carecido de ropa, de muebles, de comodidades…; han pasado hambre y frío…; han trabajado como borricos de carga, por sacar la Obra adelante. ¿No es justo que ahora se encuentren con algo un poco agradable? ¿Lo haréis? ¿Verdad que lo haréis, poniendo todo vuestro cariño? (23)

Ese mismo año Escrivá viaja un par de veces a Alemania, donde los hombres del Opus Dei están «levantando la cruz del suelo», como suele decir para referirse a los inicios. Pero hasta 1957 no trabajarán las mujeres de la Obra, de modo estable, en ese país. Al atardecer del 22 de agosto, acompañado por Álvaro del Portillo y otro sacerdote, el Padre se presenta en Eigelstein, la residencia femenina de estudiantes en Colonia. Llega por sorpresa, sin que le esperen. Y puede ver, a lo vivo, la precariedad material y las enormes dificultades económicas con que sus hijas están abriéndose paso.

Escrivá tiene palabras de cariño y de estímulo para cada una: Käthe Retz, Carmen Mouriz, Marlies Kücking, Tasia Alcalde, Pelancho Gaona, Emilia Llamas… A Marlies le pregunta por sus amigas. A Emilia le habla en italiano, para que no olvide ese idioma; a la vez que ella le cuenta cómo se maneja, chapurreando el alemán, cuando va a hacer la compra. Se interesa por los padres de Käthe. Recomienda a Carmen y a Pelancho que coman y duerman más, «porque estáis muy desmejoradas, y hay que cuidar el cuerpo que es el estuche del alma». Tiene un recuerdo para Burgos, la patria chica de Tasia… Y así transcurre un buen rato. Luego recorre la residencia, fijándose en todo con detalle. En cierto momento pregunta:

-¿Dónde laváis las sábanas y la ropa: la vuestra y la de las residentes? ¿No tenéis lavadora?

Se produce un silencio embarazoso. Ellas, sin duda, hubiesen preferido que el Padre no advirtiera esa carencia. Como Escrivá insiste en querer saber cómo y dónde hacen la colada, Tasia le explica:

-Utilizamos una lavadora común… para toda la vecindad.

El Padre no hace ningún comentario. Pasa otra vez a ver el oratorio. Las paredes han sido recubiertas con tela de arpillera, pero ni aun con esa guarnición pueden disimular su extrema pobreza. Escrivá indica a Del Portillo:

-Álvaro, encárgate de escribir a Roma pidiéndoles que pinten un tríptico bien bonito, para el oratorio de estas hijas mías.

Antes de marchar, les deja un par de cajas de bombones suizos.

-¿A que ya no os acordabais de que existían los bombones?

Son tiempos en los que en Roma las liras se miran con lupa. Los alumnos del Colegio Romano van andando a las universidades, porque no hay dinero para el transporte. La carne, el vino y el café son artículos de lujo, que se sirven sólo en fiestas muy solemnes… Pero el corazón de Escrivá está atento a «las pequeñas y prosaicas necesidades» de sus hijas. Por ello, al día siguiente de su visita, llegan a la residencia de Eigelstein dos empleados de una tienda de electrodomésticos que traen una lavadora, una pequeña centrifugadora y un carro metálico para el transporte de la ropa. Álvaro del Portillo, en persona, ha hecho la compra… de parte del Padre. (24)

Porque su natural es expresivo y alegre, sabe disfrutar con los suyos. Algún día de fiesta hay sesiones de cine en el Aula Magna, y Escrivá ve la película con los alumnos del Colegio Romano. Otras veces, está con las chicas, cuando se proyecta para ellas. Se divierte, si es policíaca y de intriga, dándoles pistas falsas o bromeando con la amenaza de desvelarles el final… Alguna que otra vez, el Padre utiliza el megáfono como un juego. Así, una tarde de 1954, mientras un grupo ha pasado a limpiar, como acostumbran hacer al irse los obreros, él se pone al habla con Julia y Rosalía, que están en el planchero.

-¿Me oís bien? Tengo al teléfono una conferencia de Madrid… Si aguzáis el oído podéis escuchar la conversación…

Pero lo que empieza a sonar es el chotis de Agustín Lara: «Cuando llegues a Madrid, chulona mía, voy a hacerte emperatriz de Lavapiés, a alfombrarte con claveles la Gran Vía, y a bañarte con vinillo de Jerez…» Se oyen las risas del Padre, mientras les explica que «¡nada de conferencia!, nos han regalado un disco y me imaginé que os gustaría recordar estas musiquillas». (25)

Durante esos años cincuenta -todavía el artilugio musical en las casas es la vieja gramola-, el Padre quiere que en Villa Tevere haya un piano para que los muchachos toquen, canten y se diviertan. En tres ocasiones ha tenido donativos de amigos para adquirirlo. Pero necesidades más imperiosas reclamaron ese dinero. Comentándolo con gracia, Escrivá dirá: «Total, que nos hemos comido ¡tres pianos!» Al fin, un buen día, llega el piano tan deseado. El Padre se reúne con sus hijos en el cuarto de estar y les anuncia la noticia. Estalla una ovación tan cerrada y tan intensa que Escrivá teme que con el estrépito se rompan los cristales de las ventanas. Cuando se calman los entusiasmos, vuelve a hablarles:

-Hijos, ya veo que os da mucha alegría. A mí también. Pero… hemos pensado que ese piano… ¡ejem!… no sea para vosotros, sino… para vuestras hermanas de la administración. ¿Qué os par…?

No puede acabar la frase, porque los aplausos vuelven a atronar con mucha más fuerza todavía.

Después, contándoselo a las de Villa Sacchetti, les dirá emocionado:

-No tenemos piano… De pronto va y tenemos dinero para el piano, pero resulta que hay que pagar la comida… y así, una y otra vez… ¡Ésa es nuestra bendita pobreza! Al fin llega el piano… Llega el piano, y mis hijos se desprenden de él, sin haberlo visto siquiera, con la mayor alegría… ¡Ése es el cariño verdadero de esta familia nuestra! (26)

Es lo que le ha dicho a la estadounidense Joan McIntosh: «somos una familia cristiana y nos tenemos un cariño verdadero». Esto -ser una familia real, no una pretendida imitación- es un trazo medular, quintaesencial, en la vida del Opus Dei.

Quienes un día oyen la llamada de Dios, para servirle en su Obra, permaneciendo célibes y apostando el corazón y la vida entera a la tarea, no sólo entregan el proyecto ilusionante de crear un hogar por amor: dejan también la casa de sus padres y la familia donde se criaron, porque Dios va a necesitarles libres de lazos, de compromisos y de ataduras humanas. En adelante, su casa, su familia y su hacienda será el Opus Dei.

Pero esta libre renuncia, este arrancarse y partir no es un adiós. No se convierten en desamorados, en hijos perdidos o en una rara especie de huérfanos voluntarios. Antes al contrario, fortifican, afinan y enriquecen el cariño a los de su propia sangre, con un afecto más desinteresado, más atento y más generoso en la entrega.

Quizá no estén a la hora de los banquetes, de los festejos, de los regalos y las celebraciones. Pero procuran no faltar en los momentos duros de la contradicción, del revés, de la soledad, del infortunio, de la enfermedad o de la muerte de esos seres queridos. Y esto las familias de los del Opus Dei lo saben. Lo han experimentado. Cuando el libro de la vida se abre por la página del dolor, es con esa hija, es con ese hermano, con quien de veras se puede contar. Cuando se extienden las manos, desde la necesidad o desde el desconsuelo, y parece que no va a responder ni el aire…, entonces ellas y ellos saben estar allí «ayudando lo más y estorbando lo menos».

Desde los comienzos, el fundador ha enseñado a los suyos a querer a Dios con el mismo y único corazón con que quieren a sus padres. Y a sus padres, con el mismo y único corazón con que quieren a Dios. En cabal sintonía. Armonizando esa renuncia, ese desapego a la familia de sangre con un delicado cumplimiento del mandato «honrarás a tu padre y a tu madre». Mandato que en el Opus Dei tiene un nombre bien elocuente: el dulcísimo precepto. Así lo dicen, en superlativo. Y así lo sienten y lo viven: con gusto, con suavidad, con deleite, sin hacer de la presencia o de la ausencia protagonistas de la cuestión.

Un día de 1964 Escrivá llama a Begoña Múgica y a Helena Serrano, para que acudan al comedor de la Villa Vecchia. Una de ellas va intentando adivinar qué querrá decirles el Padre a las dos a la vez. Le extraña que las haga ir juntas, porque los trabajos de una y otra en Villa Sacchetti no tienen punto alguno de conexión.

Como si hubiese leído su pensamiento, Escrivá les muestra uno de esos viejos velones castellanos:

-Si os ponéis de acuerdo, aquí tenéis las dos un pequeño trabajo. Tú, Begoña, mira a ver cómo podría limpiarse este metal, sin que pierda la pátina… Y tú, Helena, ¿te las ingeniarías para cambiarle el forro de seda a las pantallas, que están ya muy deslucidas? Una cosa es la antigüedad y otra cosa es la mugre…

En realidad, parece que ahí se acaba todo el encargo. Pero entonces, como de pasada, Escrivá les comenta:

-¿Ya sabéis que os vais, las dos, a hacer vuestro curso anual a España?… Poco a poco, irán otras. Pero vosotras vais a ser las primeras.

El curso anual es una pausa en el trabajo habitual, una convivencia que dura tres o cuatro semanas y que se dedica a descansar estudiando, o a estudiar descansando. En esos años, por la escasez económica, ese curso se hace en algún lugar cercano, para evitar gastos de viajes. Begoña y Helena reflejan en sus rostros que la noticia les ha pillado de sorpresa. El Padre hace un gesto muy expresivo, como si se sellara los labios, de una a otra comisura, mientras les dice con fingida complicidad:

-Y ahora, punto en boca. Vosotras no sabéis nada…

Al salir de allí, caen en la cuenta de que justamente cuatro años atrás, en 1960, tanto el padre de Begoña como el de Helena fallecieron en España sin que ninguna de las dos pudiera desplazarse para estar en aquellos momentos con la familia. (27)

Sin embargo, no hay normas drásticas. Cada caso tiene su propia singularidad. Aquel mismo año de 1960 cayó enfermo el padre de Mary Rivero: un hombre mayor, que por entonces atravesaba una situación económica adversa. Al enterarse Escrivá de todas esas circunstancias, aun sopesando lo que suponía que Mary se ausentara de Roma y dejase sus trabajos de Procuradora central, le dijo:

-Hija mía, tú sabes bien lo que me cuesta y me duele tener que prescindir de ti aquí. Mentiría si te dijese que, quien sea la que te sustituya, sacará adelante tu trabajo como si estuvieses tú misma. Pero debes ir a Bilbao y dedicarte a atender a tu padre. Es de justicia… Desde aquí te apoyaremos con fuerza ¡y lo harás muy bien! Y si tú, además del cariño, le das un sentido sobrenatural, nos ayudarás a nosotros para que el trabajo de aquí no se resienta por tu ausencia. (28)

Con frecuencia habla a sus hijos del dulcísimo precepto: les encarece que escriban a sus padres, que les cuenten lo que hacen, que les envíen alguna fotografía, que les tengan al tanto de los apostolados de la Obra…

-Contad con vuestros padres. ¡Tienen derecho a sentir que les queréis! Yo los quiero mucho. Y rezo todos los días por ellos. Acercadles más a Dios. Un buen camino será acercarles más a la Obra. ¿Cómo vamos a hacer una cosa agradable a Dios, si abandonamos las almas de quienes nos han querido tanto en la tierra? ¡Les debéis la vida, la semilla de la fe y una educación que ha hecho posible vuestra vocación! ¡Queredles y contad con ellos! (29)

Un día, mirando un pequeño cuadro de San Rafael que está sobre un mueble de la Villa Vecchia, le dice a una hija suya española, cordobesa:

-Este cuadrito me gusta mucho, mucho. ¿Sabes por qué? Pues… porque es del Arcángel San Rafael, porque es de Córdoba y ¡porque es un regalo de tu madre! (30)

En otra ocasión, Carlos Cardona, que vive en Villa Tevere, se desplaza de Roma a Girona, para acompañar a su padre -enfermo de gravedad- hasta el momento de su muerte. Desde Girona le cuenta a Escrivá, por carta, ese penoso suceso. En uno de los párrafos comenta que la casa paterna se ha deteriorado mucho a causa de la humedad, y resulta poco o nada confortable. También le dice que la exigua pensión de viudedad que le queda a su madre no le va a permitir alquilar un piso… Al cabo de varios días, cuando regresa a Roma, el Padre le recibe con gran cariño y, como algo que tiene muy presente, enseguida sale al paso del problema doméstico:

-Tú, Carlitos, no te me preocupes por la vivienda de tu madre. Le ayudaremos, para que se pueda cambiar de casa cuanto antes.

Desde entonces, y hasta su fallecimiento, ocurrido bastantes años después, esta mujer recibe una ayuda económica mensual que resuelve su situación. (31) Es lo que Escrivá llama con las veras del alma «¡nuestras benditas clases pasivas!» (32) , refiriéndose a los padres -necesitados o enfermos- de los miembros de la Obra, a quienes se atiende siempre con solicitud generosa.

En razón de las justas demandas del dulcísimo precepto, «cuando los padres necesitan algo que no se opone a nuestra vocación, nos apresuramos a dárselo: porque los tenemos como parte muy amada del Opus Dei (…). Os he inculcado siempre que queráis mucho a vuestros padres, y he dispuesto que mis hijos estén junto a ellos cuando dejan la tierra, y que sepáis acercarlos al calor de la Obra, que es acercarlos a Dios. Y, siempre que sea necesario, la Obra se ocupa de atenderlos espiritual y materialmente». (33)

Rosalía López, empleada de hogar, y una de las mujeres del Opus Dei que está más cerca de Escrivá, porque atiende y sirve la mesa a diario durante la comida y la cena, es una veterana de las que marcharon a Roma en la primera hora. Va a viajar a España, en 1964, para pasar unos días con sus padres. Son pastores, gente recia y sencilla de la provincia de Burgos. Días antes Escrivá habla con Begoña Álvarez:

-Hay que preparar un poco el viaje de Rosalía. Además de su presencia y su alegría, me gustaría que les llevase algo que les dé contento y que les sea útil… Se me había ocurrido que podíais comprar una chaqueta abrigada, para su madre, y una camisa, para su padre. Les hará ilusión probar la pasta italiana. Y también el típico panettone… Ah, y envolved cada cosa con mucho primor, con mucho cariño. (34)

Otra vez es Martina quien va a pasar varios días con su familia en un pueblecito de la Umbría. Su madre está a punto de dar a luz a su noveno hijo, que será una niña y se llamará Giovanna. Escrivá quiere que Martina vaya a echar una mano a la familia en esos momentos. Y enseguida apunta el detalle delicado de un pequeño obsequio: «unos dulces, para que disfruten sus hermanitos… quizá una buena caja de galletas…, pero que no sean italianas, buscadlas de alguna marca extranjera, que sean una novedad para los críos». (35)

Sin duda son pequeñeces, pero en eso se conoce el buen querer.

Un día Marichu Arellano, que entonces vive en Villa Sacchetti, recibe carta de su familia. Le comunican que su padre no está bien de salud y aunque no hay todavía diagnóstico médico, temen que sea algo serio. Mercedes Morado, directora de la Asesoría central, tiene conocimiento de esas noticias, pero espera un par de días antes de decírselo al Padre, porque sabe que él conoce desde hace muchos años a esa familia y les tiene gran afecto. Cuando al fin se lo dice, Escrivá pregunta:

-¿Lo sabe ya Marichu?

-Sí, Padre. Lo sabe desde hace dos días.

-¿Desde hace dos días…? ¿Y tú me lo dices hoy? …Mercedes, has hecho mal no contándomelo enseguida, porque una cosa tan importante como ésta, que afecta a una hija mía, también a mí me afecta. Y todo este tiempo que ella ha estado sufriendo, yo podía haberle dado un poquito de consuelo. Además, hemos perdido dos días de rezar y de encomendar al Señor este asunto. 36

Pero Escrivá no confunde el dulcísimo precepto de amar a los padres con la dependencia afectiva: esa familiosis, que quita a Dios la prioridad y distrae de una enamorada entrega a la vocación. Sobre este tema habla con enérgica claridad a sus hijos más jóvenes:

-A mí me da mucha pena decir esto, pero… ¡en cuántas ocasiones es la familia, son los amigos, son los parientes los que se oponen a la vocación de una manera desconsiderada, porque no entienden, porque no quieren entender, porque no quieren recibir las luces del Señor! Y se oponen a todas las cosas nobles de una vida entregada a Dios. Y se atreven ¡¡a probar!! la vocación de su hijo, de sus hermanos, de sus amigos, de sus parientes, y hacen una labor de tercería, sucia. Os digo esto, no para escandalizaros, sino para que andéis prevenidos, porque esa actitud la hacen incluso compatible con un ambiente de familia que llaman cristiano. ¡Qué pena! (37)

Durante su catequesis en América, un joven miembro de la Obra le habla de las dificultades con que su madre trata de obstaculizar su perseverancia, arguyendo que el muchacho debe antes «probar otras cosas, conocer más la vida, gustar el amor humano, para asegurarse y elegir». Escrivá responde decidido, sin vacilar:

-Se me vienen a la memoria unos versos de Cervantes: «es de vidrio la mujer, pero no se ha de probar si se puede o no quebrar, porque todo podría ser».

»De manera que no pruebe si te puedes quebrar. ¡Que te deje tranquilo! Mamá ahí está equivocada. Debe desear que tú no hagas probatinas, que son ofensas a Dios. Si no te deja en paz, perderá ella su paz, enredará su conciencia y pondrá su vida eterna en compromiso… Hijo mío, quiere mucho a tu mamá. Llévale la contraria decididamente, pero de un modo amable y sonriente. Porque en eso, la pobre, está equivocada. (38)

El 2 de noviembre de 1973 Escrivá recibe a los padres de una mujer de la Obra que vive en La Montagnola y es miembro de la Asesoría central. En el momento de los saludos, la madre comenta:

-¡Vaya!, tenía mucho interés y mucha curiosidad por conocer a quien ha podido más que yo… Porque, ¡mire que he luchado y me he opuesto a la vocación de mi hija!, pero ¡nada! Usted ha sido más fuerte, y entre los dos se han salido con la suya…

-Siento llevarte la contraria, pero quien ha sido más fuerte y quien ha podido más ha sido el Señor. Yo no. Si por mí fuese, o si tu hija estuviese aquí por mí, se podría ir cuando quisiera: ahora mismo. A mí personalmente no me hace ninguna falta. ¡Ninguna! Y yo no la he llamado. La ha llamado Dios. Eso es la vocación: una gracia del Señor, una elección divina. Y no es un sacrificio para los padres que Dios les pida sus hijos. Ni para los que llama el Señor es un sacrificio seguirle. Por el contrario, es un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de predilección, un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en un momento concreto, pero que estaba en su mente desde toda la eternidad… Te voy a decir algo más: la culpa es tuya, es vuestra, porque habéis educado a esa hija cristianamente. Y, así, el Señor se ha encontrado ya el terreno preparado, abonado… Vuestra hija sabe, porque me lo ha oído decir cientos de veces, que os tiene que estar muy agradecida: entre otras cosas, porque os debe el noventa por ciento de su vocación. (39)

Al día siguiente, después de un rato de trabajo con la Asesoría central, Escrivá se dirige a la hija de esos señores:

-Mira, escribe una carta a tu madre y dile de mi parte que me perdone por haberle dicho las cosas de un modo tan tajante. Explícale que soy aragonés y me gusta hablar claro, sin rodeos y a la cara…

-¡Pero, Padre, si quedaron encantados! Yo vi a mi madre contenta y hasta… orgullosa. Y mi padre salió de la entrevista tan removido por dentro que pidió hablar con un sacerdote. Y llevaba muchos años, muchos, sin confesar y sin comulgar. (40)

El Opus Dei no saca a nadie de su sitio. Cada cual realiza una función acorde con sus aptitudes, con su preparación, con su disponibilidad, con sus circunstancias de edad, de salud, de cultura, de carácter, de idoneidad… Y no hay trabajos ni encargos de mayor o menor categoría. Los directores no lo son «a perpetuidad»: durante un tiempo desarrollan esa tarea, y luego la dejan para dedicarse a otras cosas. Saben que los cargos son cargas y que en la Obra se toman con alegría, se desempeñan con alegría y se dejan con alegría. Más aún, a nadie se le felicita por haber recibido un nombramiento como director, ni nadie se queja, o piensa que ha caído en desgracia, cuando cesa en ese cometido. La clave es bien sencilla: en la Obra, los cargos son servicios. No son rangos honoríficos. No son gradas ascendentes de un escalafón. No son, en modo alguno, parcelas patrimoniales, reductos de poder, o canchas de maniobra para la arbitrariedad. Gobernar, mandar, dirigir…, en el Opus Dei, es servir. Por ello mismo, nunca puede darse la aberrante figura del «director propietario». Gráfica y enérgicamente, Escrivá advertirá sobre esto: «el director propietario no existe: yo lo he matado por la espalda». Huelga decir que en el Opus Dei no hay grados, ni niveles, ni clases sociales, ni capillitas privilegiadas.

El abogado está al tanto de las leyes, la médico estudia nuevos diagnósticos de enfermedades, el militar se adiestra en las artes marciales, la cocinera procura aumentar su pericia en la confección de los guisos, el empresario o la mujer de negocios tratan de conciliar su legítimo derecho a los beneficios con el servicio que deben prestar a la sociedad… Cada cual desempeña su profesión u oficio con la mayor maestría de que es capaz, sabiendo que ese trabajo es el quicio, el marco y el escenario de su personal santificación. Y todos se ganan honestamente su soldada trabajando mucho y bien, exprimiéndole a cada hora el rendimiento de sus sesenta minutos, y haciéndolo cara a Dios. Así de simple.

Cuando algunos sacerdotes de la Obra sean ordenados obispos, Escrivá hará una indicación muy expresiva: «Al llegar a casa, que guarden en un cajón toda la bisutería…, porque en nuestra familia nadie es más que nadie. Es como si a alguno lo nombran gobernador o ministro de su país: en la Obra sigue siendo tan querido como era, pero no adquiere ninguna preeminencia, ni tiene ningún trato especial de privilegio. Todos esos honores, en Casa no tienen ninguna importancia. ¿Está esto claro?» (41)

En octubre de 1961, Encarnita Ortega se marcha de Roma, después de haber permanecido casi veinte años en cargos internos de gobierno. Vuelve a España, donde sacará adelante otras labores de apostolado, y profesionalmente se dedicará a actividades de la moda femenina. Las palabras de despedida de Escrivá son bien elocuentes:

-Tu misión, la misión de quien lleva muchos años en la Obra, no es la de mandar, ni la de imponer tu opinión, sino la de gritar callando… con el ejemplo. (42)

Está indicando, para que así se viva en adelante, que cuando un director deja su cargo, pasa a ser uno más entre los demás…, pero con una responsabilidad sobreañadida: el coraje silencioso de la ejemplaridad.

Inculca entre los suyos el fuerte binomio «humildad y servicio»: una fórmula imprescindible para que quienes mandan no caigan en la doble trampa de la arrogancia o del aburguesamiento, reclamando atenciones obsequiosas de los demás. Él mismo rechaza para sí hasta el mínimo gesto de que le ayuden a ponerse la chaqueta de lana que lleva sobre la sotana cuando está por casa, o que carguen con su maleta cuando va de viaje; al ir a acostarse por la noche, tampoco permite que le lleven a su cuarto una jarrita con infusión de manzanilla: «¡Ya la llevo yo! Si no, ¿para qué quiero las manos?» Y numerosas veces repite, aplicándoselas a sí mismo, las palabras de Jesucristo: «No he venido a ser servido, sino a servir.» (43)

Un domingo, a media mañana, llama a Mercedes Morado y a dos alumnas del Colegio Romano que esos días trabajan en la decoración de una zona de Villa Tevere. Quiere estudiar con ellas algunas soluciones de su trabajo. Sobre la mesa del comedor de la Villa Vecchia hay una caja de yemas de San Leandro, una golosina típica de Sevilla. Después de sugerirles las indicaciones ornamentales que interesaba tratar, abre la caja y les reparte unas yemas. En último lugar se la da a Mercedes Morado, con esta observación:

-A ti, mandamás, la última…, porque los que mandamos debemos ser los últimos siempre. (44)

No hace ni acepción de personas, ni distingos entre las categorías sociales. Pero no por un igualitarismo uniformizante, sino porque, para él, lo que da un toque de distinción y de calidad a cualquier trabajo, a cualquier actividad, es «el amor de Dios con que esté hecho». Y justamente eso pertenece sólo a la privacidad: al ámbito del misterio, del inescrutable secreto entre cada alma y Dios. ¿Quién puede juzgarlo? En cierta ocasión comenta:

-Si me dicen ¿a quién prefieres: a una hija tuya que es profesora de la Sorbona o a otra hija tuya que está fregando platos en la última clínica de las que vais abriendo por ahí?… ¡Pues no lo sé! Depende… Depende de cómo haga su trabajo, del amor a Dios que ponga en lo que hace… En muchos casos, yo envidiaría a la de los platos. (45)

Y en esta misma línea argumental, dirá también:

-Todas las almas son iguales. A imagen y semejanza de Dios. Igual categoría tiene el rector de una universidad, como el embajador o el campesino… Sólo que, a veces, son más hermosas las almas de las gentes más sencillas. Y es que la educación se adquiere tratando a personas educadas. Así que almas que quizá no saben hacer la o con el fondo de un vaso, como tratan a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, a la Virgen Santísima, a los santos ángeles y a san José, llegan a ser almas educadísimas, delicadas, de una finura encantadora: tienen la ciencia divina, el licor de la sabiduría, y saben ¡tantas cosas! que los doctos de la tierra no saben. (46)

Hay mujeres de la Obra que tienen como profesión los trabajos domésticos. De ellas depende que los centros del Opus Dei sean hogares de familia acogedores, limpios, alegres y con cierto tono de serena elegancia. Escrivá se refiere a veces a ellas llamándolas «mis hijas pequeñas», aunque ya hayan cumplido muchos años. Explica que, viéndolas, le ocurre «como a las madres, que se les van los ojos detrás de aquella criatura que no esperaban…». Tiene que hacer visibles esfuerzos para no conmoverse al hablar de ellas. Incluso, en ocasiones, sugiere algo cuyo calado escapa a la comprensión de quienes le escuchan. Así, en 1964, dirigiéndose a estas mujeres de la Obra que se ocupan de las administraciones, les dice, con la fuerza afirmativa de quien está bien persuadido:

-Tenéis un lugar especial, maravilloso, en el corazón de este pobre fundador… Pocas veces empleo la palabra «fundador», pero ahora lo hago adrede… Y tenéis ese lugar, porque lo tenéis en el corazón de Dios. (47)

Marlies Kücking y Mercedes Morado registran esas palabras y las conservan por escrito. Mercedes, pese a estar muy acostumbrada a escuchar a Escrivá, ese día siente la necesidad de anotar una impresión particular: «Sin comprender a fondo el alcance de lo que estaba oyendo, por la actitud y por el énfasis del Padre, intuí claramente que se trataba de algo importante en la vida de la Obra… Me pareció que el Padre acababa de desvelarnos ciertos sentimientos de su corazón.»

Con estas hijas suyas «predilectas» tiene de continuo detalles y atenciones especiales. Si llegan unos dulces a Villa Tevere y no van a ser suficientes para todos, indica que los pasen a Villa Sacchetti, «para las de la administración». Y será en la cocina, en el office y en el planchero donde en primer lugar se instale la refrigeración. Allí se harán las más modernas instalaciones de utillaje doméstico, para facilitarles el trabajo. Escrivá pone en marcha, en muchos países del mundo, escuelas y centros de formación para que se dote a estas profesionales de un acervo científico y técnico de alto nivel. Incentiva además la elevación de su standing cívicosocial, sobre la base de una promoción humana, seria y enteriza, que abarque todos los registros de la proyección personal: lo espiritual, lo profesional, lo deportivo, lo cultural, lo estético, lo relacional, lo apostólico… Y, junto a ello, la puesta en valor de todos los derechos de su ciudadanía.

Como telón de fondo, como leit motiv de ese realce de las «valías», un claro subrayado: «sentir el santo orgullo de servir».

Un día de 1962 Escrivá pasa un momento, desde la Villa Vecchia, su casa, a La Montagnola, donde viven las directoras centrales. Están instalando muebles y objetos decorativos y desean conocer la opinión del Padre sobre algún adorno concreto que se ha de colocar a modo de sobrepuerta. Hace falta una escalera de mano. Mari Carmen Sánchez Merino sale a buscarla. A los pocos minutos, llegan dos empleadas de hogar trayendo la escalera. Escrivá les da las gracias. Y, en cuanto se han ido, cambiando la expresión del rostro y el tono de la voz, dice a las que están allí:

-Oídme bien: en casa todas sois auxiliares de todas. ¡Nunca debéis dejaros servir! Vosotras, directoras, tenéis que ser las primeras en adelantaros a hacer los trabajos más duros, los más costosos y los más desagradables. ¡En eso es en lo que tenéis que ir por delante! (48)

El día 19 de marzo de 1959, fiesta de san José, patrono del Opus Dei, Escrivá pasa por el office en el momento en que están preparando las fuentes de la comida. Se detiene. Toma una. Entra en el comedor. Desde la puerta, busca con la mirada a Julia Bustillo, que es la más veterana. Va hacia donde ella está sentada y le acerca la bandeja, sosteniéndola para que se sirva:

-En la casa de Nazaret todos servían… ¡Hoy me toca servir a mí! (49)

Pero el gesto pretende abrir camino a una costumbre. Así que, pasado un tiempo, les dirá a las directoras que viven en La Montagnola:

-En casa no hay «servicio doméstico»: unos realizan una profesión y otros otra. Cada cual hace su trabajo y todos servimos a Dios, que es el único Señor. Me parecería muy bien que algunas veces -y no hace falta que sea un día excepcional o un día de fiesta, sino cualquier día corriente- vosotras sirvierais la mesa de quienes, porque es su profesión, habitualmente os atienden a vosotras. (50)

Encarnita Ortega, durante su larga estancia en Roma, visita en diversas ocasiones a monseñor Tedeschini. Escucha de él no pocos comentarios elogiosos para el Opus Dei y para su fundador. Quizá el más rotundo y vigoroso sea el que se refiere a Escrivá como «la persona que he visto más pendiente de los planes de Dios, para inmediatamente ponerlos por obra. Es el hombre más santo que conozco: tal vez el único santo que conozco». Pero no le va a la zaga esta otra afirmación: «El milagro más grande que el Padre ha conseguido, en esa Obra que Dios le ha confiado, es el de la vocación de esas mujeres que atienden las administraciones: mujeres que se sienten orgullosísimas de servir durante toda su vida, y que no se cambiarían por una princesa.» (51)

Claro que esa idea-fuerza del servicio, trabada con la de «tener el derecho a no tener derechos», Escrivá la graba en la conciencia de todos sus hijos. A los que en junio de 1967 acaban sus tesis doctorales en el Colegio Romano de la Santa Cruz, a la hora de la despedida les recuerda:

-Aquí no formamos superhombres. ¡No os vais por ahí a mandar, ni mucho menos a mangonear! Vais a servir. Vais a ser los últimos. Vais a poner el corazón en el suelo, para que los demás pisen blando. (52)

Aunque en Villa Tevere se empieza a vivir en 1949, durante más de diez años se comparte el quehacer de la jornada con el ruidoso ajetreo de los albañiles, los fontaneros, los electricistas, los pintores… Y concluidas ya las obras, hasta 1964 no estarán ultimados algunos detalles como, por ejemplo, las colchas. En todo ese tiempo las camas, que llegan a ser más de doscientas, se cubren con una manta. La de Escrivá es una manta muy gastada por el uso, con dibujos en tonos verdes y marrones, bastante desvaídos.

En 1956 se consigue un donativo no esperado. Las que viven en Villa Sacchetti piensan utilizarlo para comprar tela y confeccionar las colchas. Pero al final ese dinero se ha de emplear en otras necesidades más apremiantes.

Unos años después proponen al Padre un «plan gradual» para solucionar esa carencia perfectamente prescindible, pero que en un dormitorio pone un toque cálido. En todo caso no son ellos, sino ellas, quienes echan más en falta ese detalle de las colchas. Escrivá da el «visto bueno», pero les hace invertir el orden: empezarán confeccionando las de sus hijas de la administración. Después, las de la residencia de alumnos y profesores del Colegio Romano. Más adelante llegará el turno a los miembros del Consejo general. Y la última, así lo dice y lo subraya, será la suya: «A mí me la hacéis cuando ya tengan todos: quiero ser el último.»

Un domingo de marzo de 1964 suena el teléfono interior del despacho de Mercedes Morado. Es el Padre:

-Gracias, hija mía, ¡que Dios te bendiga! ¡Menuda sorpresa me llevé el otro día al entrar en mi cuarto…! Pensé que me había equivocado. Después me dije: «¡viva el lujo y quien lo trujo! Josemaría, ¡si te has vuelto rico!».

»Mercedes, hija mía, cuando pase el tiempo y yo ya no esté en este mundo, tú contarás a tus hermanas esta pequeña anécdota: ¿por qué el Padre ha querido ser el último en tener colcha? Por dos razones. Una, por el gran cariño que tengo a mis hijas: deseaba que vosotras fueseis las primeras. Y otra, por pobreza: ¡no pasa absolutamente nada, por prescindir de una colcha! Treinta y seis años tiene la Obra. Pues…, en treinta y seis años, es la primera vez que tengo colcha. (53)

El 25 de junio de 1975, la víspera de su muerte, dirigiéndose a un hijo suyo, Rolf Thomas, en la sala de Comisiones, le habla de esa disposición de servicio que es como el «contraste de garantía» de las personas entregadas a Dios en el Opus Dei. Hace unas referencias expresas a pasajes del Evangelio, en los que Jesucristo enseña a sus discípulos «el que quiera ser el primero, que sea el último», «no busquéis los primeros puestos en la mesa», «yo estoy en medio de vosotros como el que sirve, porque no he venido a ser servido sino a servir»… Y ello lo pone en contraste con «el ambiente de soberbia que hay hoy por todas partes, y que lleva a la gente a rechazar cualquier cosa que suponga servir». De ahí pasa a exponer, más que un deseo, una certidumbre: «Como fruto de la labor nuestra, devolviendo a la vida su sentido cristiano, muchas personas se plantearán con gran alegría la posibilidad de dedicarse a servir: servir a todos, pero por Amor de Dios… Y lo verán y lo considerarán como lo que de verdad es: ¡como un privilegio!… De todas partes del mundo vendrán a la Obra las almas más finas, las más delicadas espiritual y culturalmente, las más deseosas de identificarse con Jesucristo. Pedirán la admisión en el Opus Dei, con una decidida vocación de servicio.» (54)

Quizá columbra un futuro que él ya no verá desde la tierra. Esas palabras, dichas en la secuencia intensa y final de sus últimas veinticuatro horas de vida, van a tener pronto un impresionante valor de profecía, de predicción anticipativa. En efecto, poco tiempo después, en muy diversos países, muchachas universitarias y jóvenes que ya han concluido sus carreras de grado medio o superior, solicitan ser admitidas en el Opus Dei, expresando su preferencia por dedicarse a los trabajos de las administraciones. Y esto, desafiando el sentido de la ola en una civilización de ambiente cómodo, de atmósfera egoísta, obsesionada por el máximo confort con el mínimo esfuerzo. Una civilización donde los eslóganes del bricolaje, del comprar-usar-y-tirar y del autoservicio, hágaselo usted mismo, más que invitar a una rápida economía de tiempo, intentan ocultar el feo revés de la moneda: no espere usted que se lo haga nadie. Una civilización convulsiva, estresada y a contrarreloj, donde, en el mejor de los casos, es posible recolectar cheques de donativos de beneficencia para el Tercer Mundo, pero es inútil pedir un cuarto de hora de escucha, una mirada atenta, una sonrisa amable que pronuncie un simple «tú». Una civilización insolidaria, granítica de corazón, donde ser enfermera, o maestra de escuela, o madre de familia es considerado un ejercicio anacrónico, esclavizante y heroico, porque se ha ajado, por desuso, el sentido del servicio, y se ha postergado, como un idealismo no rentable, el referente de pensar en el prójimo más próximo.

Anticipativo también en esto, Escrivá ha transmitido a los suyos, en todo tiempo, una máxima de conducta: para servir, servir. No es una tautología. Significa que, para ser auténticamente útiles, para servir, hay que dar y darse sin cicaterías, estar disponibles, servir, desde «el sano prejuicio psicológico de pensar siempre en los demás». Pero no se trata de una eficacia funcional, ni de una humillante servidumbre humana, ni de un voluntariado de «servicio social». Escrivá les enseña, con su propia vida, a trascender la horizontalidad de ese servicio a los iguales, con la verticalidad del servicio rendido al mismo Dios.

Un quiebro muy sugerente. Aunque Escrivá cada vez que recita el salmo 2 dice en uno de sus versos: «servid al Señor con temor» (servite Domino in timore), a partir de cierto momento, comenzará a repetir, también delante de los suyos: «servid al Señor con alegría» (servite Domino in laetitia), tomándolo del salmo 99.

Al transponer en el Señor, al Dominizar, lo que se hace por los hombres, el acto de servicio se convierte en obra dominical: irradia señorío. Y, porque está hecho desde la libertad, lejos de generar pesadumbre, rezuma alegría. Deja de ser el servite in timore de los siervos, para convertirse en el servite in laetitia de los ciudadanos libres.

Junio de 1974. Tertulia multitudinaria en el Centro de Congresos General San Martín, de Buenos Aires. Un hombre joven toma la palabra:

-Soy de la Obra. Mi madre, que es casi toda mi familia, porque yo no tengo padre…

En ese punto, Escrivá le interrumpe con rápidos reflejos:

-¿Tú no tienes padre? ¡¿Cómo…?!

Entre los dedos de su mano izquierda, toma, sucesivamente, el pulgar, el índice y el medio de la derecha, apretándolos uno a uno, como para hacer más visible la cuenta de enumeración:

-Uno, en el cielo…, otro, en el cielo…, y yo: ¡tres!

-Pues como hoy en Argentina celebramos el día del padre, ¡felicidades, Padre! Verá: mi madre está muy contenta con mi vocación. Pero a veces se preocupa por lo que vaya a ser de mí, cuando sea viejo… Dice que no voy a tener familia… Ella está acá, mírela, Padre… Quiero que le explique que sí tenemos familia y que nos queremos mucho…

-Sí, siéntate. Una vez, hace muchos años, había en cierto país un hombre del Opus Dei que no estaba conforme con la manera de proceder de un jefe de Gobierno, y había escrito unas cosas en un periódico que hirieron a ese personaje. Y ese señor, muy poderoso, se enfadó y declaró que el otro, el del Opus Dei, no tenía familia… Y yo, que sí tengo familia, inmediatamente pedí una audiencia, que no me pudieron negar…

Escrivá, sin señalar los lugares ni mencionar a los protagonistas, está aludiendo a un episodio real que ocurrió en España. Un miembro de la Obra, Rafael Calvo Serer, había escrito un artículo en oposición al régimen franquista. La reacción de las autoridades fue muy dura, y Calvo Serer se vio obligado a exiliarse. Sobre esto el Padre no tenía nada que decir, porque se trataba de cuestiones en las que no intervenía: correspondían a sus hijos, como ciudadanos libres y responsables. Pero, entre otras injurias lanzadas contra aquel hombre de la Obra, dijeron que era «una persona sin familia». El fundador reaccionó entonces como un padre que defiende a su hijo. Se fue a España inmediatamente, solicitó audiencia a Franco y fue recibido enseguida. Sin entrar en las causas de las divergencias políticas, afirmó con toda claridad que no podía tolerar que de un hijo suyo se dijera que era un hombre sin familia: tenía una familia sobrenatural, la Obra, y él se consideraba su padre. Franco le preguntó:

-¿Y si le meten en la cárcel?

Escrivá respondió:

-Yo respetaré las decisiones de la autoridad judicial, pero, si lo llevan a prisión, nadie me podrá impedir que facilite a ese hijo mío la asistencia espiritual y material que necesite.

Repitió las mismas ideas al almirante Carrero Blanco, brazo derecho de Franco. Reconoció que el fundador del Opus Dei tenía razón.

Escrivá sigue hablando:

-Y le dije: Tú… le dije de y no le conocía… Tú no tienes familia, ¡éste tiene la mía!… Tú no tienes hogar, ¡éste tiene mi hogar!… Me pidió perdón.

Ahora se dirige a la madre del que le había interpelado.

-Tú ya sabes que tu hijo tiene familia y tiene hogar. Y que morirá rodeado de sus hermanos, con un cariño inmenso. ¡Feliz de vivir y feliz de morir! ¡Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte! ¡A ver quién dice por ahí esto! ¡Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte! ¡Es el mejor sitio para vivir y el mejor sitio para morir: el Opus Dei!

Está hablando de pie, sobre un estrado, con un brío, una pasión y una expresividad asombrosas en un hombre de setenta y dos años. Millares de ojos concentran la atención en su figura. Todo el auditorio está prendido en sus palabras. Ahora se detiene. Echa la cabeza levemente hacia atrás. Cierra los ojos. Respira hondo. Después, como paladeando su propia impresión, con las veras del alma, exclama:

-¡Qué bien se está, hijos míos! (55)

«El mejor sitio para vivir y el mejor sitio para morir.» Escrivá sufre y llora, con el dolor, con la enfermedad y con la muerte de sus hijos. Sin duda es un don tener un corazón tan dilatado. Reza por ellos. Alienta con unas letras afectuosas a los que están fuera, lejos. Visita y acompaña a los que tiene más cerca. Se preocupa por su atención médica. Advierte que les preparen con especial esmero las comidas, averigua qué les gusta más, o qué plato «de capricho» les hacía su madre… No es inusual que, cuando algún hijo suyo está enfermo, vaya con Álvaro a su dormitorio a mantener con él una conversación animada, a gastarle bromas, a distraerle por un momento de las molestias físicas, o a espabilarle el humor contándole un chiste divertido, cantando…, o incluso bailando. En febrero de 1950 es Álvaro del Portillo quien está en cama, con molestias hepáticas y fuertes dolores de apendicitis. El doctor Faelli ha indicado que le operen urgentemente. Escrivá intenta darle ánimos, narrándole anécdotas amenas. Después, viendo que ese hijo suyo está destrozado de dolor, sin pensarlo dos veces, se arranca improvisando una especie de baile muy simpático. Álvaro, y otro que está en ese momento en la habitación, ríen divertidos. Es lo que el Padre quería conseguir: «Tenía que hacer lo que estuviera en mi mano para aliviarle. Como, espiritualmente, llevaba todo con mucho sentido sobrenatural, pensé que al Señor le agradaría si le ayudaba a que se olvidase del dolor… Bailé. Y me hubiera puesto a cuatro patas. Lo que sea hubiera hecho, movido por esa realidad estupenda de que jamás estamos solos: ni Dios ni nuestros hermanos nos dejan.» (56)

Ese baile -el amor de Dios, o es alegre, o es un simulacro de amor- pone contra las cuerdas a aquel Nietzsche arrogante que «sólo podría creer en un Dios que supiera bailar».

Una mañana de diciembre de 1955 Escrivá llega de la calle. Viene de rezar junto a la capilla ardiente de Ignacio Salord, un joven alumno del Colegio Romano. Se detiene un |momento con las que atienden la cabina de la centralita. Ellas observan sus ojos enrojecidos y empañados de lágrimas:

-Ha muerto como ha vivido. Sabía medicina y se daba perfecta cuenta de que se moría. Quiso hacer confesión general de toda su vida. Digo yo que ¿qué falta le hacía?… ¡Pero la hizo! (57)

En octubre de 1960 fallecen en accidente de automóvil tres jóvenes miembros de la Obra. Pocos días después Escrivá le comenta a otro de sus hijos, Gumersindo Sánchez:

-Tardaron en comunicármelo, porque yo estaba en carretera, viajando hacia Francia. Cuando me lo dijeron, no pude contenerme y lloré como un niño…, porque soy un borrico sarnoso que a veces lleva la cruz a rastras. (58)

En la madrugada del 11 de diciembre de 1961, muere Armando Serrano, que ha vivido y trabajado mucho tiempo cerca de Escrivá. Entre otras cosas, él conducía el coche durante los viajes fuera de Roma. El Padre está tan afectado que no se siente capaz ni de desayunar. Entra al comedor y sale, llorando, hacia el oratorio. Así, dos o tres veces. En una de esas salidas, se encuentra con dos hijas suyas. Guarda el pañuelo en el bolsillo de la sotana. Pero no puede disimular. Está desmadejado:

-Se me ha muerto ese hijo mío… Armando… Anda, avisad a todas las de la casa para que recen por él. (59)

En una mañana de marzo de 1968 Escrivá tiene una reunión con directoras del Opus Dei venidas a Roma, de diversos países, para una convivencia especial. A las diez en punto entra en el soggiorno de La Montagnola. Lleva gafas oscuras y una vieja capa negra, que tiempo atrás le regaló un militar irlandés, mister Mulcahy, el padre de Olive y de Dick. Nada más sentarse, les comunica que acaban de darle una dolorosa noticia: Wladimiro Vince, un croata sacerdote del Opus Dei, ha muerto en un accidente aéreo en la isla de Guadalupe. Wlado Vince conoció la Obra estando exiliado y refugiado en Italia, durante la guerra mundial. Él hizo la traducción de Camino al croata.

-He ido al sagrario a quejarme… Cariñosamente, pero a quejarme…, porque se me hace cuesta arriba entender cómo el Señor, teniendo tan pocos amigos en este mundo, se lleva a quienes tanto podían servirle, ¡con la falta que hacen…! Después, como siempre, he acabado aceptando la voluntad de Dios y diciéndole: «Fiat, adimpleatur»… Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima voluntad de Dios sobre todas las cosas. Amén. Amén.

La voz se le quiebra. Traga saliva. Se le ve hacer esfuerzos para articular las palabras. Enseguida, poniéndose de pie, pide que le disculpen:

-No puedo seguir hablándoos… perdonadme, hijas.

Y sale de la habitación.

Al día siguiente, a la misma hora, vuelve al soggiorno. Su aspecto ha cambiado. Hasta parece contento. Les cuenta lo que acaba de saber: desde Venezuela, dos o tres miembros de la Obra, uno de ellos sacerdote, se trasladaron a la isla de Guadalupe, en un avión que fletó Air France para familias y allegados de las víctimas del siniestro aéreo. Desde Roma, enviado por el propio Escrivá, se ha desplazado también Miguel Ángel Madurga. El lugar era un caos de cenizas y destrozos: restos de avión, cadáveres y equipajes calcinados y esparcidos. Por la descomposición orgánica, había un olor nauseabundo… Poco a poco, los parientes que habían ido hasta allí para identificar a los pasajeros muertos, a la vista del horrendo espectáculo, se retiraron hacia el avión. Pero los del Opus Dei permanecieron en aquel sobrecogedor escenario, hasta dar con algunos objetos personales de Wladimiro. Más tarde, junto con un álbum de fotografías, los harían llegar a Croacia, donde vivía su madre. Mientras dos de ellos proseguían la búsqueda, el sacerdote rezó varios responsos, y en un lugar próximo celebró algunas misas por las almas de los fallecidos en el accidente.

Escrivá concluye su relato allí, en La Montagnola, comentando:

-Dios me ha dado, junto al inmenso dolor, este consuelo, esta alegría de palpar una vez más que somos una familia y que nos queremos de verdad: vuestros hermanos han hecho por Wlado más que lo que algún marido ha hecho por su mujer, más que lo que algún padre ha hecho por su hijo… Han hecho lo que otros, siendo de la misma sangre, no han tenido el valor de hacer. Vividme siempre, hijas, esta fraternidad bendita… Incluso, con heroísmo. (60)

Mayo de 1972. Mercedes Morado acaba de decirle al Padre que a Sofía Varvaro, una joven italiana de la Obra, le han diagnosticado un cáncer y los médicos estiman que vivirá muy poco tiempo: los meses que su cuerpo resista. Escrivá, enseguida, dice que quiere ir a verla.

-Padre, es que Sofía está viviendo en Villino Prati, en casa de Tía Carmen… y ocupa las mismas habitaciones que ella utilizó en los últimos tiempos.

Tía Carmen era Carmen Escrivá de Balaguer, la hermana del fundador. Vinculada de por vida y con todo su corazón a las vicisitudes del Opus Dei, sin pertenecer nunca a la Obra, se ocupó de las tareas de la administración doméstica antes que lo hicieran las mujeres. Puso su cariño, su recia ternura y su pletórica personalidad al servicio del Opus Dei. Ella dio a los primeros centros un inconfundible aire de familia. De modo entrañable y espontáneo, la han llamado siempre Tía Carmen. Y, con la convicción de que esa abnegada mujer constituye un sillar en la historia íntima de la Obra, a su muerte, ocurrida el 20 de junio de 1957, no la enterrarán en un cementerio: se le dio sepultura en Villa Tevere, en la sottocripta de la sede central del Opus Dei.

Ahora, Escrivá rememora, como en una instantánea, la muerte de su hermana y el entierro, desde Villino Prati -el hotelito de Via degli Scipioni, 276- hasta Villa Tevere.

-Ya sabéis que yo había dicho que no quería volver por aquella casa… Y no he vuelto desde entonces… ¡Son tantos recuerdos! Pero una hija es más que una hermana. No puedo dejar que Sofía se nos marche, sin verla y sin decirle unas palabricas de consuelo.

Pocos días después, el Padre va a Villino Prati. Le acompaña Javier Echevarría. En el vestíbulo esperan Teresa Acerbis e Itziar Zumalde. Ya por el pasillo, inicia la conversación con la enferma:

-¡Sofía! … figlia mia!

Al llegar a la habitación le entrega una estampa de la Santísima Trinidad en la que, al dorso, con su letra amplia y vigorosa, ha escrito una breve oración.

-¿Te leo lo que pone? ¿Quieres tú ir repitiéndolo conmigo? «Señor, Dios mío, en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno.»

Luego la anima a estar contenta, a ser sencilla como un niño y dejarse cuidar, a tomar los calmantes que necesite y a pedir su curación:

-Porque en Italia sois pocas aún, teniendo en cuenta la labor que hay por delante… Y sería demasiado cómodo irse al Paraíso. ¡Aquí hay todavía mucho trabajo!… Aunque, para nosotros, el trabajo más importante es hacer en todo la voluntad de Dios.

-Padre, cuando me dieron la noticia de lo que tenía, mi primera reacción fue de miedo… Pero no de miedo a sufrir o a morir: miedo porque yo soy una persona muy corriente, una mezza cartuccia, de poco valor… ¡y no quiero ir al Purgatorio!

-¡Mira ésta! ¡No quiere ir al Purgatorio!… No irás, hija mía, no irás. No debes tener miedo, porque el Señor está contigo. Además, así somos todos en el Opus Dei: ¡normales! El Señor nos ha escogido así, y nos quiere justo porque somos gente corriente. Y tú tienes que pedir tu curación porque, así como eres, debes trabajar: ¡nos haces falta! Tienes que ayudarnos mucho… Yo ahora me siento más fuerte, porque me apoyo en ti. Tú apóyate en mí ¡y no tengas miedo! Pero si el Señor te quiere allá arriba, nos tendrás que ayudar más aún desde el cielo.

Después de esta visita, Escrivá sigue atento al proceso clínico de Sofía. Insiste a las que la atienden más de cerca para que se vuelquen con cuidados, con cariño, y sean con ella «más que una hermana, una madre». Pide que no la dejen sola: que la ayuden cada día en las normas de piedad que se hacen en el Opus Dei; que le faciliten los calmantes necesarios, «para que esa hija mía no sufra de más».

Todavía va a visitarla otra vez, en una clínica privada de Roma, cuando su estado se ha agravado de modo irreversible. Antes de entrar en la habitación, habla con Teresa e Itziar:

-Sofía no tiene que darse cuenta de que sufrimos por ella… ¿Cuánto tiempo ha dicho el médico que puede estar una visita, para no fatigarla?… Pues, cuando pasen esos minutos, si yo no me he dado cuenta, me avisáis: quiero estar sólo lo que el médico permite.

Entra acompañado también de Javier Echevarría. Se sitúa junto a la cabecera de la cama. Desde ahí, con voz suave pero animosa, habla a Sofía de asuntos espirituales. En cierto momento, porque conoce bien el valor del dolor, le pide que ofrezca sus molestias y su quebranto físico «por la Iglesia, por los sacerdotes, por el Papa…».

-Sofía, ¿querrás unirte a las intenciones de mi misa?

-Pero, Padre, yo aquí en la cama, ya no puedo asistir a la misa…

-Tú ahora eres ¡una misa constante!, hija mía… Y yo, mañana, cuando celebre, te pondré sobre la patena.

Algo después, como Sofía comenta que cada vez resiste menos y se cansa más, Escrivá le hace la señal de la cruz en la frente y se despide.

El 24 de diciembre, charlando en Villa Sacchetti con un grupo de italianas, les pregunta:

-¿Cómo sigue Sofía? Yo, todos los días, cuando llego al ofertorio de la misa, meto en la patena a todas las hijas y los hijos míos que están enfermos o atribulados.

Sofía está en las últimas. Con suavidad pero con fortaleza, quienes la atienden y acompañan han ido estimulando su fe, su amor y su esperanza del cielo. En el tramo final, cuando reza la letanía del Rosario, al llegar a ese piropo que invoca a María llamándola «puerta del cielo», ianua coeli, Sofía sonríe y se interrumpe para decir: «¡ésta es la mía!». Fallece el 26 de ese mismo diciembre. Al día siguiente Escrivá se desplaza a Villa delle Rose, en Castelgandolfo, porque así estaba previsto desde tiempo antes. Nada más entrar en el soggiorno de los abanicos, comenta a sus hijas:

-Como veis, hijas mías, hay movimiento en casa: están vuestras hermanas comenzando la labor en Nigeria; en estos días he dado la bendición a otra, que llegará hoy a Australia; y ayer, esa otra hija… que se nos ha ido al cielo. (61)

Sí, hay «movimiento». Ese mismo diciembre de 1972, muere en Barcelona José María Hernández de Garnica, ingeniero y uno de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei. Chiqui era su nombre familiar. Escrivá le conoció en los años treinta, cuando estaban instalando la residencia de estudiantes de la calle de Ferraz, en Madrid. Al verle llegar, «vestido como un dandy», el Padre le dio un martillo y unos clavos y, sin más, le dijo:

-Anda, Chiqui, súbete a esa escalera y ayúdame a clavar…

Desde entonces, ¡cuántas cosas!, ¡cuántas correrías apostólicas!, ¡cuánto ir y venir, ayudando a «enclavar» la Obra por media Europa!, ¡cuántos trabajos, cuántas alegrías, cuántos sucesos entrañables!

Estando Escrivá en Barcelona, en el gimnasio del Brafa, conduciendo una de esas tertulias donde la multitud se arracima y se concentra como si fuera «un puñadico familiar», les advierte que, aunque allí se está muy a gusto, tiene que acabar:

-Me espera un enfermo. Y no tengo derecho a hacer esperar a un enfermo, que es Cristo… Le hace falta el padre y la madre. Y yo soy padre y madre.

Después de visitar a José María Hernández de Garnica, comentará a los suyos:

-Hoy he estado con un hermano vuestro… Tengo que hacer unos esfuerzos muy grandes para no llorar, porque os quiero con todo el corazón (…). Hace unos meses que no le había visto. Me ha parecido un cadáver ya… Ha trabajado mucho y con mucho amor. Quizá el Señor ha decidido darle ahora, ya, la gloria del Cielo. 62

Cuando Escrivá regresa a Roma, lleva ya en la mente una frase, jaculatoria, que escribirá en su calendario como «santo y seña» del nuevo año 1973: a pesar de tanto y tan hondo dolor humano, un grito de acción de gracias: ut in gratiarum semper actione maneamus! Así, con ese signo de admiración vertical, apuntalando la gratitud; porque, como dice, haciendo resonar la voz de Pablo de Tarso, «para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan al bien»: todo es para bien, omnia in bonum! 63

En mayo de 1975, después de haber visitado las obras casi concluidas de Torreciudad, recibe al alcalde y a un concejal de Barbastro. Nada más marcharse estos dos ediles, Javier Echevarría y Florencio Sánchez Bella suben al cuarto de estar donde se encuentra Escrivá. Traen una noticia que sin duda le va a apenar: Salvador Canals, Babo, otro de los «mayores» de la Obra, aquel que con José Orlandis fue a roturar el asentamiento del Opus Dei en Roma, acaba de fallecer.

Escrivá cierra y aprieta los ojos. Empieza a llorar mansamente… Con la voz entrecortada, desgrana un responso. Después, sollozando en silencio, va hacia uno de los sillones próximos al gran ventanal que da a la explanada de Torreciudad. Los que están en la sala se sientan junto a él, sin distraer su recogimiento. Reza y evoca. Evoca y reza. Al cabo de un rato, como en desahogo, les dice:

-Yo os quiero a todos igual…, a todos igual…, pero tenéis que comprender que con Babo ¡han sido tantas cosas… tantos años!… Es natural que su muerte me afecte de manera especial… Es un golpe duro… Y eso que cuando salí de Roma ya sabía que Babo se moría. Hasta dejé todo dispuesto, ¿verdad, Álvaro?, para que sus funerales sean en el Tiburtino… Estuve a verle en la clínica, pocos días antes de venirme. Quería llevarle unos dulces que yo sabía que le gustaban mucho, y no conseguía acordarme de cuáles eran. Encargué a uno de los que trabajan en Villa Tevere que preguntara en su casa y comprase una caja de esa clase de dulces. Eran «frutas escarchadas». Este hijo mío compró una caja pequeña. Cuando me quedé solo, tuve una corazonada… Llamé a las de la administración de Villa Sacchetti: les pedí que fueran a una pastelería y comprasen otra caja mayor, que tuviese frutas grandes. La trajeron enseguida.

»Álvaro y yo fuimos a la clínica. Ya os podéis imaginar la alegría, la cara de contento con que nos recibió Babo. Tomó la caja, la abrió, nos ofreció… Álvaro y yo cogimos unos trozos pequeños. Él miró las frutas, con ojos golosos, y escogió una pera gorda, bien gorda… ¡Qué alegría me dio! Pensé: «desde luego, si llego a traerle la cajita pequeña, ¡me luzco!». Además, como las madres, al verle con apetito… me hice ilusiones. Pero al salir de la habitación el médico nos quitó toda esperanza: tenía el corazón muy mal.

Escrivá saca el pañuelo, se quita las gafas y se seca los ojos. Ha anochecido. El silencio se apodera de todo. El Padre mira, uno a uno, a los que están allí con cara de circunstancias. Se detiene en el arquitecto César Ortiz-Echagüe. Como si quisiera transmitirle su emoción, exclama con fuerza:

-Hijo, el Opus Dei es el mejor sitio para vivir y el mejor sitio para morir… Te aseguro que ¡vale la pena! (64)

NOTAS

1. Testimonio de doña Marlies Kücking.
2. Relato oral de don Ernesto Juliá. Cfr. también Rafael Gómez Pérez, Trabajando junto al Beato Josemaría, Ediciones Rialp, Madrid, 1994, pp. 73-74.
3. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902).
4. Ibídem.
5. Testimonio de doña Marlies Kücking.
6. Ibídem.
7. Relato de doña Josefina Ranera a la autora.
8. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
9. Ibídem.
10. Doña María Pilar De Meer, llamada familiarmente «Chus».
11. Relatos orales de doña Palmira Laguéns y de doña Marlies Kücking.
12. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902).
13. Testimonio de doña Encarnación Ortega Pardo (AGP, RHF T-05074).
14. Ibídem.
15. Cfr. Camino, n. o 419.
16. Testimonios de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902), de doña Marlies Kücking y de monseñor José Luis Illanes Maestre (AGP, RHF T-03390).
17. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902).
18. Testimonio de doña Marlies Kücking.
19. Testimonio de doña Begoña Álvarez Iráizoz (AGP, RHF T-04861) y testimonio de doña M. Carmen Sánchez Merino (AGP, RHF T-05132). Cfr. Artículos del Postulador, n. o 581.
20. Testimonio de doña Carmen Ramos.
21. Ibídem.
22. Testimonio de doña Begoña Álvarez Iráizoz (AGP, RHF T-04861).
23. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
24. Testimonio de doña Marlies Kücking.
25. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
26. Testimonio de doña Begoña Álvarez Iráizoz (AGP, RHF T-04861).
27. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
28. Testimonio de doña Encarnación Ortega Pardo (AGP, RHF T-05074).
29. Testimonio de doña Marlies Kücking.
30. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
31. Testimonio de don Carlos Cardona Pescador (AGP, RHF T-06138).
32. Testimonio de monseñor César Ortiz-Echagüe (AGP, RHF T-04694).
33. AGP, RHF 20750, p. 294 y AGP, RHF 20158, p. 402.
34. Testimonio de doña Begoña Álvarez Iráizoz (AGP, RHF T-04861).
35. Testimonio de doña Marlies Kücking.
36. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902).
37. AGP, RHF 20147, p. 42.
38. AGP, RHF 20770, p. 664.
39. Testimonio de doña Marlies Kücking. Cfr. Forja, n. os 17 y 18. AGP, RHF 20156, p. 136.
40. Testimonio de doña Marlies Kücking.
41. Testimonio de don Carlos Cardona Pescador (AGP, RHF T-06138).
42. Testimonio de doña Encarnación Ortega Pardo (AGP, RHF T-05074).
43. Cfr. Mateo, 20-28.
44. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902).
45. Testimonio de doña Marlies Kücking.
46. Ibídem.
47. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902) y de doña Marlies Kücking.
48. Testimonio de doña Begoña Álvarez Iráizoz (AGP, RHF T-04861), de doña Marlies Kücking, de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641) y de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902). AGP, RHF 21156, p. 20.
49. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
50. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902) y doña Marlies Kücking.
51. Testimonio de doña Encarnación Ortega Pardo (AGP, RHF T-05074).
52. Testimonio de monseñor César Ortiz-Echagüe (AGP, RHF T-04694).
53. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902). Relato oral de doña Begoña Álvarez Iráizoz.
54. Testimonio de don Carlos Cardona Pescador (AGP, RHF T-06138). Relato escrito de monseñor Javier Echevarría.
55. Catequesis en América, 1974, I, pp. 420-422.
56. Cfr. Artículos del Postulador, n. o 584 y testimonio de don Raffaele Tomassetti (AGP, RHF T-03359).
57. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
58. Testimonios de don Gumersindo Sánchez Fernández (AGP, RHF T-06199). Cfr. Artículos del Postulador, n. o 605.
59. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
60. Testimonio de doña Begoña Álvarez Iráizoz (AGP, RHF T-04861) y de doña Gloria Toranzo Fernández (AGP, RHF T-08033).
61. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902). Cfr. AGP, RHF 21162, pp. 55 y 208-213.
62. AGP, RHF 20760, pp. 638 y 641.
63. Romanos, 8, 28.
64. Testimonio de monseñor César Ortiz-Echagüe (AGP, RHF T-04694).

 
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