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l Imaginero
J. Dobracinsky

 Un joven sacerdote apareció en lo alto de las escaleras, enmarcado por el pórtico de piedra. Al observar que alguien estaba sentado en un banco, en la penumbra, le llamó:

- ¡Eh, buen hombre! ¿Eres Lukasz de Rogi?

El hombre, que tenía los codos apoyados en las rodillas, la cabeza entre las manos y las piernas separadas, alzó lentamente la cabeza y miró al sacerdote.

- Sí, yo soy –respondió.

- Sube.

El anciano se incorporó, recogió un hatillo que reposaba sobre el banco y, sin apurarse, empezó a subir las escaleras. Tenía los ojos grises y pequeños, el pelo y la barba cenicientos. Su enjuto y fatigado rostro estaba surcado de arrugas. Sus ropas, muy gastadas. Las manos, enormes, pendían de su cuerpo como ramas de un árbol abatidas por el peso de las primeras nieves de otoño. Al llegar a lo alto de la escalera, se detuvo ante el sacerdote.

- ¿Eres tú el que ha traído la carta de la Duquesa de Niemodlin?

- Sí

- ¿Y sabes pintar?

- Sé hacer muchas cosas. Tallo la madera, pinto…

- ¿Has hecho alguna vez imágenes para las iglesias?

- Sí. Los monjes o los curas me pedían a veces que les tallase un santo, que les hiciera un icono… Otras, que les restaurase pinturas determinadas.

- ¿y lo sigues haciendo?

- Hace mucho tiempo que no hago nada de eso.

- ¿Dónde adquieres las pinturas?

- Las fabrico yo mismo.

-¿Sabes lo que queremos que hagas?

- Sí. La duquesa me lo dijo.

El sacerdote escrutó el rostro del imaginero: este hombre –pensó- no se parece en nada a los artistas que han sido huéspedes del castillo en los últimos tiempos. Todos vestían ropas delicadas, llevaban cadenas de oro en torno al cuello y anillos en los dedos, calzaban finos botines de tafilete y se rizaban el pelo. Tenían criados que llevaban sus enseres y sus útiles de trabajo, hablaban pomposamente, con aplomo, e imponían respeto. Querían que se les pagase en oro, por adelantado, y exigían comodidades y buenos alimentos… Este, sin embargo, parecía más bien un sencillo artesano que pisara por primera vez en su vida el noble enlosado del castillo real.

- ¿Te das cuenta de que la tarea que se te ha encomendado es sumamente importante? –le advirtió el sacerdote-. Su Majestad el rey la supervisará personalmente. Antes que tú, han estado aquí famosos artistas, enviados por los emperadores de Roma y de Bizancio. Todos ellos lo intentaron… Nadie se habría acordado de ti, si no hubiera sido la carta de la Duquesa.

El anciano escuchaba en silencio, con rostro inexpresivo.

- ¿Conoces a la Duquesa?

- Sí. Me llamó a su castillo para que restaurara una antigua pintura de Santa Isabel, la patrona de la madre de la Duquesa. A Su Señoría le complació mi trabajo y quiso alguna otra mía. Vino a mi casa y se quedó con una de mis tallas.

- ¿Qué talla?

- Una que hice hace muchos años, de nuestra Santa Reina.

- ¿De la reina Jadwiga?

- Sí.

- ¿Y cómo la restauraste? No puedes haberla conocido.

- Claro que sí.

- ¿Donde? ¿Cuándo?

- Hace muchísimos años. Siendo un muchacho, colaboré en la edificación de la iglesia de Piasek. Un día, la Reina vino a ver el estado de las obras. Fue entonces cuando dejó marcada su huella en el mortero. Maese Mikolaj ordenó que reprodujéramos en piedra la huella de su pie y la engarzáramos en el muro de la iglesia. Ahora la gente acude a besarla.

- Entonces debes tener un montón de años…

- Sí, tengo…

El sacerdote volvió a clavar la mirada en él.

- Escucha lo que voy a decirte: Vas a comparecer ante Su Majestad. Si permite que le des la mano es que te acepta. Pero ten cuidado. Si –Dios no lo quiera- estropeas algo, será mejor que no sigas trabajando. Para su Majestad, ese Icono es sagrado. Piensa recompensar generosamente a quien sea capaz de restaurarlo, pero si alguien llegara a estropearlo de tal forma que ya no fuera posible repararlo, lo castigaría con terrible dureza. Bien, ¿qué decides?… Tal vez prefieras retirarte…

El anciano sacudió lentamente la cabeza.

- No – dijo -. Lo intentaré.

El clérigo lo miró inquisitivamente por última vez y le indicó que le siguiera.

Recorrieron largos y oscuros corredores hasta llegar a una puerta baja y estrecha. Un guardia, armado con una lanza, estaba apostado junto a ella. Se inclinó ante el sacerdote y la abrió.

La sala era oscura. Aunque era de día, un grueso velón brillaba sobre la mesa. El Rey estaba sentado en una silla enorme. Era un marchito anciano de pómulos hundidos y pelo incoloro pegado a las mejillas y al cuello. Aunque corría el mes de mayo, se cubría con una andrajosa zamarra de piel de cordero.

Jagellón volvió la cabeza hacia los recién llegados y los miró con ojos escrutadores. El secretario real hizo una profunda reverencia y Lukasz cayó de rodillas.

- ¿Quién es éste? – preguntó el Rey, señalándole con su huesudo índice.

- Es el imaginero, Majestad – explicó el sacerdote -. El que nos envía Jadwiga, la Duquesa de Niemodlin.

- Léeme otra vez lo que nos decía de él en su carta.

El secretario del Rey levantó un crucifijo que había sobre la mesa y recogió una carta. Se aproximó al velón y leyó en voz alta: “Os envío, Majestad, a uno de nuestros súbditos, un hombre conocido en la región por sus tallas en madera y por sus pinturas y retratos de los santos de Nuestro Señor. Ha hecho muchas imágenes e iconos, algunos de los cuales adornan iglesias y capillas. Todos están pintados con colores vivos y duraderos. Algunos no opinan así, pero yo creo que es un artista honesto, cuya vida ha sido muy dura. Además, es sumamente fiel a la memoria de nuestra Santa Reina, mi madrina”.

El secretario se interrumpió y miró a Jagellón, hundido en su sitial; con sus largos dedos peinó las finas hebras de su pelo para colocarlas detrás de sus orejas.

- Así que, al parecer es digno de confianza – preguntó por fin.

- La Duquesa cree que es un hombre honesto.

- ¿No te dije que preguntases al Duque Witol lo que pensaba de todo esto?

- Sí, Majestad. Fui a verle y le mostré la carta de la Duquesa, pero no quiso escucharme. Dijo que no le interesaba nada.

- ¿Y el Obispo? ¿Qué opina?

- Su Ilustrísima dice que él cree que deberíamos intentarlo.

- ¡Acércate! – ordenó.

Lukasz se arrastró, de rodillas, hasta colocarse junto a la silla del Rey.

- Tu Duquesa dice que eres un buen hombre – le dijo Jagellón, despacio, pues el polaco le resultaba menos familiar que el ruteno -. Y que reverenciabas a mi difunta esposa. Pero dice también que hay gente que habla mal de ti. ¿Por qué? – levantó el dedo índice con gesto admonitorio y añadió -: ¡No mientas!

- No lo sé, Majestad. Tal vez porque luché a las órdenes del Príncipe Zygmunt Korybutowicz.

- ¿Regresaste cuando se dio la orden?

- No al punto; pero volví.

- ¿Aceptaste su fe?

- No quise desertar cuando todos lo abandonaban.

El Rey no hizo comentario alguno. Sus ojos, parcialmente ocultos bajo las espesas cejas, seguían fijos en el artista. Apretó tanto las mandíbulas que sus hundidas mejillas se contrajeron.

- Sabes lo que has venido a hacer, ¿no es así?

- sí.

- ¿Y serás capaz de hacerlo?

- No lo sé…

Se produjo otra pausa. Luego, el Rey alargó un brazo, se inclinó, apoyó sus sarmentosos dedos en un hombro del imaginero y, haciendo un esfuerzo, se incorporó. De pie, parecía todavía más pequeño, más desgarbado, con los largos brazos colgando a lo largo de su cuerpo. Sus piernas delgadas y sus enormes pies, calzados con zapatillas de piel, sobresalían bajo la zamarra de vellón.

- Levántate – ordenó; luego, volviéndose hacia su secretario, añadió -: Abre camino.

Apoyado en Lukasz, Jagellón siguió al sacerdote, que iba abriendo puertas a medida que avanzaba. El Rey volvió tres veces la cabeza para escupir, una vieja costumbre de cuando era pagano. El secretario siguió mirando al frente, pero con una expresión de repugnancia en su rostro.

La última sala en que entraron era más luminosa que las anteriores. Estaba situada en una torre que hacía esquina y tenía varias ventanas. Abajo, a la derecha, más allá de las miserables casuchas de Stradom, las aguas del Vístula espejeaban al sol. La ventana de la izquierda daba a los anegados prados de Zabi Kruk, cubiertos de juncos y matorrales.

Había pocos muebles en la sala: una cama en un rincón y una mesa enorme en el centro, cubierta con un tapete. Sobre ella, yacía un Icono o, mejor dicho, lo que quedaba de él: tres gruesas tablas desvencijadas con las huellas de un brutal maltrato; pegados a ellas sólo quedaban restos del lienzo sobre el cual la imagen había sido pintada. Algunos trozos sueltos habían sido pegados de nuevo, pero entre ellos se veían los negruzcos y rajados tableros. Lo que quedaba de la imagen estaba descolorido, sucio, cubierto de una capa gris de polvo. En el centro, el rostro de la Virgen María era reconocible, aunque había sido hendido por una espada o un hacha. A santísima Virgen tenía los finos labios contraídos, como si se esforzase por velas un gesto de dolor. Los bordes de las tablas parecían mordisqueados por una fiera salvaje, aunque seguramente habían sido arrancados junto con los exvotos y las ofrendas. El aspecto del Icono era tan lamentable, que parecía un cadáver mutilado sobre un catafalco.

- Mira lo que han hecho con él – dijo el Rey.

Lukasz inclinó la cabeza y no dijo nada. Era como si estuviese contemplando un crimen del cual él fuese responsable.

- Quien sea capaz de repararlo será bien recompensado – prosiguió diciendo Jagellón -. El dinero es lo de menos en este caso. He hecho venir artífices de todas partes: De Viena, de Praga, de Kiev, de Constantinopla, de Nurenberg… Ninguno fue capaz de hacer nada. Cada cual se burlaba de su antecesor y juraba que él triunfaría donde el otro había fracasado, pero al final tenía que irse con el rabo entre las piernas. Y ahora la Duquesa dice que eres un maestro en tu oficio. Así que observa con cuidado y luego dime si serás capaz de restaurarlo.

Lukasz lo miró detenidamente y abrió sus brazos.

- Bien. ¿qué dices? – preguntó el monarca.

- No sé, Majestad… Lo intentaré.

- Pues inténtalo. Vivirás aquí y tendrás cuanto necesites para tu trabajo. La imagen tiene que quedar como antes, para que la gente acuda a rezar ante ella y a recibir sus favores. Tiene que curar a la gente… Un país que posee un Sagrado Icono como éste será poderoso, invencible.

Mientras escuchaba el torrente de palabras del Rey, casi ininteligible, Lukasz no cesaba de mirar al suelo. Jagellón había agarrado por el brazo al imaginero y lo atenazaba con sus blancos y huesudos dedos. De no ser por eso, el anciano habría caído de rodillas al suelo. El Icono seguía sobre la mesa, como un mudo reproche.

- Haz todo lo que puedas – concluyo Jagellón -. Si lo logras, tendrás cuanto desees. Pero recuerda – añadió mientras apretaba con más fuerza el brazo del imaginero -: si estropeas aún más la pintura…

Su rostro se ensombreció más intensamente y sus ojos se tornaron amenazadores, como los de un lince atrapado en un cepo. Luego, poco a poco, fue dejando de apretar el brazo del artífice y se inclinó hacia su secretario.

- Pon un criado a su servicio para que le atienda personalmente – ordenó -. Y otro para que lo vigile.

Y volviéndose hacia Lukasz añadió:

- No abandonarás el castillo hasta que termines tu tarea o te des por vencido.

El Rey le dirigió una última mirada; después, acompañado por su secretario, abandonó la sala, arrastrando los pies.

Ya sólo, Lukasz cayó lentamente de rodillas. Apoyó la frente en el borde de la mesa y luego, al cabo de un rato, alzó la cabeza y volvió a contemplar la pintura.

La magnitud del desastre le horrorizó. Durante su estancia en Bohemia había visto numerosas incendiadas, cruces rotas, imágenes destrozadas, pero nada era comparable a lo que tenía ante los ojos. Porque aquello parecía arruinar todo cuanto constituía su vida.

* * *

Cuando todavía no era más que un aprendiz de carpintero y trabajaba en la construcción de iglesias, alguien se había dado cuenta de que hacía muy bien tallas en madera e imágenes de santos. Su habilidad llegó a oídos de algunos clérigos, que hablaron de él al Obispo de Cracovia, Wysz, el cual le envió a estudiar con los artífices que decoraban los templos. Lukasz perfeccionó su arte en Cracovia y en wroclaw antes de regresar a su nativa Silesia. Sus tallas y pinturas empezaban a adornar diversas iglesias. Un párroco le recomendaba a otro y así pronto se hizo famoso; y con le fama vino la prosperidad.

Pero con la fama y la riqueza no tardó en llegar la desgracia. Su querida esposa, Agnieszka, cayó gravemente enferma y falleció al cabo de dos años de horribles sufrimientos, dejando dos hijos varones y una hija. Lukasz, desesperado, buscó consuelo en el trabajo. Talló y pintó con rabia y sus obras empezaron a despertar más admiración que nunca.

Inmerso en su trabajo, se olvidó de sus hijos y desertó del hogar; su casa se convirtió en una leonera y sus hijos en unos salvajes, así es que decidió volver a casarse. No tuvo que ir muy lejos para buscar esposa, pues ya era conocido en toda Silesia. Encontró una moza guapa y garrida, pero el matrimonio no resultó. Ella era demasiado joven y quería divertirse; no apreciaba el arte de su esposo y no cuidaba de los hijos de Agnieszka. El ambiente en el hogar se fue enrareciendo y las disputas entre los hijastros y la madrastra eran interminables. Lukasz no podía soportarlo. Estaba siempre al borde del ataque de nervios. Dejó de trabajar con intensidad y se limitó a cumplir las obligaciones que tenía contraídas anteriormente. Pero, no satisfecho con los resultados, se irritaba y se airaba, pues no era capaz de soportar las críticas ajenas. Por culpa de su mal carácter fue perdiendo la clientela, hasta que dio de lado a todo. Estaba lleno de resentimiento. Los clérigos – decía – le pagaban poco y no apreciaban su trabajo. Como remate, descubrió que su mujer le era infiel, y la echó de casa. Ella se llevó a sus hijos, pero no a los de la primera esposa de Lukasz, que se convirtieron para él en una fuente de conflictos. Los varones, jakub y Maciej, eran unos vagos que no daban golpe. La chica, casada en contra de su voluntad, no tardó en abandonar a su esposo. Más tarde, Lukasz se enteró de que se había ido a Wroclaw y había terminado en una casa de lenocinio. Desarbolado a causa de tanta desgracia, empezó a detestar a todo el mundo; con sus dos hijos, se alistó en el ejército que estaba reuniendo Zygmunt Korybutowicz para poner el trono de Bohemia a disposición de Witold.

En Bohemia, Lukasz se había visto inmerso en la enrarecida atmósfera de una guerra de religión unida a la idea de un renacimiento de la iglesia. El resentimiento que había anidado en él le llevó a unirse a la rebelión iniciada por los bohemios cristianos, desesperados a causa de la perfidia del Emperador alemán, quien, pretextando obediencia a la Iglesia, les había impuesto la lengua y las costumbres germanas. Incluso cuando Korybutowicz, a petición de Jagellón, abandonó Bohemia, Lukasz se quedó y se unió a los hussitas (Seguidores de Juan Huss, hereje oriundo de Bohemia, quedando en la hoguera 3n 1415 (N. Del T.)) de Jan Ziska. Su hijo mayor murió en combate y el menor fue gravemente herido luchando contra los soldados de la cruzada organizada por Federico de Brandenburgo. Entonces, Korybutowicz regresó a Bohemia, esta vez con el consentimiento de su Rey. Los combates se hicieron más violentos. Ziska, el caudillo ciego de los taboristas, (rama extremista de los hussitas (N. Del T.) encontró la muerte cerca de Privislav. El reino de Polonia dejó de apoyar el edicto de Wielun e impuso graves penas a cuantos hubieran apoyado a los taboristas. Entonces, los polacos comenzaron a retirarse de Bohemia, tanto más cuanto que la opinión pública empezó a volverse contra ellos. Lukasz, sin embargo, no habría vuelto a Polonia si su hijo menor no hubiera perdido en combate un ojo y una pierna, pero como tenía que cuidar de él, regresaron juntos a Rogi.

Ahora estaba todavía más solo. Todo el mundo le volvía la espalda, pues creían que se había hecho hussita, y el odio hacia estos herejes aumentaba en Sicilia a causa de sus asaltos y saqueos de iglesias y monasterios. Tzebinca y Lubiaz fueron víctima de esos saqueos. El movimiento hussita se había convertido en una belicosa secta, apoyada por todos los herejes europeos. Los que deseaban la reforma de la Iglesia habían sido sustituidos por quienes la odiaban. Silesia, que era profundamente religiosa, se opuso firmemente a los hussita. Ningún párroco encargaría jamás tallas o pinturas a un hombre marcado con el estigma de la herejía. Hasta sus vecinos dejaron de hablarle. Y cuando salía a pasear, los chicos le tiraban piedras y pellas de barro. Los del pueblo decían que Dios había castigado al imaginero por su relación con los hussitas. Por eso, se había quedado atónito cuando, un día, vio una partida de jinetes –caballeros sin duda, a juzgar por sus atuendos -, que se detuvieron a la puerta de casa; detrás, venía la Duquesa de Niemodlin en persona, rodeada de sus cortesanos.

Lukasz corrió al porche y salió a saludarla.

La Duquesa era una dama rubia bellísima, aunque los más viejos del lugar aseguraban que su madre, la viuda de Spytek de Melsztyn, había sido todavía más hermosa.

- Salud, amigo – dijo ella, haciendo un gracioso gesto -. Soy una vieja amiga, ¿recordáis? Hace tiempo hicisteis un excelente trabajo restaurando un retrato de Santa Isabel. Y me han dicho que también habéis tallado una escultura de la primera esposa del Rey Wladyslaw.

- Disculpad el desorden de mi casa, señora – repuso Lukasz, turbado -. Yo soy pobre y mi hijo es un inválido. Es cierto que en otro tiempo tallaba y pintaba imágenes de santos, pero ya no lo hago. Sólo me quedan algunas…

- Muéstramelas.

En una habitación contigua, ensuciada por las gallinas, se veían unas cuantas tallas polvorientas apoyadas en la pared.

- ¿Cuál es la Reina?

- Esta, señora.

Asió una de las esculturas, la levantó, le quitó el polvo y se la ofreció a la Duquesa.

- La tallé tal como era cuando la vi con ocasión de una visita que hizo a una iglesia que yo estaba ayudando a construir.

- Es muy bella. La Reina Jadwiga era mi madrina, pero no me acuerdo de ella. Os la compro… ¿Sabéis que la milagrosa imagen de Nuestra Señora de Jasna Góra ha sido profanada por unos forajidos?

- Sí, lo sé – respondió Lukasz, bajando la cabeza.

Los jóvenes habían intentado prender fuego a su casa en varias ocasiones. Las piedras silbaban en sus oídos cuando caminaba y los domingos, en Misa, el oficiante no cesaba de mirarlo de través. No le habían cerrado las puertas del templo, pero se apartaban de él como de un leproso.

- Y también sé quienes han sido – añadió -. Está claro que no eran simples saqueadores.

La Duquesa sonrió, con sonrisa cómplice.

- He oído decir que has pasado muchos años en Bohemia con los seguidores de Huss. Pero estoy segura de que, habiendo tallado tantas y tan bellas imágenes, no serías capaz de alzar tu mano contra el Icono de la Santísima Virgen, ¿no es cierto?

- Nadie confía en mí – musitó él.

- Yo sí. Mi capellán te conoce bien. Sabe que la suerte no te ha favorecido. ¿Has peregrinado alguna vez a Jasna Góra?

- Sí. Varias veces.

- Rompieron en pedazos el santo Icono y lo arrojaron al lodo. Un horrible sacrilegio y una gran desgracia. La gente está asustada, pues cree que la Virgen debe de estar enojada con nosotros y ya no querrá protegernos. Los Caballeros Teutónicos han llegado a decir que el Rey en persona envió a esos bandidos a Jasna Góra. Cuando era todavía pagano, aunque luego hizo penitencia y ofrendas para expiar su pecado. Ahora quisiera ver restaurado a toda costa el sagrado Icono. Muchos han intentado hacerlo, pero la pintura se ha disuelto como el agua sobre las tablas… ¿Podrías tú hacer algo?

Él levantó la cabeza.

- Pero… señora Duquesa, ¿cómo van a dejarme tocar siquiera la milagrosa imagen de nuestra Señora?

- Si lograras repararla…

- No sé si podría. Tal vez la Madre de Dios no quiera que se repare… Si ha permitido que tantos buenos artistas no lo consigan…

- Pero tal vez quiera que tú…

- ¿Por qué yo? He sido hussita.

- ¿Y por qué no? Mi capellán dice que Ella es especialmente misericordiosa con quienes se arrepienten y sufren.

Se hizo el silencio durante unos minutos.

- No me dejarán ni intentarlo.

- Si quieres le escribiré al Rey… Debes intentarlo. ¿Cuánto dinero pedirías por el encargo?

- Nada, señora. Vuestra fe en mí vale más que todo el oro del mundo.

- Que Ella te proteja. Ve, pues, a Cracovia. Cuanto antes.

* * *

Y ahora tenía el destrozado Icono ante sus ojos. Los de la Virgen parecían mirar desde el desvaído rostro con una extraña fuerza penetrante. ¿Estará enojada por haber osado venir, yo, que he luchado contra los caballeros cruzados enviados por el Papa y por el Emperador en defensa de la fe?… Debe de ser un castigo por haber tallado y pintado imágenes santas con estas manos pecadoras, por ser orgulloso y por tratar a toda costa de ser famoso, hasta punto de abandonar a Agnieszka y dejarla morir…

Estos pensamientos habían ido fraguándose en su mente a lo largo de los años, aunque él no quería admitirlos. Pero ahora, mientras contemplaba el profanado Icono, habían brotado espontáneamente. ¿Permitiría la Santísima Virgen que él tuviera éxito cuando todos los demás habían fracasado? ¿No le estarían acusando sus ojos entornados de entregarse una vez más al pecado de orgullo?

Sabía por qué algunos hombres habían destrozado el Icono. Había oído lo que decían cuando estuvo en Tabor, el punto de encuentro de los rebeldes de toda Europa, seguidores de extraños credos, enemigos de la Iglesia y del Papa. Algunos argüían que las imágenes de Dios y de los santos apartaban los corazones del Creador, que su belleza terrena ocultaba la verdadera belleza de Dios. Pero él sabía que el pueblo sencillo no acudía al Icono atraído por su belleza en cuanto obra de arte, sino para depositar sus súplicas a los pies de la Señora. Recordaba que, durante una de sus peregrinaciones, vio un grupo de ciegos que acudían al santuario. Nunca podrían contemplar la imagen de la Virgen pintada por un artista anónimo, pero venían a rezar y palpar el Icono con las manos.

Ahora la imagen estaba destrozada. Aunque alguien cayera de rodillas ante ella, ¿qué ayuda podía esperar de la Virgen? ¿Habría la destrucción del Icono provocado que se extinguiera la misteriosa fuerza que atraía a las gentes hacia él? ¿Recobraría esa fuerza si lograba restaurarlo? ¿Habrían destruido los que la profanaron algo más que una imagen pintada hacía mucho tiempo?

“Sea como sea – pensó -, aquí estoy para intentarlo, y lo intentaré. En otro tiempo, tallaba y pintaba imágenes de santos pensando más en mi gloria que en glorificarlos a ellos. Ahora la gloria y la fama ya no me interesan. No gozaría con ellas, pues no se puede ser feliz cuando no se tiene a nadie con quien compartir la alegría”.

Lukasz se puso en pie y se inclinó sobre el Icono. Luego, acarició tímidamente la imagen con la yema de los dedos. Las tablas eran viejas y rugosas y estaban agujereadas aquí y allá. Fragmentos del lienzo sobre el que había sido pintado el desvaído rostro de la Virgen estaban adheridos todavía a las maltratadas tablas. El rostro del Niño Jesús había sido borrado. Los artistas que le habían precedido, en sus intentos de restauración, habían eliminado el barniz de cera que cubría el cuadro, y el rostro de la Virgen, antes tostado, resplandecía como iluminado por una luz interior. Un mechón de pelo que se escapaba bajo el rugoso velo y le caía sobre el hombro parecía ahora dorado, como el de las jóvenes campesinas de los alrededores de Niemodlin.

Abrió su hatillo y sacó de él los tarros de pintura. Mezcló varios colores para obtener un azul marino y pintó con él un borde de la túnica de María, pero la pintura escurrió como una gota de agua en una superficie lisa. Lo intentó varias veces más, pero el resultado siempre fue el mismo.

Tendré que renunciar, como todos – pensó -. Estaba seguro de que sabía pintar tan bien como ellos. Había pintado y repintado tantas imágenes, que había perdido la cuenta, y nunca le había sucedido una cosa así.

Lukasz decidió no darse por vencido y hacer acopio de toda su habilidad y experiencia. A lo largo de los años había ido aprendiendo a utilizar diversas hojas, flores y raíces para incrementar la capacidad adhesiva de las pinturas, así es que empezó a hacer mezclas. Concentrado como estaba en su tarea, no oyó el ruido que hacía la puerta al abrirse y sólo reaccionó al oír una voz que le decía:

- ¿Cómo va eso imaginero?

Aunque nunca le había visto, Lukasz supo enseguida quién era el visitante, pues llevaba colgada del cuello una cruz pectoral y una cadena de Obispo. Era alto, joven y apuesto. Parecía más bien un caballero que un miembro de la jerarquía eclesiástica. Su rostro lustroso y bien afeitado mostraba sabiduría, pero también ambición.

Lukasz hizo una profunda reverencia y besó el anillo del Obispo Olesnicki:

- Todavía no he logrado nada, Ilustrísima, y no sé si lo conseguiré.

Olesnicki posó delicadamente su mano derecha en un hombro de Lukasz.

- Vamos, vamos –dijo -. No os desaniméis. Pero no os apresuréis. Tenéis el tiempo que queráis para acumular fuerzas y poner en práctica todos vuestros conocimientos.

- Los otros fracasaron…

- Porque lo único les interesaba era la recompensa. Por eso se dieron por vencidos a la primera dificultad. Por cierto: he oído decir que ni siquiera habéis dicho cuánto dinero queréis.

- Si al menos supiera lo que debo hacer…

- Si lo lográis, el Rey os cubrirá de oro. Está deseándolo ardientemente, con impaciencia, pero yo le he dicho que no os presione…

- Haré todo lo que pueda, aunque a veces pienso que tal vez Dios nuestro Señor no quiera que reparemos las consecuencias del horrible crimen cometido…

El Obispo se quedó mirando inquisitivamente al imaginero.

- Me complace que habléis así y que llaméis a las cosas por su nombre; al fin y al cabo, fuisteis un hereje… un hussita.

- Admito que pequé, Ilustrísima.

- Tal vez no fuese un pecado. Huss sólo quería la reforma de la Iglesia. Fueron sus seguidores los que le llevaron a la herejía. Y es preciso expiar el crimen que ha cometido. Tenemos que rezar mucho. ¿Habéis pedido a la Señora, imaginero, que os ayude en vuestro trabajo?

- No… - repuso tímidamente, balanceando el cuerpo de un lado para otro.

- Pues debéis hacerlo. Si Dios personó al hombre el crimen cometido en la Persona de su Hijo, también perdonará el cometido contra la imagen de la Virgen. Ella también es misericordiosa con la locura humana. Anda, reza conmigo.

Lukasz se santiguó. De pie, junto al Obispo, repetía lo que éste iba diciendo: “Oh, María, ayúdanos, pues somos débiles y remisos a la hora de hacer la voluntad de vuestro Hijo. Permaneced a nuestro lado en nuestras obras, deseos y sacrificios. Fortaleced nuestros pasos, corregid nuestros errores, elevad nuestro espíritu. Santísima Virgen María, interceded por nosotros ante Dios. No abandonéis a vuestros hijos, no demoréis vuestra ayuda. Vos, que sabéis cuánto os necesitamos, haced que Vuestra imagen, a la que tanto amamos, recobre su esplendor y su fuerza”.

* * *

El crepúsculo de un día del mes de mayo empezaba a caer sobre la ciudad, extendida a los pies del castillo. Lukasz contempló el resplandor rojizo del sol poniente, reflejado en los pinos tejados. Paseó la mirada por las murallas y más allá, a lo largo del Vístula, hasta la iglesia carmelita de la Bienaventurada Virgen María en Piasek (la que había ayudado a construir cuando era un simple aprendiz), escondida tras una curva del río. Allí había empezado todo, allí el mundo había sonreído por primera vez al hijo de un campesino de Silesia. Luego, vino el amor… Agnieszka era la hija de un maestro carpintero, que nunca se habría casado con un mediocre aprendiz. Pero cuando ese mediocre aprendiz se convirtió en un famoso imaginero al cual se disputaban párrocos y priores, aceptó al pretendiente. Se habían querido mucho antes de que Agnieszka enfermase; luego, ella empezó a quejarse de que él estaba tan ocupado que no tenía tiempo para ella. Y cuando murió, todo se torció… Ahora ya no le quedaba nada, excepto un hijo inválido y amargado que no cesaba de refunfuñar y una hija prostituida, en paradero desconocido.

Se apartó de la ventana y se dirigió hacia la mesa. El rojizo resplandor del ocaso teñía de un tinte rosáceo la superficie del Icono. La Señora tenía los ojos fijos en él.

Poco después, el joven criado que le habían asignado le trajo la cena: un cestillo con pan, queso, miel y agua de cebada. Lucas le dijo que necesitaba que al día siguiente le trajera cera, resina, aceite de linaza y ciertas yerbas. También le pidió que le proporcionara una estufita para calentar las mezclas. Estaba decidido a seguir intentándolo.

Cuando anocheció, las campanas tocaron al Ángelus. El tañido venía de todas partes: de San Estanislao de Skalka, de las iglesias de los dominicos y de los franciscanos, de la Santa Jadwiga, de la iglesita de San Idzi, al pie de la colina de Wawel, del templo de nuestra Señora en la plaza del Mercado, de la iglesia de San Nicolás, en la calle Wesola, de la de la Bienaventurada Virgen María en Piaseky y de la de San Florián en Kleparz. La última campana en unirse a las otras fue la de la catedral de Wawel.

Mientras contemplaba la ciudad en calma y el cielo tachonada de estrellas, Lukasz rezó por el alma de Agnieszka. Había sufrido mucho durante mucho tiempo: dos largos años postrada en su lecho, sin esperanza, sin atreverse a pedir su curación, convencida de que su única liberación era la muerte. Y la muerte había llegado por sorpresa, cuando menos la esperaba. Y él se había quedado solo, con el amargo sentimiento de que no había aceptado su soledad como hubiera debido y de que Agnieszka había muerto cansada de esperarle a él.

Antes de acostarse, volvió a contemplar el Icono una vez más a la luz de una lámpara de aceite. Los ojos de la Señora seguían mirándole como a través de un velo y le pareció que trataban de decirle algo.

Lukasz apagó la lámpara y se echó en la cama, pero no podía dormir. La brisa traía la fragancia de las flores del jardín de Stradom. Oyó cómo los guardias se trasmitían el santo y seña. Un perro aullaba lastimeramente a lo lejos. Alegres y ahogados sonidos rebotaban en los gruesos muros del castillo. No se le iba de la cabeza la idea que el Icono estaba allí, sobre la mesa. Era como un ser viviente, que permanecía en vela para que los demás pudiesen dormir en paz.

El alba lo saludó con rosados chafarrinones de sol en la pared. En la ciudad, los gallos competían entre ellos, a ver quién cantaba más alto. Salió y fue hasta el pozo para lavarse.

Nada más volver, el mozo le trajo un cuenco lleno de gachas cubiertas de requesón. Tanto él como el guardia miraban de reojo el Icono, con temor reverencial, cada vez que entraban en la habitación.

- ¿No te da miedo dormir tan cerca de un objeto tan santo? – le preguntó el guardia una vez-. Yo no sería capaz de dormir aquí – añadió el mozo, santiguándose-. Parece como si Ella la llamara a uno… Sí, ya sé que es buena, muy buena, que es la Madre de nuestro Señor. Pero la han tratado tan mal…

Lukasz reanudó su trabajo. Con la punta de un cuchillo ahuecó un trocito de lienzo en un borde de la pintura y lo examinó cuidadosamente. Era un lienzo muy bien tejido, muy viejo, de características ordinarias, por lo que no había razón para que la pintura no agarrase. Había utilizado lienzos como aquel cientos de veces.

Estaba dándole vueltas al problema cuando se presentó en la habitación el secretario del Rey.

- Bueno, ¿has intentado hacer algo?

- Sí.

- ¿Y…?

- La pintura no agarra.

- ¡Por san Froilán milagrero! ¿Así es que no podrás repararlo?

- Volveré a intentarlo.

- Sí, sí, ¡Hazlo! Haz todo lo que puedas. El Rey empieza a impacientarse.

- Lo siento, Padre, pero no puedo hacer nada para evitarlo.

- Procuraré calmarlo. Pero tú no dejes de hacer todo lo que esté en tu mano. No olvides que el Rey está deseando ver el Icono restaurado. Ha prometido recompensarte generosamente. Tal vez te dé tierras y te otorgue un título… quizá te haga caballero… Haz todo lo posible, que no te arrepentirás. Ten en cuenta que nuestros enemigos se frotan las manos pensando en lo que han hecho con el Santo Icono. Los Caballeros Teutónicos han enviado cartas a todo el mundo diciendo que la Madre de dios ha sido ofendida en Polonia y que hemos vuelto al paganismo. ¿Comprendes lo que eso significa?...

Lukasz asintió con la cabeza, y el sacerdote prosiguió:

- Cuando el Príncipe Ostrogski arrasó Jasna Góra tal vez lo hiciera de acuerdo con Prokop el Calvo. ¿Habéis conocido a Prokop?

- Sí, lo conocí.

- Dicen que era un monje rebelde.

- Sí, Eso decían.

El sacerdote se fue y Lucas empezó a preparar nuevas fórmulas. El mozo le trajo los materiales que había pedido y, juntos, encendieron el hornillo. Pusieron a calentar una maloliente mixtura en un pequeño caldero y el criado miró asombrado al artífice.

- ¿Vas a hacer brujerías?

- No seas estúpido. Sólo estoy preparando las pinturas y el barniz de base.

- Es que… los otros dijeron que este Icono sólo podrá ser restaurado mediante conjuros.

Al caer la tarde, el Obispo hizo acto de presencia.

- ¿Cómo van esas pruebas, imaginero? – preguntó.

Lucas abrió los brazos en un gesto de impotencia.

- No os deis por vencido. Insistid. Es de suma importancia que éste Icono vuelva a Jasna Góra. Muchos lo esperan. Vienen de todas partes preguntando por él: de Bohemia y Moravia, de Lusatia, de Hungría y Rutenia, de las tierras de los duques de Szczcin, de Dinamarca, de Suecia e incluso de Dalmacia… De cuantos lugares y países necesitan la ayuda de nuestra Señora.

- Estoy haciendo cuanto puedo, Ilustrísima.

- No cejéis. He ofrecido la Misa por esa intención y he pedido a las monjas que recen para que Dios bendiga vuestras manos. También he organizado rogativas y he solicitado a todos los fieles que hagan ofrendas. Y haremos una novena a todos los santos patronos del Reino y de Cracovia. Y vos, ¿habéis rezado?

- Lo mejor que sé hacerlo, Ilustrísima.

- Consagraos a vuestra Señora. Prometedle que seréis su más fiel servidor de ahora en adelante.

- ¿Sólo de Ella?

- Si realmente queréis que os ofrezca… Tomad este rosario de huesos de aceituna procedentes de los olivos del monte en que nuestro Salvador oró la noche anterior a su muerte. Mi predecesor, el Obispo Wysz, me lo trajo de Tierra Santa. Quiero que lo tengáis vos.

Aquella noche, arrodillado ante el Icono, Lukasz repitió una y otra vez: “Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es le fruto de tu vientre, Jesús”.

Al día siguiente hizo innumerables intentos sin resultado alguno. Había montado todo un taller en un rincón, con incontables vasijas, pinceles, rascadores y tarros de pintura. El mozo había hecho numerosos viajes al mercado que había junto a la Lonja de los Pañeros para comprar todo lo necesario. Tan pronto como Lukasz pedía algo, el criado lo traía, pero, a pesar de todo, nada había conseguido. Y lo que era peor: ya no sabía qué hacer. Un par de posibilidades más, tal vez tres, y tendría que admitir que era incapaz de restaurar el Icono.

Pero cuando aquella tarde se puso a rezar con el rosario que le había dado el Obispo, no se sentía derrotado. Para entonces, ya se había convencido de que la reconstrucción de la pintura no dependía tan sólo de la habilidad humana: sin la ayuda de la Santísima Virgen, el Icono no recobraría jamás su primitiva belleza.

¿Quería Ella ayudarle precisamente a él? Estaba diciendo a llegar hasta el final, pero cada vez con menos confianza en sí mismo. ¿Quién era él para que Ella le hubiera escogido? ¿No había estado asociado con quienes la habían ofendido?. Cierto que ya había roto con ellos, pero ¿acaso no compartía aún algunos de sus deseos y esperanzas? Habían andado descarriados, perdidos entre odios, rebeliones y querellas, pero al principio buscaban la reforma de la iglesia; creían sinceramente que sólo una Cristiandad renacida, auténtica, podía salvar al mundo.

¿Qué más daba – pensó- que fuese capaz de restaurar el Icono o no? Estaba acabado. Se sentía viejo, muy viejo, pro, sobre todo, se encontraba exhausto. Cada vez con mayor frecuencia pensaba en la muerte como en un descanso definitivo. No le interesaba el oro, ¿para qué lo quería? Lo único que deseaba era que el Icono volviera a Jasna Góra para que la gente se arrodillara ante él y le pidiera a María su salvación.

Aquella noche se despertó muchas veces y todas se puso a rezar. ¿Vendría alguien después de él, capaz de restaurar el Icono? Eso sería para él una gran humillación. Pero, a pesar de todo, en cuanto la imagen volviera a Jasna Góra, iría en peregrinación una vez más, a pie entre los cojos, los ciegos y los afligidos. Antes había ido para pedir salvación, pero sus oraciones no habían sido escuchadas; ahora iría nada más que para dar gracias.

¿Estará Agnieszka rezando por mí? – pensó -. Se había ido tan de repente, tan de prisa, como si no hubiese tenido tiempo para concertar otra cita… A menudo le había atormentado la idea de que su trabajo había destruido se amor; pero ahora tal vez no fuera así… tal vez estuvieran unidos de nuevo por mismo deseo compartido.

Cuando amaneció, negros nubarrones cubrían el cielo de Cracovia, como sacos llenos de carbón. Pronto, a intervalos frecuentes, empezaron a descargar sobre los tejados torrentes de agua que, vomitados por las gárgolas a las calles, arrastraban toda clase de detritos por los desbordados albañales.

Lucas había reanudado su tarea con el alba y, a mediodía, ya había agotado todas las posibilidades. Derrotado, se sentó en una silla y, en ese momento, apareció Olesnicki.

- ¿Por qué no estáis trabajando?

- porque ya no puedo hacer nada, Ilustrísima. He fracasado. Debo irme.

- ¿Habéis rezado, como os dije?

- Sí.

- Pero… ¿lo suficiente?

Abrió los brazos, impotente.

- ¿Es que se puede rezar lo suficiente?... He rezado mientras tenía esperanza de lograr algo. Tal vez al que ahora venga…

- ¿Cómo sabéis que habéis hecho cuanto podíais? – le interrogó el Obispo -. Uno de los profetas enviados por Dios se encontraba tan débil y tan hambriento, que se sentía incapaz de dar un solo paso más. Se tumbó en el suelo y le dijo a Dios que se quería morir. Pero el Señor nunca se vuelve atrás. Envió un cuervo con un pan en el pico y, cuando el profeta hubo comido, le ordenó que continuase caminando. El profeta, entonces, se incorporó y caminó, y llegó a su punto de destino.

- Pero yo no soy un profeta.

- ¿Quién puede saber el papel que le ha sido asignado? Lo único que puedo deciros es que el Icono tiene que volver a Jasna Góra. Miles de personas lo esperan y muchos miles más lo necesitan. A través de su imagen. Nuestra Señora quiere reconfortarnos. ¿No queréis realizar sus deseos?

- Sí… pero ¿cómo?

- Rezando. Mucha gente está rezando por vos. He ordenado que se hagan rogativas en todas las iglesias. Desde estas ventanas se ven muchas cruces. Bajo ellas, mucha gente está pidiendo a la Señora que os diga lo que debéis hacer.

El Obispo dio media vuelta y se fue.

Lukasz cayó de rodillas, pero no le era fácil rezar. Las palabras se abrían camino como un torrente de montaña entre peñascos. Los pensamientos huían de su mente y la oración moría en sus labios. Pero los ojos de la Virgen Negra seguían mirándole como si quisieran decirle algo.

El secretario del Rey le visitó a la caída de la tarde.

- ¿Estás rezando?

- Sí.

- ¿Y cómo va tu tarea?

- Lo he ensayado todo…

- ¿Te vas a dar por vencido? Inténtalo una vez más. Haz un nuevo esfuerzo. El Rey no cesa de preguntarme…

Lukasz quedó inmóvil unos instantes.

- Suponía - dijo al fin – que otro vendría y haría lo que yo soy incapaz de hacer. Pero si no hay nadie más, haré un último intento.

- ¡Hazlo!

- Dadme tres días más. Pero que nadie me moleste durante ese tiempo.

- ¿Qué piensas hacer?

- No os lo puedo decir, Padre. En realidad, ni yo mismo lo sé.

- Trataré de explicárselo a Su Majestad. Y procuraré que nadie te visite. Pero dime una cosa: no pensarás acudir a la brujería, ¿verdad?

- Sólo haré lo que la Santísima Virgen me diga.

- Si necesitas algo, díselo al chico y él me buscará.

¿Por qué habré pedido tres días de plazo? – se preguntó a sí mismo cuando el sacerdote se hubo ido-. No sé qué hacer…

Era como si alguien le hubiese inducido a pedir esos tres días, como si estuviese madurando en su mente una idea sumamente atrevida desde que la noche anterior se había sentido súbitamente animado.

La idea le había asaltado mientras contemplaba el Icono a la luz de la lámpara de aceite. Al principio la había rechazado, airado. ¿Cómo hacer una cosa así? La pintura era sagrada; sólo un santo podía haber pintado una imagen como esa sobre tablas tomadas de la mesa de la Virgen. Alguien que había tenido a la Señora ante él, escuchando sus palabras y viendo su sonrisa.

Pero la idea le acosaba. En vano trataba de espantarla como algo pecaminoso, pues cada vez estaba más seguro de que era eso precisamente lo que tenía que hacer.

Aquella noche apenas durmió. Sacó un rollo de lienzo de su hatillo, lo extendió y lo fijó a un bastidor, asegurándose de que el marco encajaba perfectamente en los extremos de las tablas del Icono. Luego, con sumo cuidado, barnizó el lienzo y lo preparó para pintar sobre él. Era más de medianoche cuando concluyó su tarea, y la breve noche de mayo envolvía la ciudad. Acto seguido descabezó un sueño, pero antes de despuntar el día ya estaba otra vez en pie. Se postró para rezar y suplicó al Señor que le liberase de los pensamientos que, por su osadía, se le antojaban pecaminosos. Pero sus oraciones no sirvieron para nada: siguió decidido a llevar a cabo lo que un impulso interior le ordenaba hacer. Colocó al Icono frente a él y puso al lado el lienzo enmarcado. Luego, tomó sus pinturas y, con reverente concentración, empezó a copiar la imagen.

Cuando el mozo le trajo el desayuno, se apresuró a cubrir el lienzo. Tomó un poco de pan del cestillo, se quedó con una jarra de agua y le dijo al muchacho que se llevara todo lo demás.

Se pasó pintando y rezando. Por cada pincelada, una jaculatoria. Aunque en una postura que le entumecía, no interrumpió su trabajo, pues ni siquiera era consciente del paso del tiempo. Pintaba más de prisa que nunca, a increíble velocidad.

El Icono había sido tan bárbaramente mutilado que, virtualmente, tuvo que pintar al Niño Jesús en el regazo de María sin referencia al original. Con todo, era el rostro de la Señora el que presentaba mayores dificultades. Reprodujo con exactitud cada rasgo, pacientemente. Los ojos le llevaron horas; rasgados, entornados, siempre miraban al que se ponía frente al Icono; parecía que hablaban… No, nunca podría reproducir el misterio de aquellos ojos.

Cuando el criado le trajo el almuerzo, le dijo que no quería tomar nada, y al gurda que vigilaba junto a la puerta le ordenó que no dejara entrar a nadie. Por la tarde, oyó voces varias veces en el corredor, pero nadie osó llamar a la puerta.

Al anochecer, Lukasz estaba exhausto. Las piernas ya no lo sostenían, pero la pintura estaba prácticamente terminada. Era algo incomprensible. Siempre había trabajado de prisa, pero jamás había sido capaz de pintar un lienzo de aquel tamaño en un solo día.

Se tumbó en el lecho y al punto se quedó dormido, como si lo hubiesen arrojado a un río con una piedra de molino al cuello. Incluso dormido, tenía la pintura ante sus ojos. Y percibía los errores, los detalles en los que no había reparado.

En cuanto se despertó, se puso a trabajar de nuevo. No se separó del Icono en todo el día. Volvió a pintar más cosas, mejoró otras. Luego, esbozó las flores de lis del manto de María. En los días precedentes había preparado tal cantidad de pinturas que no tuvo que interrumpir su tarea un solo momento.

Aunque no comió más que un mendrugo de pan duro, no tenía hambre. Ardía con la fiebre de la inspiración y estaba decidido a no perder un solo minuto. Le dolía terriblemente la cabeza, pero no hacía caso. No pensaba en nada; se limitaba a repetir incesantemente el Avemaría.

Tampoco aquel día entró nadie en la cámara, pero varias veces oyó voces y pisadas fuera. Sin duda, el criado y el guardia habían corrido la voz de que no quería que nadie le moleste, lo cual habría redoblado la curiosidad de todos.

Antes de que se hiciera de noche, la pintura estaba terminada, salvo algunos rasgos del rostro de la Señora. Lukasz concentró toda su atención en ellos, pues no estaba satisfecho. Cuanto había pintado era una réplica exacta del Icono, pero ese rostro…

Volvió a dormirse enseguida, pero con un sueño inquieto. Tenía la impresión de que el extraordinario esfuerzo que había hecho era como para escapar de un mortal peligro. La única manera de sobrevivir consistía en sumergirse en su trabajo. Si sus esfuerzos resultaban inútiles, ya no tendría futuro.

El tercer día, el sol brillaba esplendoroso y en cuanto se colocó frente al lienzo, Lukasz se dio cuenta de la diferencia que había entre el rostro de la Virgen que él había pintado y el Icono; el suyo no tenía cicatrices. Era como si las heridas causadas por las cuchillas hubieran provocado el que las mejillas se distendieran un poco, haciendo que los labios se inclinaran levemente hacia abajo por un extremo. Con las cicatrices, las ligeras protuberancias parecían naturales y el rostro conservaba sus proporciones; sin ellas, no era el mismo.

¿Cuál sería el aspecto que ofrecía antes? – se preguntó a sí mismo-. No es posible que estuviera distorsionado desde el principio. La espada o el cuchillo que se había clavado en el rostro de la Señora dejó un estigma de dolor en él, algo que ni el oro del Rey ni las oraciones mandadas hacer por Obispo Olesnicki podían borrar. ¿Sería que Ella misma deseaba que esas huellas no desaparecieran?

Cayó de rodillas, extendió los brazos y se postró en tierra ante el Icono. Rezó fervientemente, pidiendo ayuda para interpretar correctamente la voluntad de la Virgen Santísima, y sólo se incorporó cuando las campanas dieron el toque del Ángelus a mediodía. Levantó el paño que cubría el lienzo y estudió la pintura; luego, súbitamente, con trazo firme, imprimió las cicatrices en la mejilla con un trozo de carbón vegetal. Al punto, la distorsión del rostro desapareció. Se resistía a creerlo, pero el rostro que él había pintado y el del Icono era ahora idénticos.

Temblando, superpuso en las tablas la imagen que él había pintado. El miedo y la resolución se mezclaban en él mientras extendía una capa de cola sobre los maltratados restos del lienzo original. Luego, contempló por última vez el rostro que algún santo artista había pintado hacía muchos siglos y, acto seguido, pegó encima, con sumo cuidado, su propio lienzo.

Ahora ya sólo había una Señora de Jasna Góra. Una que era a la vez vieja y nueva.

Con un buril y siguiendo las líneas trazadas con el carbón vegetal, presionó suavemente sobre el lienzo, para marcar las huellas de las cuchilladas. Cuando hubo terminado, colocó el Icono en posición vertical sobre la mesa y se hincó de rodillas. Esto no es obra mía –pensó-, Había hecho lo que Ella le había pedido. La obra que tenía delante era Suya y sólo Suya.

Un gozo inmenso inundaba el corazón de Lukasz, pero mezclado con un mordiente vacío. Era como si sintiera que el tiempo que había pasado pintando y esforzándose en comprender lo que Ella quería hubiera terminado. Había sido algo penosa, pero también magnífico. Nunca volvería a estar tan cerca de la Señora como durante las largas horas que había permanecido tratando de averiguar lo que ella deseaba.

No le interesaba conocer lo que la gente opinaría sobre su trabajo. No necesitaba alabanzas, recompensas o palabras de admiración. Lo que había hecho era para los demás. A él, lo único que le quedaba era la nostalgia de aquellos tres días de plenitud.

Antes que la muerte me reclame –pensó-, tengo que hacer unas cuantas cosas. Primero, confortar a mi pobre hijo; luego buscar a mi descarriada hija… He de pagar de alguna manera este privilegio que me ha sido concedido… Sabía que nunca podría pagarlo todo, aunque viviese mil años, pero ¿cómo negarse a intentarlo, conociendo el gran amor que le esperaba después?

Lukasz estuvo rezando hasta que se puso el sol. Luego, recogió sus utensilios, rehizo su hatillo y, empujando suavemente la puerta, salió al corredor. El guardia, aburrido de tanto esperar, se había quedado dormido, acurrucado en el suelo. Lukasz se deslizó de puntillas en busca de un portillo que, según le había explicado el mozo, se abría en las murallas del castillo y daba a las ciénagas de Zabi Kruk.

Había salido la luna, así es que procuró deslizarse pegado al muro para que los centinelas no lo descubriesen. Luego, corrió de sombra en sombra, hasta que dio con el portillo. El criado no le había engañado: estaba abierto y nadie lo vigilaba.

Antes de atravesarlo, dirigió una última mirada al castillo, que se erguía como un gigante de piedra. No tardó en localizar la ventana de la cámara en la que había vivido y trabajado. Allí estaba el Icono. Allí, también, quedaba su vida pasada, vacía como el capullo del que ha salido la mariposa, con sus rebeldías, sus agravios y sus enconos.

Lukasz de Rogi era ahora un hombre libre, que sólo poseía la gracia que había sido derramada sobre él.

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